Julian Barnes. Foto: Quique García
Por los años en que Kermode deslumbraba con sus indagaciones sobre el sentido de un final nos dejaban definitivamente Richmal Crompton y Enid Blyton, que hacía un cuarto de siglo dominaban como nadie, en el Reino Unido y en ultramar, la novela de adolescentes. Fuimos muchos los que, como probablemente también el propio Barnes, cultivamos aquella y estas lecturas, y no se me tome esta referencia cruzada como maliciosa, pues al fin y al cabo admirados escritores de más o menos la misma quinta como Fernando Savater o Javier Marías reconocieron pareja debilidad (por las dos damas, que no por Kermode).
El sentido de un final se nutre considerablemente de ambos ingredientes. De las peripecias, por supuesto, hasta extremos que una reseña razonable como pretende ser esta no debe desvelar. No creo, sin embargo, transgredir ninguna norma si menciono como desencadenante de la acción el suicidio a los 22 años de su edad, recién concluida la carrera en Cambrige, de uno de los personajes principales, Adrian. Formaba parte, dicho sea de paso, de un grupo juvenil que nos recuerda en parte a los "proscritos"de William Brown o "los cinco" de Blyton.
Aquí son cuatro, si sumamos al citado -el más inteligente de todos- a Colin y Alex, menos relevantes, y al auténtico protagonista y narrador, Tony Webster, que deberá contentarse con estudiar Historia en Bristol. Barnes vuelve por donde solía, si recordamos su primera novela de 1980, Metroland, protagonizada por otros dos desenfadados adolescentes. Algunas de las mejores páginas de El sentido de un final son las que, en su primera parte, narran los avatares escolares del grupo, casi todas travesuras incipientemente intelectuales de las que son víctimas sus profesores de historia o de literatura.
La segunda parte nos lleva cuarenta años adelante. Tony está ya jubilado y divorciado de su esposa Margaret, que sigue siendo sin embargo su confidente. No descubriremos tampoco las peripecias que se encadenan ahora, a raíz de aquel suicidio, pero como índice de la previsibilidad con que el novelista ha concebido su obra baste mencionar otro artificio, el de un diario de Adrian no tanto encontrado cuanto legado a Toni por Sarah Ford, la madre de la que había sido su primera novia, Verónica, y luego esposa de su malogrado amigo. Del manuscrito, el narrador solo recibe un fragmento trunco que termina precisamente con el comienzo de una frase que se refiere a él.
Una carta escrita a Adrian por Toni totalmente olvidada por él aporta las páginas más brillantes de esta escueta novela. En su segunda parte lo mejor son las digresiones de filosofía doméstica, pero no por ello banal, con que el "calvo setentón" que narra recuerda su vida como el "quinceañero velludo y lleno de granos" que había sido en los años 60 cuando "las cosas eran más sencillas: había menos dinero, no existían aparatos electrónicos, la tiranía de la moda era ligera, no había novias" (pág. 17). La narración está empedrada de apóstrofes a los lectores, para reclamar casi siempre la complicidad de quienes podemos tener idéntica nostalgia de aquella década luminosa. Toni intenta empatizarnos por su aceptación pacífica de la medianía que ha sido y de la admiración que le mereciera siempre Adrian por "la claridad de su vida" (pág. 132).
De todos modos, el premio obtenido por El sentido de un final ha suscitado ditirambos en inglés que me parecen desorbitados. La novela, amén de su previsibilidad antes apuntada y lo peregrino de las peripecias que no hemos descrito, peca de esquemática. Verónica, que es el auténtico catalizador de la trama, no está suficientemente elaborada, de modo que hay que creer su perniciosidad porque el narrador nos lo dice, no porque los lectores tengamos tiempo y modo de apreciarla. Y me cuesta creer que, como Barnes ha respondido en cierta entrevista, varios lectores hayan compensado su corta extensión leyéndola dos veces consecutivas.