Ángel Rupérez. Foto: Izana
Este retrato de Alejandro, construido mediante el procedimiento de volver una y otra vez sobre las reflexiones de una mente limitada y rectilínea, con las anotaciones próvidas de un Proust de tierra baja, constituye lo más notable de Sensación de vértigo. Algunas escenas rozan la inverosimilitud, como el encuentro en el probador de los grandes almacenes, y otros aspectos parecen secundarios, como las caricaturas despiadadas de un ministro de Cultura y un secretario de Estado que apenas encubren a personas reconocibles y que, si de algo sirven, es para acrecentar el panorama de la mediocridad mental de los varones que aparecen en la historia.
Por otra parte, debajo de este retrato del frívolo y huero Alejandro late la idea de que la fidelidad amorosa es casi imposible, y de que, incluso cuando en la pareja existe afecto profundo, el deseo de buscar otros horizontes y diferentes experiencias al margen de la vida en común es una constante del ser humano. Naturalmente, toda la historia se nos ofrece desde la perspectiva de Alejandro, distorsionada, pues, por sus ideas peculiares y por lo que cualquier lector consideraría una radical incapacidad de amar. Pero lo que cuenta, en definitiva, no son las ideas del personaje, sino los procedimientos literarios que las plasman, y, en este aspecto, los de Ángel Rupérez son de indudable eficacia y mantendrán la atención del lector, siempre en suspenso ante los posibles desenlaces de cada tentativa de seducción.
He dicho que el autor tiene una prosa muy cuidada (lo que no puede afirmarse de la composición material del libro, lleno de erratas y errores ortotipográficos que son un mal ejemplo, como las separaciones re-ales, dese-aba, habí-amos y otras), con algún desliz («un gesto del que no me recordaba», p. 93), alguna mala elección ("absurdeces", p. 199; "culpabilizar", p. 308) o algún tópico ("me llamó poderosamente la atención", p. 246).