Manuel Rivas. Foto: Iñaki Andrés
El título de la nueva novela de Manuel Rivas (La Coruña, 1957), El último día de Terranova, induce adrede al equívoco: no se trata de la extinción de la isla ártica por la amenaza del clima sino del peligro de cierre de la librería coruñesa así llamada por desahucio (otra cuenta más en el rosario de testimonios literarios de una crisis económica salida de la especulación rampante). La librería alcanza la dimensión de isla metafórica de la libertad y adquiere casi vida propia.La memoria del actual propietario convoca a un amplio número de personajes vinculados con ese establecimiento de medio siglo largo de existencia. El anciano Vicenzo Fontana se remonta en el tiempo hasta la alta posguerra y su emocionada y vibrante evocación genera una de las más explícitas piezas del subgénero narrativo de la memoria histórica.
El lector tardará, sin embargo, en percibir esta firme línea argumental porque la novela responde a una concepción vanguardista que no progresa en orden lineal y mezcla diversos espacios situados en Galicia, Madrid y Buenos Aires. Esta estructura fragmentada con saltos y elipsis que requieren un esfuerzo de atención algo excesivo produce un caleidoscopio anecdótico de inspiración más poemática que narrativa. En él percibimos un gozoso cajón de historias. La del propio Vicenzo jalonada por la poliomielitis infantil, por la simpática rebeldía juvenil que le llevó a ser letrista de una banda roquera y por su entrega en cuerpo y alma a Terranova. La de su familia, los padres, fundadores de la librería, y un tío carnal, curioso espécimen de culto a toda irreverencia surrealista. O la de una extraña chica, Garúa, fugitiva de la represión militar argentina. Y otras curiosas peripecias más.
Esta constelación anecdótica tiene un doble norte. Por una parte, la denuncia de la intolerancia y del fanatismo, evidentes en la represión y la violencia ejercidas por los dictadores y sus secuaces, de lo que se dan cuantiosas muestras (crímenes, persecuciones, censura). Por la otra parte, una celebración exultante de la literatura y de la cultura. Ambos motivos confluyen en la simbólica Terranova: baluarte de la creación en libertad (en la librería se puede acceder a los libros clandestinos y a los autores prohibidos por el franquismo) y refugio de la disidencia.
Un extremado culturalismo impregna El último día de Terranova. Las referencias literarias son incontables, muchas de ellas con un claro propósito de homenaje y reivindicación. Toda la novela vibra de entusiasmo libresco. Se celebran autores, obras y empresas culturales. Esta intención resulta, aunque benemérita, desmedida. Fatiga la acumulación de libros citados, de escritores nombrados con énfasis y de guiños literarios. Semejante redundancia reduce mucho la tensión emocional de la que brota este fervoroso canto de la cultura humanística. Tal alegato es el gran valor de la novela. Su inopinado desenlace, donde se intuye la posible salvación de Terranova, implica un acto de fe en el futuro. Ante el desprecio que amenaza lo mejor de nuestra civilización, Rivas lanza una valiente e impagable señal de esperanza.