Eduardo Galeano. Foto: Archivo

Siglo XXI. Madrid, 2016. 269 páginas, 20€

Para empezar, poco queda que añadir a todo lo ya escrito sobre el cronista, el ensayista, el poeta, "el cazador de historias" que fue el uruguayo Eduardo Galeano, referencia imprescindible de la Literatura Latinoa-mericana desde el último cuarto del siglo XX. Recordar que nació y murió en Montevideo, (1940-2015), aunque vivió parte de su exilio en España (de 1976 a 1985); encontró su voz adoptando la de los invisibles, esquivando etiquetas genéricas reductoras, yendo y viniendo del relato al informe, del cuento a la crónica y de esta a la poesía y la historia, y sumando audacia y creatividad a un modo intuitivo, inteligente y audaz de interpretar y recrear realidades sociales y humanas. Prueba de esa irrepetible personalidad creadora son dos títulos a los que vuelven siempre sus lectores: la trilogía Memoria del fuego (1982-1986) y el libro Las venas abiertas de América Latina (1971).



Alguien escribió sobre él que es "de los que arriesgan el cuello con cada palabra", y nada más acertado. De ello no es mal ejemplo este último título, El cazador de historias, recién publicado, aunque preparado y dispuesto por él mismo, con el añadido de una veintena de historias sueltas, pensadas para formar parte de un nuevo libro, más un puñado de textos que retratan su ideario, por eso cierran el volumen con el título de un poema con el que le hubiera gustado acabar: "Quise, quiero, quisiera". El conjunto puede leerse como uno más de sus libros, cuidado en todos sus pormenores, que representa una estupenda muestra de su pasión por contar, interpretar y recrear "la historia grande desde la historia chica", de escribir sobre su vida, su patria, su obra, en textos sobrios y sugerentes, cada uno con un enunciado que deposita en el lector su sentido.



En realidad, trata de lo que siempre le ocupó como narrador, de sus preocupaciones sobre la vida, la muerte, la identidad, la civilización ("En algún lugar de alguna selva, alguien comentó: qué raros son los civilizados. Todos tienen relojes y ninguno tiene tiempo"). Del hombre "que quiso ser jugador de fútbol", y "fue el mejor de los mejores, pero solo en sueños". Del escritor incapaz de ser neutral. De su conciencia de la palabra y su modo de responder fabulando a tantas preguntas sin respuesta ("Las Estrellas", "Mudos", "Sordos"). De tanto como aprendió en los cafés de Montevideo, donde descubrió que "el pasado podía ser presente y que la memoria podía ser contada de tal manera que dejara de ser ayer para convertirse en ahora".



Retales, en suma, de su biografía y de su poética, donde no podían faltar el magisterio de Monteiro Lobato, la admiración por Sartre y su lección sobre el consuelo que hay en esa "pasión inútil que es la escritura", y Onetti, ¡claro!, de quien aprendió que solo "el silencio, que dice callando, enseña a decir". Por lo demás, a este fabulador incansable, capaz de lo difícil que es "escribir sencillo" (en palabras de su nieta) sobre asuntos tan variados y complejos, le debemos, sin duda alguna, cuanto ha escrito.