Fogwill. Foto: Begoña Rivas
A finales de los setenta y principios de los ochenta, el peculiarísimo y magnífico escritor argentino Fogwill (Buenos Aires, 1941-2010) tenía la costumbre de perder originales, según cuenta en una nota a la divertida y terrible Un guión para Artkino (Periférica, 2009). En esos años, estaba en el horizonte su obra maestra en torno a la guerra de las Malvinas, Los pichiciegos, publicada en 1983; pero aún no había llegado.Hasta cuajar definitivamente, el estilo Fogwill (un estilo muy literario, pero por caminos insospechados) no tenía inconveniente en mirar de frente a algunos de sus referentes y reescribirlos: lo hizo con Borges (en la gozosa Help a él, 1982, publicada en España por Periférica en 2007) y también con César Aira, en este inédito hasta hoy que es Nuestro modo de vida (1981). Cuenta Fogwill en su prólogo que Nuestro modo de vida fue uno de esos originales perdidos hasta hace poco, y que es una novela escrita "intentando plagiar La luz argentina" de Aira. Yo confieso no haber leído ese libro de Aira, y con ello sin duda mi lectura pierde algunas oportunidades interesantísimas; pero creo que estamos ante un Fogwill, Fogwill. Y uno muy valioso.
Nuestro modo de vida, en lo formal como en el título, podría apuntar a cliché en una descripción epidérmica: es una novela sobre gente que vive en suburbios, va y viene del trabajo en oficinas capitalistas sirviéndose de autopistas, envidia los coches de los demás o acaso teme que su propio coche no sea el de los otros, tienen amantes y muchos vacíos en sus vidas. Hasta aquí, la tradición (sobre todo norteamericana) de novelas que tratan estos temas y ambientes es tan conocida que nada suena demasiado perturbador. Pero de pronto, el estilo Fogwill: un personaje rastrea obsesivamente la anatomía del molusco que se está desayunando; las descripciones de las maniobras en la autopista, salpicadas de accidentes y suicidios casi ballardianos, tienen una precisión metálica; la política entra en el domicilio conyugal en forma de un asalto que parece dramático y acaba siendo bufo y al mismo tiempo risueño; todo en fin, es levemente extraño, y los personajes no acaban de estar muertos (o vacíos) aunque les cueste estar vivos (o no ser nada).
En Sobre el arte de la novela, Fogwill escribió que "con frecuencia, el ejercicio de la narrativa sorprende a quien escribe, dejando en él la sensación de llevar algo urgente entre las manos". Creámosle, preguntémonos qué hay de urgente en Nuestro modo de vida: ¿tal vez lo que ocurre en esas autopistas que llevan de un hogar al mundo? Pero el mundo entra en el hogar también. En esta novela, las preguntas tienen que ver con lo que el individuo es y, sobre todo, con cómo ese ‘ser' puede exteriorizarse o reconocerse en lo de fuera. ¿Qué puede decirse o contarse o recordarse? ¿Qué objetos (un coche blanco o azul, por ejemplo; el dinero, por ejemplo) devuelven nuestra imagen? ¿Qué acciones son las propias de alguien que está vivo (observemos que los treinta y dos capítulos llevan todos como título un verbo en infinitivo)? Casi todo lo que ocurre en Nuestro modo de vida parece que está siendo circunvalado por su protagonista Fernando y por el lector, como si hubiera una distancia somnolienta que a veces está a punto de salvarse, o parece que se ha salvado, pero no. Y por cómo estoy abordando la reseña, ya se habrá entendido que la clave no está en la trama.
La historia institucional es un paisaje de fondo para Nuestro modo de vida, pero menos relevante que los espacios cotidianos de transición: un supermercado, el césped de la urbanización, el coche. En la escritura de Fogwill, a veces también el pensamiento parece un espacio de transición. Y sin duda, esta buena novela hace preguntas oportunas, no está exenta de humor, y es exigente con el lector en el mejor sentido.