Gregor von Rezzori

Traducción de José Aníbal Campos. Sexto Piso, 2016. 256 páginas. 20€

¿Es posible escribir una novela que recoja el enorme caudal de sufrimiento liberado por la Segunda Guerra Mundial? En La muerte de mi hermano Abel, Gregor von Rezzori (1914-1998) formula y analiza algunas de las claves de esa tragedia: el asalto contra la razón, el auge de las masas, la mística nacionalista, el caudillismo mesiánico, la exaltación del concepto de cultura frente al impulso civilizador, cosmopolita y desarraigado.



La obra de Rezzori narra el fracaso de Aristides Subicz, incapaz de finalizar su ambiciosa novela tras dos décadas de trabajo, pero ese hecho -aparentemente, nimio e intrascendente- encierra una reflexión que recuerda la tesis de Adorno sobre la poesía: después de Auschwitz, ya no se pueden escribir novelas. Sólo cabe hilvanar fragmentos, apuntes, esbozos.



El genocidio perpetrado por los nazis actúa como una fuerza centrífuga que malogra cualquier intento de hacer inteligible una matanza, cuyo alcance -real y simbólico- sólo puede equipararse con el crimen de Caín. Al igual que Subicz, Rezzori acabó admitiendo que su escritura era un flujo imparable, una totalidad que no podía escindirse en títulos. Por eso, Caín es la continuación -no la segunda parte- de La muerte de mi hermano Abel.



Caín es una continuación o, si se prefiere, una prolongación con tres voces narrativas que se yuxtaponen y confunden, anulando la posibilidad de una perspectiva omnisciente. Rezzori, Aristides y Schwab poseen identidades diferentes, marcadas por el contraste entre lo real y lo imaginario, entre el creador, la criatura y el doble que asume el papel de antagonista, pero esa diferencia se difumina en la escritura, que los reúne y separa mediante un estilo deliberadamente discontinúo, que desborda y pulveriza la trama. La trama ya no es el esqueleto que soporta la narración, sino el lastre que impide llegar hasta el fondo. "La escritura no es sólo vocación y oficio, sino existencia o, en otras palabras, destino". Escribir es un destino porque constituye una forma de ser ineludible, algo impuesto y fatal. El yo que habla en Caín percibe la historia humana como una danza macabra donde una tribu extermina a otra de forma sucesiva. "Y todo ad maiorem Dei gloriam, como tributo de la gleba al gran Mammón". La Shoah es la Capilla Sixtina de esa coreografía, el punto álgido del furor exterminador.



Los nazis plantearon un imperativo aberrante: negar el derecho a la existencia "de lo que no fuera bello", de acuerdo con su peculiar canon estético. Su caída no ha salvado al mundo, pues la violencia no ha desaparecido. No hay redención para la especie humana. La Cruz no limpia la sangre derramada. Sólo pone de manifiesto la "bestialidad inherente" del hombre, de su cultura, que apela a la Sangre y el Suelo, con el pretexto de echar raíces y cumplir una misión histórica.



La literatura tampoco ofrece cobijo ni salvación, pues el lenguaje se limita a extender el velo de Maya sobre los alambres de espino y el relampagueo de las bombas. El régimen nazi ya no existe, pero no se ha producido una catarsis colectiva. La rampa de Auschwitz se empleó para montar la bomba de Hiroshima. El Nuevo Orden se transformó en el archipiélago Gulag o la ficticia paz americana. El presente aún jadea con el aliento homicida de Caín. Los escritores deberían alzar su voz contra el horror, pero la americanización del planeta ha creado una cultura global que acepta la prosecución de las guerras, con el pretexto de propagar la democracia y la sociedad de mercado. Ya no hay escritores, sino mandarines, escrupulosos funcionarios de un nuevo imperio. "¿Es para eso para lo que hemos sido elegidos los que escribimos? ¡¿Para no decir la verdad jamás?!", se pregunta Rezzori. "¡Conmigo que no cuenten!", responde con contundencia, casi como si se despidiera de la literatura.



Caín es la novela -o antinovela- del día después. De las ruinas humeantes de las ciudades europeas calcinadas por las bombas, surge un mundo nuevo, pero no se trata de una hermosa utopía, sino de una nueva versión de la voluntad de poder. Europa suspira tranquila porque ya no es un escenario de guerra, sin querer admitir que continúa produciendo violencia en otras latitudes.



Publicada póstumamente, Caín no transige con la esperanza. Se nace con la maldición de ser hombre. Abel muere una y otra vez. Es el eterno retorno de lo terrible, una melodía a la cual sólo puede oponer una escritura fragmentaria y una conciencia que maldice su propia lucidez.



@Rafael_Narbona