Montero Glez. Foto: Cata Zambrano

VIII Premio Logroño de Novela. Algaida, 2015. 312 páginas, 18€

Desde que llamó por vez primera la atención en 2002 con Sed de champán, Montero Glez (Madrid, 1965) se ha granjeado la imagen de autor singular con un mundo y un estilo propios. Lo que escribe se diferencia de todo lo que se hace en España en los últimos lustros. Lo corroboran las novelas siguientes (Manteca colorá, Pólvora negra o Pistola y cuchillo) o los cuentos Besos de fogueo, que muestran, dentro de una amplia variedad en los argumentos y en el marco temporal, un carácter muy unitario por su insistencia en la marginalidad social. Sus libros son unitarios también por una visión bronca del mundo que combina materiales literarios de muy difícil aleación en un arriesgado pero creativo cóctel: realismo sucio, expresionismo, imaginería metafórica y testimonio social. Una restallante prosa coloquial completa sus rasgos definitorios.



Esta esquemática noticia viene a cuento de dar algunas claves de Talco y bronce, una durísima novela que se mete sin salvavidas en el infrecuente territorio de la delincuencia organizada y la corrupción policial. El argumento, propio de quien gusta contar una buena historia, refiere la actividad frenética de una banda de atracadores y sus relaciones con unos policías envilecidos. En él se explaya la existencia al límite de los jóvenes delincuentes, faltos de norte ético y sumidos en un sinsentido vital que varios neutralizan con las drogas. Esta línea ilustra la trágica espiral de violencia que arrastra a los marginados sociales. En paralelo, el motivo de la violencia se fija en el crimen impune. El contexto histórico es el de la España crispada política y socialmente de comienzos de los años 80, marcado por las tensiones dentro de la policía reticente a las exigencias democráticas que tan bien recreó Isaac Montero en Pájaro en una tormenta y pautado por las músicas del momento, que funcionan como banda sonora de la acción. Un miembro de la pandilla, El Nani, cuyas acciones criminales reproducen las de Santiago Corella, el legendario delincuente de igual apodo desaparecido en 1983, aporta dramático verismo a la impactante estampa de época que evoca el autor. Además, un narrador identificable con el propio autor añade precisiones informativas en notas a pie de página.



Pero entender Talco y bronce como si fuera una especie de novela histórica contemporánea sería minimizar su alcance. Sin rebajar el testimonio de degradación social, la novela tiene el aliento y la envergadura de una tragedia acerca del destino de algunos seres humanos marcados por un fatum inesquivable. La novela se encarga de subrayar este sentido con insistentes apelaciones al azar. Dicha tragedia se articula en torno a una potente historia de amor entre el jefe de la banda, El Chuqueli, y su pareja, La Malata. Se abre así la peripecia a una indagación psicologista de gran hondura entre caracteres muy complejos. Crea Montero Glez unos seres imaginarios que dejan profunda huella por el modo en que descubre una intimidad conflictiva, anidada en secretos oscuros, con un pie en la impiedad y el lado salvaje de nuestra naturaleza y otro en el desvalimiento, la soledad, el miedo. La historia de una venganza justiciera referida deja un impactante retrato de desamparo humano.



Esta visión existencialista de la vida se muestra con el peculiar registro estilístico de Montero Glez, que remite, con todas las salvedades que se quieran, al llamado tremendismo de la alta posguerra. El autor acumula violencia, escatología, sexo transgresor y casquería variada. El léxico conversacional de la clase baja acoge voces de jerga y germanía y la sintaxis sintética produce la comunicabilidad del relato oral. El enfoque narrativo suelda con rara fortuna el objetivismo distanciador de cierta novela negra, la exposición cortante de los episodios y el comentario explícito de los sucesos. Los personajes tienen una caracterización redonda, lograda con recursos más finos que la convencional descripción. La trama se desarrolla con un dominio absoluto de los avances y retrocesos del relato, trenzado con escenas de vigorosa concisión.



Esta madeja de aciertos se corona con un final imprevisible que no es un ingenioso golpe de efecto sino una súbita iluminación del demoledor sentido -podríamos decir mensaje- de Talco y bronce, que no debo detallar aquí. Con este excelente thriller criminal consigue el inclasificable Montero Glez su mejor novela, la que revalida los buenos augurios que había suscitadoa.