Image: La charla

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Novela

La charla

Linda Rosenkrantz

10 febrero, 2017 01:00

Linda Rosenkrantz

Traducción de Jesús Zulaika. Anagrama, 2017. 280 páginas. 19,90 €

En 1968 Simon & Garfunkel publicaron Bookends, el más complejo y elaborado de sus álbumes. De entre sus temas destacaba uno por insólito: un collage sonoro creado por Garfunkel a partir de unas grabaciones que hizo en diferentes asilos de los Estados Unidos. Las voces de los ancianos, intercaladas, hablando del pasado y la enfermedad, daban forma a esta pieza sin música que siendo la más sencilla de todas terminó resultando, por contraste, la más experimental.

También en 1968 vio la luz La charla, de Linda Rosenkrantz (Nueva York), obra literaria en la que encontramos un experimento similar: esta novela se construyó sobre conversaciones reales que la autora había grabado en los Hamptons de Nueva York durante el verano de 1965. Allí Marsha, Emily y Vincent, tres amigos íntimos, hablan sobre lo divino y lo humano. El salto temporal que existe entre las conversaciones reales y la publicación del libro resulta crucial para enjuiciar el valor documental de este texto. En La charla, los personajes, que rondan la treintena, se encuentran plenamente inmersos en la revolución sexual que alcanzaría su momento álgido en el verano de 1967. Hablan ya sin tapujos de relaciones abiertas, promiscuidad, masturbación e incluso sadomasoquismo. "Todos nosotros somos pioneros", dice Vincent. Y no le falta razón. Clarividente resulta también en este sentido el pasaje en el que Emily narra con detalles su experiencia psicodélica con el LSD. Recordemos de nuevo que estamos en 1965, cuando el ácido era todavía una droga invisible para las autoridades.

Habrá quien se sorprenda de que estos comportamientos tan "contraculturales" se den en un grupo de amigos de clase pudiente. Marsha, Emily y Vincent son, por encima de todo, personas viajadas y cultas (lo mismo hablan de Sinclair Lewis que de Dionne Warwick, de Scott Fitzgerald que de los Beatles), ávidas por vivir la vida en plenitud. Su posición social y económica se lo permite. A pesar de todo, su cháchara resulta enormemente frívola, de una intelectualidad hueca, y esto es también, quiero pensar, fruto del otro gran vicio que se instauró en los sesenta: el psicoanálisis. "A veces pienso que en cierto modo el dolor que a nosotros nos causa el psicoanálisis es el equivalente a la experiencia de la guerra para los europeos", se atreve a afirmar Emily. Todos ellos están tan ensimismados en sus traumas que el intercambio de ideas a duras penas se produce. Nadie escucha en realidad a nadie en esta novela.

"Una de las cosas que tu relación con Vinnie y conmigo hace es que te des cuenta de quién eres", le dice Emily a Marsha. Forman efectivamente un trío, uno emocional. Se quieren o, mejor dicho, se necesitan porque son los únicos que se aguantan. Los tres viven en el fondo encerrados en sí mismos. De su incapacidad para empatizar destaca la superioridad con la que juzgan a los demás, siempre en busca de defectos autojustificativos, cuando los tres son unos completos inválidos sentimentales.

¿Quién en su sano juicio querría prestar atención a lo que dicen estos tres personajes? En la vida real yo no aguantaría a su lado ni cinco minutos, pero sobre el papel, con la distancia debida, el "realismo pornográfico" que destilan sus conversaciones termina siendo hipnótico. Como personas de carne y hueso resultarían insoportables, pero como personajes de no-ficción ofrecen un retrato único y desmitificador de los años sesenta: el de una generación desamparada y frágil, insegura y hedonista, que será incapaz de gestionar los cambios que se le avecinan.

En un momento dado, Marsha, Emily y Vincent escuchan su conversación grabada. El texto se repite en la novela, y esto sacará tanto a ellos como a nosotros de la ensoñación. Creo que este momento de autoconsciencia, en el que los personajes se ven obligados a enfrentarse a ellos mismos, lo valida todo. Rosenkrantz consigue así convertir su juego sociológico en un texto literario vivo e intelectualmente estimulante. Como ya apunté, el relato más sencillo, que se limita a captar la vida misma, acaba siendo, por contraste, el más experimental y efectivo de todos: nunca una charla improductiva fue tan provechosa como esta.

@FranGMatute