Image: El niño descalzo

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Novela

El niño descalzo

Juan Cruz

15 enero, 2016 01:00

Juan Cruz. Foto: Antonio Heredia

Alfaguara. Madrid, 2015. 303 páginas., 17'90€

La abrupta ruptura que supone la trayectoria narrativa global de Juan Cruz Ruiz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948) se puede resumir con mucha brevedad: ha pasado de una prosa intelectual y abstracta a unos enunciados comunicativos y emocionales. En una primera época, en los amenes del franquismo, la de Crónica de la nada hecha pedazos o Naranja, compartió el arduo experimentalismo del momento. Luego se ha inclinado por una escritura intimista con un fuerte contenido autobiográfico: La foto de los suecos, Retrato de un hombre desnudo u Ojalá octubre. A esta segunda pertenece El niño descalzo.

El niño descalzo del título (en contraste con el niño calzado que fue el propio Juan Cruz por el miedo materno a la enfermedad) es Oliver, el nieto del autor. Al niño de tres años le dirige, a modo de carta fechada en 2015, cuando Cruz ha avanzado en la sesentena, las reflexiones que le suscitan el descubrimiento del mundo por el chico, y que este leerá, quizás, algún día, cuando todo sea memoria inscrita en la lápida del tiempo. La circunstancia propicia el rescate del pasado y se desdobla también en metafóricas cartas a la hija, Eva, madre del niño, y a los padres del autor. Un círculo familiar que trae con vivacidad la percepción de la vida como encadenamiento de generaciones a la que Clarín tanta importancia daba y que fantaseó con intensidad.

De este modo, un relato memorialístico con frecuentes noticias profesionales que acogen un canto al periodismo y sobre conocidos personajes públicos del mundillo cultural se convierte en algo de mayor enjundia, en una reflexión casi existencial (no por casualidad cita a Camus) acerca de la felicidad, el amor, la soledad, la enfermedad, la amistad... Todo gravitando en torno al tiempo y sus injurias, y en consecuencia de la muerte, con un agudo sentido del efímero recorrido de la existencia. Pero este mensaje no cae en desgarros metafísicos sino que conjuga perspectivas complementarias. Por un lado, una melancolía suave por el tiempo ido. Por otro, la desnuda pregunta por el destino: "qué fue de todo esto cuando ya todo esto sea exactamente el pasado". A lo uno y lo otro el afanoso vivir del autor opone la triaca de un vitalismo intenso.

El confesado hábito de "escribir siempre como un autómata" se refleja en una prosa abundante en enumeraciones y reiteraciones algo excesivas. Ello procede del énfasis de fondo sobre el que se levanta una confesión cordial a la que se añaden, además, ráfagas de tensión poemática. La materia vivencial se prestaba a la caída en ternurismos y sentimentalinas, pero Juan Cruz controla estos peligrosos flancos para ofrecer una visión del mundo a la vez distanciada y cálida. No solo los abuelos encontrarán en ella el espejo de vivencias propias y universales.