Joaquín Pérez Azaústre. Foto: Archivo
La última novela de Joaquín Pérez Azaústre (Córdoba, 1976), tras la relativamente desconcertante Los nadadores, es otra novela relativamente desconcertante, al menos por el modo en que amaga con ser una cosa en sus primeras páginas y se lanza después a ser otra distinta, que resonaba desde el primer momento sin saberlo el lector. El efecto es sutil, deliberado, y es uno de los varios factores que convierten Corazones en la oscuridad en una propuesta de personalidad muy definida.En su arranque, el centro de la narración parece ocuparlo un personaje femenino duro, antigua competidora de full-contact, ahora segurata en un aparcamiento subterráneo, una enterrada en vida a causa de algún tipo de trauma que pronto se nos revelará: una ausencia. En estas páginas, Nora conduce la novela por un territorio urbano, muy físico, cargado de una agresividad cercana a la atmósfera negra o a la suciedad de una novela de gimnasio. Pero muy pronto, un interludio fantasmagórico, onírico, va dando paso a una historia familiar, y Corazones en la oscuridad vuelve la vista al presente anciano y el pasado libre de la madre de Nora y unos amigos suyos (una pareja de actores; es curiosa la insistencia del catálogo de Anagrama, tras Marta Sanz y Gutiérrez Aragón, en señalar esa profesión como reveladora de realidades contemporáneas).
Poco a poco, nos adentramos en un delicado terreno que combina el realismo de las atmósferas y los apuntes sociológicos, una arquitectura narrativa y simbólica cercana al melodrama (a fin de cuentas, es lo que podría anunciar el título), y la voluntad de lograr que los espacios cuajen en forma de ideas. En este último sentido, el más notable es una urbanización medio deshabitada junto a la autopista del aeropuerto, un escenario casi ballardiano pero, al mismo tiempo, desoladoramente costumbrista en la España contemporánea; tanto, que reaparece de tanto en tanto en narradores de lo más dispares. Y aunque ya habrán advertido que me niego a destripar la trama, digamos que en el centro de todo opera el clásico mecanismo del viejo documento secreto encontrado en el domicilio familiar.
Pérez Azaústre habla pues de vidas en el tiempo, del contraste entre la pasión de juventud y la construcción de la cotidianidad y, sobre todo, de las correspondencias secretas entre las vidas de las generaciones de una familia, como si hubiera ciclos condenados a repetirse o al menos comunicarse; como si una madre y una hija pudieran habitar el mismo mito, aunque en silencio. Y lo hace sirviéndose de un sentido agudo del diálogo y de una prosa que los críticos, encorsetados por las setecientas palabras de una reseña, estamos abocados a calificar de poética: metafórica, muy atenta a la peripecia interior de sus personajes, evocadora en la observación de objetos y gestos.
La novela está puntuada por alusiones a El pato salvaje de Henrik Ibsen, y la referencia no puede resultar más oportuna, ni más clara: por la preeminencia femenina, por el teatro, por las expectativas truncadas y sobrellevadas. Hay ocasiones en que el juego de espejos con el noruego es un poco excesivamente obvio (la urbanización aludida se llama, eh, El pato salvaje…), pero la construcción general es elegante. La otra referencia culta reiterada es la de Magritte, el pintor del beso velado, alusión surrealista oportuna en una historia que lo es, también, de fantasmas: "toda historia de amor es una historia de fantasmas", dijeron, al parecer, Christina Stead y David Foster Wallace.
Con un final soñado, acuático, que podría filmar un cineasta italiano y en el que no es descabellado intuir una rima con Los nadadores, Corazones en la oscuridad acaba por resultar una novela firme en sus propósitos, con una poética en voz baja poco dada a la concesión generacional: una poética, vaya, que va a su bola. "En la generalidad de cualquier existencia", leemos aquí, "no hay demasiados episodios extraordinarios, ni las piezas encajan, sino que se deshacen y se pierden en una conjunción de ausencia y soledad".
Y sin embargo, lo que menos me entusiasma del libro es que, en ocasiones, su voluntad dramática lo lleva a rozar el encaje perfecto de los componentes de la trama. No es tanto un error como algo innecesario, puesto que estas páginas se mueven muy bien en el territorio de los sobreentendidos. Por lo demás, su lectura no está exenta de dolor y revelación si a uno le da por mirarse en su espejo. Quiero decir, claro, que vale la pena.