Joaquín Bergés. Foto: Portadores de sueños
Es la experiencia de Ricardo Marco, un cincuentón subdirector de unos grandes almacenes, casado, con dos hijos, dos viviendas -en la ciudad y en la costa- y dos coches, inesperadamente abocado a una prejubilación, que se presenta precisamente cuando el próspero ejecutivo ha comenzado a sentirse distante de su mujer y sus hijos y a no compartir sus gustos y aspiraciones. Por otra parte, la visión de una joven vendedora en un mercadillo cercano a su lugar de trabajo despierta en Ricardo una súbita fascinación que lo empujará hacia ella, atravesando con dificultad una barrera de quinquis y gitanos que se interpone. Buena parte de la historia está constituida por los intentos de Ricardo por acercarse a Estrella al mismo tiempo que se aleja de su familia y de su vida anterior.
En este proceso de voluntario desclasamiento abundan, como era de esperar en una obra de Berges, los lances grotescos, los episodios hilarantes, los diálogos vivaces y vertiginosos (entre padre e hijo, por ejemplo) y la visión caricaturesca de personajes esperpénticos, como Fidelio, pero que no se halla ausente en los casos del propio narrador y de su esposa Claudia. Acaso existe cierto desajuste entre la agudeza con que se observa el mundo burgués de Ricardo y la que se presta a la familia de vendedores de mercadillo, pintada con trazos más someros y algo tópicos. Incluso en las caracterizaciones lingüísticas de los personajes hay alguna incongruencia. Si el tosco Juanmi dice "bujeros" (p. 196) por ‘agujeros', resulta improbable que pueda formular una frase como "¿Estás ciego, sordo o ambas cosas a la vez?" (p. 192).
Pero lo propio de Berges es el humor de naturaleza verbal, como se advierte en las ingeniosas acuñaciones tomadas del lenguaje de la electrónica. Se parte de un símil: "Soy para la empresa un ordenador viejo, que lleva consigo una versión obsoleta del sistema operativo. Por eso tienen que cambiarme, porque el sistema […] requiere ordenadores jóvenes que funcionen perfectamente coordinados: en red, como dicen los informáticos. Yo ya no funciono así. Soy un pecé independiente. Casi un portátil" (p. 142). A partir de ahí, cualquier objeto, cualquier idea pueden recibir denominaciones de este ámbito semántico. Así, de mucho pensar pueden "recalentarse los circuitos", o por culpa de una comida puede "desconfigurarse el intestino"; el individuo necesita a veces "resetearse", y hasta los términos "periférico" y "transmisión de datos" pueden recibir un uso inesperado en la narración de un encuentro erótico. El ingenio verbal es continuo, y predomina sobre la comicidad de las situaciones: la letanía de reproches de Claudia, la escena de Ricardo con su familia y con dos amigas, las comidas en el buffet libre, la pelea entre Ricardo y Onofre, vista como un partido de tenis... El estado del malestar reduce, encubriéndolas, sus posibilidades críticas acerca del clasismo -por sí mismo risible- de una sociedad narcotizada, y lo hace en beneficio de un relato humorístico en el que la sonrisa y aun la carcajada del lector prevalecen sobre la irritación que el tema podría provocar en una "novela de denuncia" planteada con estos mismos materiales. Pero ya tenemos muchas novelas de ese tipo, escritas con el ceño fruncido y con afán de trascendencia. Éste es un relato entretenido, e incluso contiene algunas cargas de profundidad, aunque humedecidas y de escasa potencia.