Sergio del Molino
Con su obra anterior, La hora violeta, Sergio del Molino (Madrid, 1979) apostaba decididamente por una literatura narrativa no ficcional, al utilizar como asunto una dolorosa experiencia personal sin tratar siquiera de desfigurar nombres o circunstancias que dificultaran su identificación. Lo que a nadie le importa se sitúa en el mismo plano, aunque su alcance y el conjunto de referencias que rodean los hechos narrados sean mayores, y, con ello, también su complejidad. El autor aclara su postura con palabras diáfanas: "Yo tengo que convertir el presente de indicativo de mis abuelos en pretérito perfecto simple, y en la operación estoy obligado a inventármelo todo, porque el presente de indicativo no deja rastro. No recreo una época, sino que la creo desde la nada. Estas supuestas memorias familiares son lo más fabuloso y ficticio que he escrito nunca" (pp. 119- 120).En efecto: la selección, manipulación y ordenación de informaciones y hechos no vividos desde la misma atalaya de sus protagonistas supone ya un proceso de creación. El autor, que se nombra incluso a sí mismo en algún momento (p. 234), relata la historia de su familia -y, esencialmente, la de su abuelo, José Molina-, que incluye episodios imaginados y hechos históricos, aunque conocidos tan sólo por noticias indirectas, como el asesinato del cardenal Soldevilla en Zaragoza (1923), y permite ampliar la historia hasta un ámbito cronológico anterior a la existencia del propio narrador, lo que incluye crudas y muy convincentes escenas de la guerra civil -en la que el abuelo participó-, del estado de ánimo y el comportamiento de los combatientes y del lento y penoso resurgir del Madrid de la posguerra, "la capital de los cascotes, los vidrios rotos y los refugios antiaéreos" (p. 106), así como esbozar los rasgos esenciales de una sociedad hambrienta que trata de rehacerse de los destrozos materiales y morales causados por la guerra y en la que figuran atinados y precisos retratos de algunos personajes, desde el psiquiatra Vallejo-Nágera o el cronista Manuel Aznar hasta el creador del Corte Inglés o la cantante Celia Gámez ("Calentorra y soez, Celia Gámez abría al pueblo madrileño, tan derrotado de cascotes y cartillas de racionamiento, una rendija de la que salía vaho vaginal", p. 107).
Frente a lo que cabía esperar, el universo cerrado de La hora violeta se ha transmutado aquí en un ámbito abierto y aireado, con escenarios distintos y seres que cambian y evolucionan, entre ellos el propio narrador -porque ésta, al fin y al cabo, también es su propia historia, paralela a la de su abuelo y encastrada en la misma familia-, al que seguimos desde su infancia en sus diversos lugares de residencia (el pueblo aragonés, Francia, Madrid, Zaragoza) hasta el viaje final, ya casado, que parece un intento de revivir inútilmente unos recuerdos y una época que parecen definitivamente distantes y ajenos. Hay quien se aloja en el pasado y quien lo escruta, como el narrador de Lo que a nadie le importa, con el fin de adquirir la perspectiva suficiente para distanciarse de él. Esta mezcla de relato de hechos externos -de periodista o columnista, podría decirse- con reflexiones y evocaciones de la vida personal, siempre bordeando los límites entre la crónica y la confesión privada, no podría alcanzar la eficacia que ostenta si no estuviera sostenida por un estilo brillante, capaz de mantener la atención del lector línea tras línea y sin el menor desmayo.
Los símiles inesperados, las acuñaciones novedosas, las expresiones y giros con que lo consabido adquiere nueva luz son signos inequívocos de excelente prosista, capaz de hacer relevante lo trivial con el solo poder de la palabra exacta y la formulación imaginativa. Sergio del Molino era ya un magnífico escritor en su obra previa. Aquí, al abrirse a contenidos que podríamos considerar más novelescos, tantea con paso firme -o así lo parece- el tránsito hacia la literatura de ficción propiamente dicha, sin asideros argumentales familiares y con mayor libertad de elección. Y los descuidos son mínimos. Tal vez la referencia a la penicilina en 1938 (p. 88) sea un anacronismo y "dilapidaba" (p. 187) una evidente errata. Y se cita erróneamente (p. 194) el libro del Arcipreste de Hita. Nada de ello es obstáculo para recomendar sin reservas la lectura de esta obra y seguir atentamente la trayectoria del autor.