William Ospina. Foto: Antonio Moreno

Literatura Random House. Barcelona, 2015. 304 páginas, 18'90 €

Según el cálido tópico establecido por George Steiner, la cultura europea se hace (se debate) en los cafés; en cambio, parece que sus monstruos, míticos o muy tangibles, presentan cierta tendencia a tomar forma en villas apartadas. Fue en la ginebrina Villa Diodati donde se reunieron cuatro figuras fundamentales (Percy y Mary Shelley, Lord Byron y el doctor Polidori, a quienes hay que añadir a Clara Clairmont y la presencia intermitente de Matthew Lewis) para construir involuntariamente un doble mito: el de la misma reunión, que el tiempo ha convertido en un momento clave del romanticismo fantasmagórico; y el de la criatura de Frankenstein, elaboración cuya autora empezó a intuir en esa estancia de 1816. Es decir, El año del verano que nunca llegó al que alude el título de la novela que acaba de editar el colombiano Wiliam Ospina (Padua, Tolima, 1954). Ospina llega a las librerías por partida doble, puesto que Navona publica también su colección de ensayos literarios La lámpara maravillosa.



El libro que nos ocupa muestra la investigación que un personaje llamado William Ospina lleva a cabo en torno a las vidas y obras de los implicados en esos días de 1816, de modo que ante el lector se combinan al menos dos planos: la recreación de unos hechos históricos y los pasos que el escritor da para recrearlos. El narrador confiesa el carácter obsesivo de su relación con las vidas de los Shelley, Byron & compañía, e incluso insinúa que muchas veces "era el tema el que venía buscándome". Genéricamente, el libro es misceláneo: ¿novela, non-fiction, ensayo, diario? En el arranque del libro, que tal vez sean sus mejores páginas, aparece una imagen carismática: en 1816, la erupción de un volcán en los mares del sur provocó el estado alucinado de los ocupantes de Villa Diodati (y por extensión, de medio mundo). Quiere decirse pues que todo influye en todo, que la investigación acabará revelando un timbre creativo propio inseparable de una historia lejana; y que escribir y leer no son sino investigaciones.



Ahora bien, el primer problema para el lector es que ya conoce todas estas melodías: la historia del nacimiento del mito de Frankenstein, como el mismo narrador confiesa, ha sido ya contada mil veces, y la erudición de El año del verano que nunca llegó es tan confiable como canónica y secundaria. La presencia del escritor y su largo escribir el libro que leemos es un cliché contemporáneo, agudizado en este caso por sus ortodoxos viajes; la relativa indefinición genérica no va a hacer por sí sola que un libro nos interese. Arquitectónicamente, la obra se sostiene sobre la base de las sincronicidades (por decirlo como si fuéramos jungianos o psicomagos) que el narrador cree detectar entre la investigación y su propia vida, esas coincidencias y conexiones misteriosas que revelarían una insospechada elegancia de significado. Pero esas sincronicidades resultan planas, narrativamente autocomplacientes. Algunos ejemplos: el narrador recuerda que fue vendedor callejero de France-Soir el mismo día que ese diario sale a la calle por última vez; la familia Byron tuvo conexión con Argentina, y el narrador también; etc. Son hilos demasiado tenues, poco reveladores para el lector. Narrar siempre es un capricho, pero estos son caprichos un poco invertebrados.



Siendo razonable lo que aquí se dice sobre el conflicto decimonónico entre el romanticismo y la razón, desde el punto de vista de las ideas no hay nada renovador. Y así, queda todo a expensas de la mirada proyectada, pero en demasiadas ocasiones el estilo lírico del libro deriva hacia lo que, en términos estrictamente técnicos, cabe calificar de cursi. Que la geómetra y matemática Annabella descubra "amargamente que las variables de Byron no cabían en ninguna fórmula", que se nos diga que Shelley y Mary se aman, "es decir, que se conocen desde la eternidad", o que se nos subraye "cómo es verdad que en este mundo produce más desolación la fuga de un ángel que la partida de un demonio", son pasajes que sólo cabría entender como apuesta conscientemente kitsch o como ejercicio arriesgado de inocencia estilística. Lo primero no es; lo segundo, si es, resulta fallido.