Rafael Reig. Foto: Justy García Koch

Tusquets. Barcelona, 2016. 384 páginas, 19'50€. Ebook: 12'99€

Hace diez años, o diez años y un mes, el novelista Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963) publicaba un Manual de literatura para caníbales que arrancaba en Espronceda y terminaba, miren qué ojo, con una broma sobre la autoficción. El libro mezclaba la historia de una saga familiar, los Belinchón, con la historia de nuestros escritores, en un registro gamberro que llevó al recién estrenado profesor que entonces era este reseñista a utilizar fragmentos suyos en un aula: al sistema no le importó y los alumnos se preguntaron por qué tanta saña con Azorín, entre risas. Días felices.



El caso es que ahora aparece un libro de Reig subtitulado ‘Manual de literatura para caníbales I' y no ‘II', porque vuelve su mirada a la literatura española medieval y del Siglo de Oro, pero algunas cosas han cambiado. En el país, la crisis ha arrasado muchos consensos, incluyendo los de las jerarquías literarias, bastante menos discutidas hace una década que ahora, y José Carlos Mainer no había escrito su impecable Breve historia de la literatura española. En la literatura de Reig, se ha producido un acendramiento de estilo e intención. En cuanto al nuevo libro, si el anterior se publicó en Debate con un título que incitaba juguetonamente a leerlo como ensayo, este aparece en una colección de ficción y su título, Señales de humo, incita no menos pícaro a leerlo como novela. Todo cierto y no. Si en 2006 seguíamos a muchos belinchones a lo largo de la historia, en 2016 la perspectiva la ofrece un solo personaje que se va encarnando mágicamente en otros a lo largo de la historia. Es una estrategia más condensada para un libro que dedica mayor detenimiento a la lectura de los clásicos de los que habla.



A los mandos, como narrador y protagonista, hay un catedrático de literatura, pero uno que fue suicida adolescente y viajó a través del tiempo para conocer a monarcas y escritores. "Es la muerte lo que da autoridad a cualquier narración", dijo Benjamin y cita Reig en los dos manuales, señalando uno de sus motores; otro es el sexo. Otro, la voluntad política y estética de reivindicar la raíz popular de lo literario, fustigar a los intelectuales y mandarines, recordar que no hay ingenio ni pirueta estilística que valga si no vale contra el poder, que las "representaciones imaginarias" (que es su definición de la Historia de la Literatura) deben servir para liberar y tomar conciencia. Por eso reivindica las Rimas de Tomé de Burguillos de Lope pero carga contra Petrarca, cuya exaltación del mundo interior habría contribuido a diluir la conciencia de clase según una síntesis histórica tan discutible como llamativa y estimulante. Por eso puede permitirse conectar al Cid con Liberty Valance o Blackwater, la Edad Media con Abuh Grahib, Villon con Marx, Garcilaso con Duncan Dhu. Por eso se posiciona frente a los clásicos, sin que le gusten todos por igual, sin tabula rasa.



Señales de humo, que por cierto también puede leerse como una historia de los profesores e hispanistas del siglo XX (una vez consigna la "amabilidad abacial" de Lázaro Carreter, ya no dejan de hacer sus cameos), es sobre todo una defensa de la lectura como método para aprender a vivir la vida con valor y hasta con infancia. De allí, y de su mirada al erotismo como buenísimo amor, salen sus páginas más genuinas, desprovistas de cinismo, generosas. Dudo que sea obligado compartir en todo sus posiciones sobre Cervantes, Quevedo, Lope, Juan de Mena, Garcilaso, lo culto y lo popular, la Literatura misma. Supongo que cabe que a alguien no le diviertan sus chistes sobre individuos que no saben que son Historia ("¿sabes que mañana se acaba la Edad Media?") o sus irreverencias de estilo o estructura (esa parodia del Lazarillo). Pero desde luego son señales de humo, porque algo quema en estas páginas.