La casa del dolor ajeno
Julián Herbert
8 julio, 2016 02:00Julián Herbert. Foto: UDP
Es una suerte que en 2016 hayan coincidido dos novedades del mexicano Julián Herbert (Acapulco, 1971) en las librerías españolas, porque la lectura más o menos conjunta de Un mundo infiel (Malpaso) y esta que nos ocupa, La casa del dolor ajeno, permite calibrar la variedad de estrategias y registros que maneja el autor, sin que se desdibuje el papel nuclear que tiene la violencia como factor determinante de una sociedad, en consecuencia también de sus individuos. Si la novela de "vidas cruzadas" que ha publicado Malpaso se caracteriza por un sentido del humor a veces salvaje (ese Mayor desconcertado ante el accidente de uno de sus hombres, que exige a sus otros subordinados encontrar las piernas seccionadas porque "alguna orden tenía que darles, ¿no?") y responde sin aparente conflictividad a la etiqueta de ficción, La casa del dolor ajeno en cambio tiene las hechuras de un texto misceláneo, a ratos crónica y a veces ensayo con bibliografía incorporada, siempre cerca de la autoficción, finalmente novela representativa del momento que atraviesa el género. A fin de cuentas, sólo este mismo año, y sin forzar una conexión que es relativa, otros autores latinoamericanos como Juan Gabriel Vásquez o Martín Caparrós han escrito novelas que enfocan un capítulo de la historia de su país y lo explican involucrando al yo que lo investiga/escribe.Eso hace también Herbert, que recupera un "pequeño genocidio" (la formulación contiene otra ironía salvaje) ocurrido en la floreciente ciudad de Torreón en 1911: en el contexto de la revolución, trescientos chinos fueron aniquilados de un modo cruel y arbitrario a manos de soldados sublevados y ciudadanos convertidos en turba improvisada. Después de que eso ocurriera, se puso en marcha durante décadas la escritura colectiva de otro texto misceláneo, uno que aspira a pasar por historia nacional pero en realidad es "novela nacional" y se elabora por acumulación: "a la negación [del crimen], la calumnia [de las víctimas], el ninguneo, el menosprecio y la verdad a medias se sumó la traición de la palabra empeñada [por parte de las instituciones mexicanas]". Y así, hasta disponer de una patria, aunque de ella (de ellas) pueda decirse lo siguiente: "Qué difícil es caminar por una calle sin que te salgan al paso varias generaciones de esqueletos". Frente a esa "novela" que es la Historia popular, entremezclada con la oficial y diseñada para lavar la cara del país, Julián Herbert planta cien años después su novela, que forzosamente tiene que utilizar estructuras transgenéricas para abrirse paso: si bien es cierto que la idea de mestizaje en narrativa empieza a ser una ortodoxia, este es uno de los casos mejor justificados de la temporada, y resulta pertinente por igual leer las peripecias de Herbert por las calles de Torreón, su manejo de las fuentes históricas preexistentes, los pasajes que recrean sucesos y protagonistas de los hechos, o sus conversaciones accidentales con los taxistas de la región, a quienes pregunta indefectiblemente: ¿usted qué sabe de la matanza de los chinos? La respuesta es siempre la misma, con matices diversos: una desmemoria. Pero es una desmemoria planificada, que responde a lo que el autor califica de "economía de la crueldad". Frente a ello, Herbert escribe "como quien intenta restaurar una antigua pieza cinematográfica para entender de qué se trata un fotograma". No una nueva adaptación de la historia, por seguir con la metáfora de cine, sino un documental. Perfectamente narrativo, eso sí.A ratos crónica y a veces ensayo, siempre cerca de la autoficción, la obra representa el momento que atraviesa la novela
Herbert recrea La Laguna de principios de siglo con hechuras explícitas de western, desgranando las remesas migratorias que iban conformando el paisaje arrebatado a la naturaleza, las corrientes de odio racial que atravesaban esas nuevas sociedades, en fin: su sustrato de intereses, culturas y moral. Demuestra que la sinofobia se había instalado entre los mexicanos mucho antes de la masacre, además de proponer una lectura de los hechos concretos solvente y verosímil, que hace mucho más transversal la culpa y no permite librar a casi nadie del peso de la responsabilidad. Pero su discurso se refiere también al México contemporáneo, esa sociedad en la que uno tiene "que afiliarse a cualquier expresión de la violencia" para ser considerado hombre (la cita es de Un mundo infiel), la misma que este año ha merecido otros libros minuciosamente encarados al horror (aquí hemos reseñado a Volpi y Emiliano Monge). Y ese discurso se articula con una prosa que puede ser quirúrgica en la indagación histórica, luego desinhibida y conversacional al hablar del propio Herbert viviendo o escribiendo, puntualmente poética en flashazos (con préstamos de T.S. Eliot incluidos), o sarcástica y sangrante en repentinas fórmulas contundentes: "Deudas y cadáveres fluyendo como pus".