Jesús Ruiz Mantilla (Salamanca, 1965), estrena en esta novela la voluntad de integrar vivencias de su infancia en el paisaje de la España de la transición, las lleva al hotel que sirvió de escenario a su niñez real, y lo convierte en la metáfora con la que articula la estructura sobre la que edifica una narración en dos tiempos, "del pasado al futuro y viceversa". En ella, un narrador poco contenido asume la autoría de cuanto escribe, cuenta el proceso de la novela, y prolonga intromisiones que, en cierto sentido, distraen del interés por la acción del pasado, donde radica el interés del libro. Aunque su presencia no pretende reabrir debates sobre aquellos años, sino recrear, trazar al personaje que le tocó vivir y, por qué no, ajustar cuentas personales con "estancias" nunca del todo cerradas.
Hotel Transición se arrima así a la tradición de los relatos de iniciación, con carácter testimonial y enfoque autobiográfico, y cuyo recurso más significativo consiste en repartir la perspectiva entre la mirada del niño (Chucho), atenta a los gestos que le iban mostrando el territorio personal, familiar y social representado por quienes vivían, trabajaban o se alojaban en el hotel, y la del adulto, que aporta la rabia, el tono nostálgico. Cada "planta" acoge una etapa del proceso de cambio gestado entre el franquismo y la democracia, en paralelo al que se da entre la infancia y adolescencia del protagonista. Su argumento discurre en una ciudad del norte de España, y su mirada solo sale del hotel para hacerse eco de nombres que llegan desde fuera, a través de los de dentro, y de las relaciones humanas entre los más próximos. Son las historias que orbitan alrededor de unos y otros las que transmiten con acierto la confrontación entre la generación de los abuelos y el nuevo estado de ánimo de quienes fueron niños en la posguerra. Son estas las que entregan, al final, una lectura amable, abierta a todos, al convertir el libro en una estancia en la que es fácil acomodarse.
El veterano periodista y escritor
Hotel Transición se arrima así a la tradición de los relatos de iniciación, con carácter testimonial y enfoque autobiográfico, y cuyo recurso más significativo consiste en repartir la perspectiva entre la mirada del niño (Chucho), atenta a los gestos que le iban mostrando el territorio personal, familiar y social representado por quienes vivían, trabajaban o se alojaban en el hotel, y la del adulto, que aporta la rabia, el tono nostálgico. Cada "planta" acoge una etapa del proceso de cambio gestado entre el franquismo y la democracia, en paralelo al que se da entre la infancia y adolescencia del protagonista. Su argumento discurre en una ciudad del norte de España, y su mirada solo sale del hotel para hacerse eco de nombres que llegan desde fuera, a través de los de dentro, y de las relaciones humanas entre los más próximos. Son las historias que orbitan alrededor de unos y otros las que transmiten con acierto la confrontación entre la generación de los abuelos y el nuevo estado de ánimo de quienes fueron niños en la posguerra. Son estas las que entregan, al final, una lectura amable, abierta a todos, al convertir el libro en una estancia en la que es fácil acomodarse.