Flavia Company. Foto: Santi Cogolludo
Pero que la novela no para en una simple historia de género pronto lo señalan observaciones que avisan una complejidad psicológica fuerte y notas culturales no exhibicionistas y perfectamente incorporadas a la trama. De este modo, la escritora monta un relato de sustancial amenidad por los sucesos que cuenta. También por los tipos humanos interesantes que hace desfilar por él. Y por el modo de hilvanar incógnitas y secretos hasta que la trama logra un desenlace coherente. Además, el modo de contar y la lengua refuerzan ese efecto. Las descripciones están reducidas al máximo, sin apenas observaciones exteriores que retarden la marcha de la historia. Y la frase corta, ese tipo de estilo que suele calificarse como nervioso, apoya el ritmo dinámico de los sucesos. Así, la novela se encamina con paso firme hacia una narración psicologista cuya ambiciosa diana se pone en el análisis de la culpa. Avisos de esa meta se encuentran desde el principio. Ya en su última noche, Renzo pide a la enfermera que le lea un pasaje de Crimen y castigo. Luego, Dostoievski aparece en la carta a la hija y en última instancia se convierte en el leitmotiv de la novela entera.
Que nadie te salve la vida constituye una notable incursión en estados del alma conflictivos en la que Company asume el riesgo y el reto de llevar alguna de ellas, la del traductor y su hija, a una situación límite. Para ello se pertrecha de personajes interesantes que muestran con veracidad indecisiones y angustias, motor de sus comportamientos, y que presenta, sin embargo, sin la extremosidad del maestro ruso. E inventa anécdotas oportunas para que afloren conductas atribuladas. De todo ello se deriva una novela de tipo metafísico que va soltando rasgos y condicionantes de nuestra especie. La soledad de la existencia, la incomunicación, el egoísmo, el fondo retorcido de ciertas mentes y la responsabilidad son motivos que van alimentando el argumento hasta forjar una dramática exploración de la naturaleza humana. El retrato apunta a la descorazonadora inevitabilidad de ciertas acciones. La autora reverdece la idea de la vida como pasión inútil al hacer que el azar marque el destino. La última parte del libro, en la que la hija da cumplimiento a la necesidad paterna de expiación de la conciencia, abre algún rayo de luz a ese determinismo cerrado y a esa visión oscura al añadir el sentimiento de piedad a los registros del corazón. Pero el conjunto de la novela trae esa sensación de nihilismo y sinsentido que marcó la literatura europea tras la II guerra mundial. Y al hacerlo de forma bastante llana, incluso aprovechando recursos del folletín, deja un amargo sabor de boca muy verdadero.