El hombre bicolor
Javier Tomeo
28 febrero, 2014 01:00Javier Tomeo
Con el fallecimiento de Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1932 - Barcelona, 2013), ha desaparecido uno de los narradores más originales e independientes de las últimas décadas. Desde sus primeras novelas, como El castillo de la carta cifrada o Amado monstruo, Tomeo mantuvo una línea temática personalísima y, sobre todo, un estilo narrativo que hacían inconfundible cada una de sus páginas. Los personajes solitarios y deseosos de comunicarse que diseña el autor son, como otros componentes de sus historias considerados aisladamente, normales y hasta vulgares, pero su conjunción produce el extraño efecto de algo inverosímil y casi onírico. Es el procedimiento del hiperrealismo: asistimos a un despliegue de elementos familiares, reconocibles, pero entre ellos se crean relaciones ajenas a cualquier experiencia.Hermógenes, el narrador monologante de El hombre bicolor, es un recaudador de contribuciones que llega a Boronburg, en el reino de Burgundia, para cumplir su cometido. Se encuentra, sin embargo, con un pueblo desierto, del que han desaparecido todos los seres vivos y donde sólo se oyen de vez en cuando las campanas de una iglesia y el ladrido de un perro. El planteamiento recuerda el de otra novela del autor, La ciudad de las palomas -y, en último término, Hermógenes hace pensar de refilón en el agrimensor de El castillo, de Kafka-, y las dificultades de comunicación del narrador, que telefonea inútilmente al Ayuntamiento de la localidad para escuchar sólo una voz que repite "no hay nadie", son análogas a las que padecen los personajes de La ciudad de las palomas o El cazador de leones. Múltiples detalles que reiteran ese universo de la soledad y la incomunicación en que se desarrollan las historias de Tomeo: la lluvia pertinaz, el personaje con una peculiaridad física -que en otras novelas consistía en tener un sexto dedo y aquí se concreta en la heterocromía de Hermógenes, que tiene cada ojo de un color distinto, como sugiere el título-, la comparación implícita de los humanos y las sociedades animales, el recuerdo insistente de la madre -en este caso sustituida por la tía Rosamunda- o la presencia lejana de un castillo -aquí el del conde de Breetworst- que encarna la imagen del aislamiento.
La situación insólita de Hermógenes, solo en un hotel absolutamente vacío y en un pueblo deshabitado, se prolonga durante varias semanas. El relato homodiegético del personaje -un auténtico monólogo- adquiere en algunos momentos la falsa forma de diálogo merced a la invención de otro yo con el que el narrador mantiene ligeras controversias, o gracias a la inserción de frases recordadas de la tía Rosamunda, aunque estas intervenciones no desfiguran al carácter monologal del discurso, mantenido con la característica y acreditada maestría del autor para sostener estas situaciones sin más apoyo que las reiteraciones expresivas, la acumulación dosificada de informaciones -como en el escalonamiento final de los datos sobre la tía- y los inesperados ribetes de humor que asoman en algunas páginas.
Tomeo fue también un maestro de la narración breve, en los confines del microrrelato, y el volumen El fin de los dinosaurios recoge más de ciento cuarenta piezas de esta naturaleza, cuidadosamente ajustadas a las últimas correcciones del autor. Muchas de ellas amplían la conocida afición zoológica de Tomeo a las analogías animales -lobos, chinches, jirafas, murciélagos, cocodrilos, gallos, caracoles, grillos, etc.-, y unas cuantas son como versiones embrionarias de relatos conocidos, lo que les confiere una importancia que no pasará inadvertida a los futuros estudiosos del escritor. La pulquérrima edición añade una selección de esclarecedoras declaraciones del autor acerca de su obra que resultan de gran interés. Un prólogo y un epílogo escuetos y certeros enriquecen esta excelente edición.
No hay que esperar en estas obras póstumas de Javier Tomeo novedades relevantes, pero ambos volúmenes son de lectura recomendable, no sólo como acto de homenaje y recuerdo al creador infatigable que fue, sino porque ratifican y reafirman ejemplarmente el orbe inconfundible de tipos e historias que, con ejemplar coherencia, supo crear y desarrollar el escritor aragonés.