El bar de las grandes esperanzas
J.R. Moehringer
2 octubre, 2015 02:00J.R. Moehringer
Aquí puedes leer el primer capítulo de El bar de las grandes esperanzas
Si uno mira el currículo de Moehringer (licenciado en la universidad de Yale, premio Pulitzer, colaborador del New York Times) o incluso la foto que de él aparece en la solapa (ese pelo brillante, esa sonrisa profidén, ese jersey azul marino de niño bueno), podrá pensar que se trata de un WASP y seguramente le cueste creer que pueda empatizar con su relato una vez sepa que éste es autobiográfico. Craso error sería no leer este libro bajo esa sospecha, primero porque las apariencias siempre engañan (ya se encargará Moehringer de contar cómo de penoso fue su paso por Yale o el New York Times) y, segundo, porque creo que la honestidad con la que está escrita la novela es capaz de desmontar al más engreído de los lectores.
Hay un hecho crucial que marca toda la vida de Moehringer y es la ausencia del padre. Un padre violento y despreocupado al que solo puede acceder a través del transistor, pues se gana la vida como pinchadiscos en una emisora local. Una voz que el niño Moehringer busca desesperadamente en el dial, a escondidas de su madre, en una imagen tierna y dolorosa que define perfectamente cómo será la futura relación entre padre e hijo. Si se destaca esta circunstancia no es tanto por justificar los traumas de la niñez del protagonista como por ser el origen de toda la mitología que sobrevuela esta novela (me atrevería a decir que) eminentemente masculina. Podría argumentarse que el concepto de masculinidad que se masca en las páginas de El bar de las grandes esperanzas roza el cliché (sin olvidar nunca, claro, que en los clichés abunda la verdad), y se encuentra enormemente tamizado por la cultura norteamericana. Así, el joven Moehringer buscará inconscientemente un sustituto de la figura paterna tras el fracaso de su primer amor adolescente, en su primera visita al Shea Stadium o el día de su graduación, encontrando siempre consuelo a estas tribulaciones en el bar Dickens, un antro de la zona en el que uno querría quedarse a vivir para siempre.
"A veces el bar me parecía el mejor sitio del mundo, y otras creía que era el mundo entero": con estas palabras, Moehringer nos enseña la otra pata sobre la que pivota su historia, pues el Dickens hará las veces de contrapunto vital, compensando los excesos o las deficiencias que depara la vida académica y profesional. Sin ironías, Moehringer hará proselitismo de la cultura de bar, de lo que los cursis llaman "la universidad de la vida", y erigirá a Frank Sinatra como filósofo y poeta particular. De esta forma, el texto de Moehringer se separa de otros recientes, como Abluciones (2009) de Patrick de Witt, en el que el bar hacía las veces de mero confesionario o vertedero de ilusiones. El bar para Moehringer es una escuela, y sus habitantes (los más estrafalarios y desubicados personajes) acumulan a sus espaldas suficientes experiencias como para tumbar en conocimientos al más erudito de los profesores.
Se convierte así esta novela en un cántico a la gente de verdad, en una bildungsroman de las cosas que verdaderamente importan. ¿Cómo se consigue esto, cómo se sortean todos los tópicos, cómo se trasciende de la autoficción? Curiosamente aplicando a la narración el lema de Yale: lux et veritas. Con una mirada limpia, sensible, luminosa, sin cinismos ni moralinas, que hace que no creas ni una sola palabra de las que escribe aquí Moehringer y, sin embargo, te emociones con su veracidad. Todo es tan aparentemente simple en esta novela que cuesta discernir si lo que ofrece es literatura; a cambio puedo garantizar que hacía mucho tiempo que un libro no me atrapaba de esta forma.
@FranGMatute