Joaquín Berges. Foto: Carlos Urzaizqui

Tusquets. Barcelona, 2015. 271 páginas, 18'50 €

No cabe apelar a las convenciones de la lógica para presentar el estrafalario enredo que se desarrolla detrás del quinto título de Joaquín Berges (Zaragoza, 1965), quien ha dado ya muestras de un ingenio tremendo para el difícil género de la comedia en Vive como puedas (2011) y Un estado del malestar (2012), precursoras de este último, Nadie es perfecto, título demostrativo del empeño por reconocer su admiración hacia las mejores comedias del cine americano. Aunque lo que concita va más allá de todo pronóstico, pues podemos leer las intenciones de un vodevil intrascendente, divertido y entretenido, cuyo fin es provocar, eso sí, hilaridad y admiración frente al despliegue escénico que acoge una trama de auténtica opereta, inverosímil y disparatada, sembrada de diálogos que sirven de recurso puente al desarrollo de las situaciones más absurdas entre los personajes más dispares.



Pero vayamos al centro de la cuestión, que no es únicamente ensalzar el talento de un escritor ingenioso, procaz y con un sentido del humor muy peculiar, sedimentado, todo ello, en una curtida experiencia lectora y en un manejo del lenguaje audaz y brillante (los nombres de los personajes testimonian las relaciones semánticas que entran en juego en un discurso que representa un valor en sí mismo, y un motivo de diversión garantizada), con el que conquistará a los más escépticos ante este tipo de lecturas (imposible reprimir la carcajada en más de una ocasión).



La cuestión está en lo inaudito del argumento, del que no daremos más pistas que las necesarias para tomar nota de lo que la intriga depara: cuenta el narrador protagonista, un nada común detective llamado Rhett Bull, su estancia de poco más de cinco días en una mansión de la campiña inglesa, Kenwood Manor, invitado por su dueña, Lady Whirpool, sin conocerle de nada, con ocasión del cumpleaños de su esposo, para encomendarle la misión de descubrir (no desvelaremos cómo) quién fue el padre de sus tres hijos, consciente de su pasado frívolo y preocupada por si alguien impugna la herencia en el futuro.



Durante ese tiempo el singular detective suma sus excentricidades (¡incontables!) a las de quienes ocupan la mansión -un mayordomo impertérrito, un científico a la caza de "lactobacillus", el General Motors con las manos siempre ensangrentadas, y un largo etcétera-, descubre secretos nunca confesados, asiste al rodaje de una película pornográfica en la planta abierta a los turistas, se enamora de una actriz porno... En fin, es tan rápida e inesperada la sucesión de escenas y equívocos que se impone la diversión por encima de juicios sobre la construcción argumental, que si vacila en algún momento nunca decae, en virtud de tanto diálogo de opereta forjando el despliegue de una desternillante parodia.