Rafael Azcona. Foto: Carlos Miralles

Pepitas de Calabaza. Logroño, 2012. 512 páginas, 28'50 euros

Después de haber recuperado algunos cuentos dispersos de José Santugini, al que tengo por uno de los mejores guionistas del cine español, esta inquieta editorial riojana acomete ahora otro proyecto digno de igual encomio: reunir en tres volúmenes toda la obra claramente identificada que Rafael Azcona, cumbre de nuestra escritura cinematográfica, desperdigó en las páginas de La Codorniz entre 1952 y 1958, chistes y collages incluidos.



En este primer libro, de los tres de que constará el empeño, están agrupados todos los textos, de índole bien diversa, que el escritor publicó entre 1952 y 1955, más un notabilísimo estudio de Bernardo Sánchez Salas que ilumina a la perfección los aspectos más reseñables de la vida y del pensamiento de este genial logroñés que ya apuntaba maneras desde pequeño y que, a sus catorce años, deslumbrado por el nacimiento en ese mismo 1941 de la revista La Codorniz, comenzó a enviar colaboraciones sin que le desmoralizase su no aceptación. Cuando finalmente se trasladó a Madrid, en 1915, tenía ya un currículo de poeta local que encajaba a duras penas con su verdadera vocación, la de humorista. Pero, integrado pronto en el círculo del café Varela de la calle Preciados, y apadrinado inmediatamente por Antonio Mingote, pudo un día acceder a la redacción que dirigía Álvaro de Laiglesia en el edificio del Palacio de la Prensa y empezar a colaborar regularmente a partir de septiembre de 1952 en el semanario de sus sueños.



Amén del valor terapéutico, máxime en estos tiempos de crisis, que encierran estas joyitas del Profesor Azconovan, Arrea, o Agencia Azcona, entre otros de sus seudónimos, las colaboraciones nos permiten adentrarnos en el laboratorio en el que se estaba fraguando una de las escrituras más personales de nuestra literatura, de la que resulta admirable, en primera instancia, tal y como se nos señala en el prólogo, su excelente oído.



En segundo lugar, creo que lo que le hizo realmente grande, apreciable aquí y en sus novelas, fue ponerse bajo el manto de Cervantes, y no bajo el de Quevedo como otros humoristas, para preservar siempre cierta mirada de empatía con respecto a una sociedad que empujaba inevitablemente a sus miembros más lúcidos hacia el escepticismo o el pesimismo. De ahí que, hasta en los momentos en que practica el humor más negro, sus personajes jamás se nos presenten como caricaturas. En esa posición, en la que conviven lo cómico y lo trágico entreverados, Azcona se sentía como pez en el agua y partícipe de una tradición que en España representaron Wenceslao Fernández Flórez o Edgar Neville y en Italia toda una maravillosa legión de autores, con Manzoni, Guareschi y Mosca (al que tanto debería la más popular de sus creaciones: El repelente niño Vicente) a la cabeza, todos enemigos declarados de la retórica tan impostada de la época que no dejaron de parodiar.



Más, pues, que lo grotesco o lo esperpéntico, como algunos sostienen, o incluso lo kafkiano, y más, por descontado, que el brillante legado de Jardiel o Mihura, a los que supo también admirar, lo que sobresale de "el toque Azcona" es su capacidad única para interpretar el mundo, con mucha aparente sencillez y mucha desbordada sensibilidad, como un proveedor inagotable de parábolas en las que todo el mundo, solo por el hecho de vivir, se ve forzado de continuo a perder algo.



¡Qué gran idea rescatarle para sobrellevar estos tiempos tan tristes, tan melancólicos y tan estúpidos, tres de los estados de ánimo que él más temía!