Carolina Sanín
Los niños, de Carolina Sanín (Bogotá, 1973), es un libro extraño ya desde el título donde aparece un plural cuando solo hay un niño protagonista. No sabemos si el término incluye a algún otro que aparece de forma esporádica, si tiene un carácter genérico o si engloba también a la coprotagonista femenina a pesar de que ha rebasado con creces la infancia. Pero no es esto lo único indeterminado y confuso de la obra.Una noche cualquiera, aparece un niño ante la casa de Laura Romero, exlocutora de la hora telefónica, rentista de una mina de sal y asistenta por horas de un matrimonio de ancianos. Se desconoce de dónde viene y quién es. Ella tiene la existencia plácida y monótona de quien vive sola y sin responsabilidades familiares. La presencia de ese niño es sorprendente, aunque quizá en algún momento Laura pudo haber tenido el deseo remoto de tener un hijo. De hecho, alguien que cuida los carros frente al supermercado que frecuenta le ofrece un niño en los albores del relato. Lo que no queda claro es si la propuesta es real o fruto de la imaginación de Laura. Al poco tiempo, el niño -Fidel- desaparece de la vida de la mujer de forma casi tan extraña a como apareció en ella, hasta que, pasado el tiempo, los dos vuelven a encuentrarse. En ningún momento son nítidos los sentimientos entre ambos.
Casi todo en el texto resulta indefinido y falto de certidumbre porque la historia está contada por un narrador poco fiable que desconoce gran parte de lo que refiere, un relator cuyas atribuciones son opuestas a las de un omnisciente. Esta voz desinformada se convierte en clave para entender una historia que es conscientemente abierta y que está plagada de huecos, imprecisiones y preguntas sin respuesta o con respuesta múltiple. El problema es que esa indeterminación resulta excesiva y muchas veces injustificada. Por eso Los niños es una novela que parece siempre a punto de empezar o que apenas avanza, como simbólicamente tampoco avanza Laura en la lectura de Moby Dick a lo largo del relato.
Detrás de Los niños está Dickens -fundamentalmente su obra Grandes esperanzas- y todas las historias de huérfanos vapuleados por la vida, como también lo está el testimonio de una neurosis infantil -El hombre de los lobos- publicado por Freud en 1918. Pero sobre todo, en la obra late el espíritu que John Cassavetes imprime en la película Gloria: la misma indeterminación, la misma sensación de melancolía, idéntico efecto de insensatez y de incoherencia vitales y parecida impresión intrigante de la historia, como si, en vano, algo significativo estuviera siempre a punto de ser revelado.