Moisés Pascual Pozas. Foto: Antonio Pastor

Izana Editores, 2013. 288 páginas, 18 €

Alguna vez he dicho que Moisés Pascual Pozas (Santibáñez Zarzaguda -Burgos-, 1947) está destinado a ser siempre un escritor minoritario, apreciado por un selecto grupo de lectores en los que no influyen la espaciada e irregular publicación de las obras del autor burgalés -acaso por su vida itinerante, repartida en más de doce países- ni su aparición en editoriales con escasa difusión, en estos tiempos en que, más que nunca, el pez grande parece movido tan sólo por el insaciable afán de tragarse al chico. Pero lo cierto es que, en la media docena de novelas o libros de relatos que constituyen el haber del escritor, que no debe ser valorado por su fecundidad, sino por la intensidad de sus creaciones, hay al menos cuatro títulos (El laberinto de los rostros, El carrusel de la plaza del reloj, Las voces de Candama y Espejos de humo) que reúnen las exigencias de la más rigurosa literatura. Como en otras novelas de Pascual Pozas, en Vidas de tinta hay varios motivos temáticos -la muerte, la huida de un pasado atenazador, la búsqueda de una vida nueva (real o ficticia, como en el caso de Bernaola Molero)- que sostienen una acción brumosa, recordada fragmentariamente, insegura, en la cual los huecos e incertidumbres de la memoria se mezclan con las fronteras borrosas entre lo vivido y lo imaginado.



Roberto Lábano, un profesor de lenguas clásicas, alcanza la jubilación y abandona a su mujer, Rosario, para refugiarse, con su nombre ligeramente desfigurado, en un pueblecito costero meridional. También Bernaola Molero, el supuesto amante de Rosario, se fuga sin dejar rastro, en este caso a Ecuador. Lo único seguro de estos movimientos es la nueva existencia de Lábano, marcada por la soledad y el amor senil que despierta en él Soledad -cuyo novio también desaparece y que recuerda vagamente el esquema de la novela Tamatea, novia del otoño, de Luis Berenguer- y por el deseo de rescatar recuerdos de la infancia -el padre perseguido y desaparecido, la experiencia de la tía Elisa, el jesuita confesor-, como hace por fin en el artículo o narración "El guía pastor", que publica en el periódico quincenal de Salinde y que viene a ser, en el conjunto de la novela, un relato intercalado al modo cervantino.



Las acciones del presente y el pasado se mezclan, los puntos de vista se intercambian y la historia va reduciéndose cada vez más al otoño solitario de Lábano, sólo roto por su imprecisa relación con Soledad, que va extinguiéndose como la propia vida del sujeto. En todo momento, el ambiente, los lugares, el entorno físico, el paisaje, el tiempo atmosférico, algunas canciones recordadas -especialmente boleros de letra sentimental y doliente- acompañan y determinan las sensaciones y pensamientos de los personajes, casi todos ellos lugareños de vida pobre o declinante, tanto en las escenas desarrolladas en Salinde como en las que transcurren en tierras ecuatorianas, donde, además, los giros idiomáticos de la zona -como las creencias y los modos de vida, sin duda familiares al autor- se integran con naturalidad en las escuetas conversaciones del Silenciero que colecciona almitas en frascos, o de Suyana y su familia, algunas figuras de aparición fugaz pero lo bastante delineadas, sin embargo, para introducir al lector en otro ámbito de pobreza y frustración que la literatura trata de fijar, ya que, como reflexiona Lábano, "en el fondo, somos vidas de tinta que sólo existen mientras se las escribe, luego son las vidas de la memoria hasta que el agua de los otoños las deslíe, y entonces sólo habitan el olvido, el último hueso de la muerte que es la nada" (p. 280). Aunque menos densa y medida que Espejos de humo, su obra anterior, esta última producción de Pascual Pozas nos introduce de nuevo en muchas páginas que encierran literatura artesanal -nada mecánica ni previsible, hecha línea a línea- de buena ley.