2016 ha agrandado la relación de la narrativa en lengua española con la ciudad de Barcelona desde perspectivas diversas: Antonio Soler y Juan Miñana han buceado en su historia, José Carlos Llop y Marcos Ordóñez en la vinculación de su generación, protagonista de la Transición, con ese escenario urbano, y Miqui Otero planteó otro relato generacional, notable y que guardaba relación directa con la memoria de este reseñista, con Rayos (Blackie Books).
Ahora, Juan Pablo Villalobos (Ciudad de México, 1973) publica No voy a pedirle a nadie que me crea, que entre otras muchas cosas es un juego tan lúdico como perverso con otra tradición, la de la mirada latinoamericana en Barcelona. En la novela, Villalobos obtiene una beca para estudiar un doctorado en Literatura en la Universidad Autónoma, algo que de pronto, y del modo más estrafalario, lo convierte en candidato perfecto a ser utilizado por una poderosísima red criminal que opera a nivel internacional.
Desarbolado, con la piel llena de ronchas (alergia o reacción nerviosa, ustedes pueden escoger), farfullando un “esteeee” tras otro mientras los hilos de su vida son estirados por fuerzas ocultas, Villalobos verá cómo su vida barcelonesa se convierte en una parodia de novela negra protagonizada por un antihéroe de manual. Encomendado a las presencias no particularmente tutelares de Bolaño (de Los detectives salvajes se dice que es una excelente arma arrojadiza, incluso en edición de bolsillo) o Sergio Pitol (de quien no se cita, pero se podría, aquella famosa frase con la que aceptó el premio Rómulo Gallegos: “muchas gracias a todos por su ausencia”), el Villalobos personaje le sirve al Villalobos autor para hablar sobre alteridad, mestizaje o deslocalización, pero también para sintetizar la actual Barcelona con frases tan precisas como esta: “Sólo conoce dos estados de ánimo: la histeria del parque de diversiones y la desolación de los cementerios”. Y convengamos en que Barcelona sirve perfectamente como metonimia del Mediterráneo turístico.
Al Villalobos-personaje de No voy a pedirle a nadie... lo acechan una mafia tenebrosa, un primo fallecido que más parece un cuñado coleante, una madre que habla de sí misma en tercera persona, una superestructura de clase y una novia que estudia el género del diario íntimo. Casi nada. Lo último es interesante, porque otro de los frentes de la novela es el de la autoficción, y de ahí su título: es muy sensato que no se nos pida creernos esta pieza confesional, porque no hay quien se la crea. Pero, ¿y los diarios íntimos, la narrativa autoficticia, las memorias? Sin que mi respuesta sea necesariamente la misma, escéptica, que la que parece dar el autor a esa pregunta, lo cierto es que el giro paródico del libro es, en este sentido, muy ingenioso, y justifica la multiplicidad de registros genéricos (cartas, fragmentos de una supuesta novela autobiográfica, notas de diario, incluso mensajes de voz en un teléfono...) y estilísticos (Villalobos es muy bueno imitando acentos y jergas, o convirtiendo las muletillas de los personajes en un recurso tanto rítmico como cómico).
Novela desmitificadora, No voy a pedirle a nadie... imagina la corrupción como gran relato oculto de nuestras vidas, colándose en el territorio en principio inverosímil, por marginal e irrelevante, de los Doctorados en Humanidades o los seminarios lacanianos. Como al director de Mulholland Drive (la película de Lynch), una fuerza incomprensible le dice a Villalobos “this is the girl”. Y nosotros nos reímos (¡mucho!), aunque quizás no debiéramos porque en esa risa va implícito el reconocimiento de que sí podemos creernos algunas cosas de las que nos cuenta. Por cierto, la risa en Villalobos es vecina de la practicada por algunos protagonistas de la renovación narrativa en lengua catalana reciente. He aquí, está claro, un barcelonés.