Abilio Estévez. Foto: Archivo
Aquí puedes leer el comienzo de Archipiélagos
El anciano narrador, José Isabel Masó, recuerda, desde su actual residencia estadounidense en Vermont, sucesos acaecidos setenta años antes, en los días de la caída del dictador Machado en 1933, de los cuales fue testigo siendo adolescente en Marianao (lugar, por cierto, próximo a La Habana donde nació el propio autor; otros guiños como la estancia del personaje en Barcelona o Palma de Mallorca añaden al libro un autobiografismo simbólico).
José Isabel rememora ante todo un ambiente: ecos confusos de algo grave que ocurre en la capital durante aquellos tres días de agosto, tiros esporádicos, búsqueda de asilo de un cómplice del déspota, peligro difuso, miedo, una huelga general, locales cerrados... Todo ello como situaciones aisladas y que desfilan con el escaso nexo narrativo de la muerte de un joven en la laguna local que presenció el narrador. Un amplio repertorio de personajes un tanto pintorescos se mueven por la novela: la cascarrabias abuela de José Isabel, un exboxeador, una antigua esclava negra, el dueño de una fonda, una misteriosa camarera, un alto y rico militar, una cantante de boleros de origen canario... Se trata de historias sueltas con incursiones en el pasado que dan origen a un retrato coral disperso porque Abilio Estévez rechaza que la vida se manifieste como un entramado orgánico. Piensa, igual que Baroja, que la existencia carece de argumento y que la sólida arquitectura de relaciones y causas solo se da en las bien trabadas novelas decimonónicas. Por eso se dedica a relatar sueltas las andanzas, desvelos, manías y obsesiones de esa pequeña colmena habanera.
A falta de trama, en Archipiélagos encontramos un generoso racimo de curiosas anécdotas. En ellas se muestran un dilatado repertorio de inquietudes y comportamientos: el acceso a la madurez (en cierto modo, es una narración de aprendizaje), el amor, la muerte, la solidaridad, la esperanza, el fracaso, el dolor... Un narrador omnisciente que controla todo el relato interviene con frecuencia para enhebrar los hilos dispersos y le da sentido a la fábula por su valoración retrospectiva de los sucesos. Ese narrador, muy culto, habla con prosa musical de literatura y cine y hace una entusiasta defensa de las virtudes de la lectura. Su visión de la realidad, por otra parte, enriquece el realismo de antaño con apuntes que sobrepasan la copia verista: no puede hablarse de un realismo mágico a lo Macondo, pero sí que un fondo legendario galvaniza la presentación costumbrista del mundo.
La deliberada ausencia de una trama firme tiene la ventaja de desencorsetar la novela de rigideces argumentales y de producir un fresco vivo, palpitante por el interés de las anécdotas y por la galería de originales y magníficos tipos que las encarnan. Pero supone un inconveniente: al no poner puertas al campo de lo que sucede, y al ser el autor gran aficionado al viejo arte de contar, la narración se expande un tanto sin control. Por ello resulta demasiado extensa, y algo prolija por exceso de materia, aunque esta sea en sí misma excelente. Abilio Estévez habría conseguido mejor el empeño de convertir lo concreto cubano en máscara de nuestra naturaleza con un criterio selectivo mayor.