Mircea Cartarescu
Escribir es una extraña forma de vivir. Casi todos los escritores parten de una trágica inadaptación al mundo circundante. El poeta, narrador y ensayista Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956) afirma que Ovidio inventó una "lengua nueva y desconocida" durante su exilio en Tomis (hoy Constanza). Se trataba de "la lengua de la infelicidad, esa en la que están escritos todos los libros verdaderos". Cartarescu nació y creció bajo la dictadura comunista.La belleza parecía inviable en ese escenario, pero brotó de la forma más inesperada. Un pequeño cuadro de Ada-Kaleh, una desaparecida ciudad levantada sobre un islote del Danubio, le reveló la existencia de paraísos perdidos, donde la fantasía -y no el poder- tejía la rutina. Su hallazgo se convirtió en una nueva frustración, cuando descubrió que las autoridades comunistas sepultaron la ciudad bajo las aguas. Su vocación literaria partió de esa experiencia, marcada por el desencanto: "De ahí mi oficio: constructor de ruinas. Mi vocación: arquitecto de ruinas. Mi vicio: voyeur de ruinas".
De joven, no experimentó ningún apego por Bucarest, planteándose por qué el destino no había vinculado su incipiente conciencia de escritor con una ciudad como Dublín o Alejandría, con más estímulos para la creatividad. Sin embargo, el desinterés se transformó con los años en idilio. Vagabundeando por sus calles nació "la ilusión de la poesía". Constanza no fue menos decisiva en su despegue como joven poeta, incorporando a su imaginación un mar de "zafiro oscuro" y con un horizonte con aspecto de cuchilla recién afilada. El mar le enseñó que pertenecía a otra especie. Una especie maldita, pues el poeta puede vislumbrar "los planetas girando en torno a ejes de diamante en el inmenso vacío", pero a cambio suele ser excluido e incomprendido. La caída del comunismo no acabó con esta situación.
El capitalismo salvaje de los noventa consistió en transitar de "lo sórdido y lo previsible" a la precariedad extrema. Los rastrillos ambulantes florecieron en una época de escasez y sueldos raquíticos. Cartarescu vendió su pala de tenis de mesa para comprar comida, pero se gastó el dinero en tres emblemáticos vinilos, pese a no tener tocadiscos: "Conservo aún esos discos. Nunca les he podido quitar el mal olor. El olor a los noventa en Rumanía, a miedo, a inseguridad, a desesperación".
Años más tarde, escribe un poema en la cima del Empire State, sin poder contener las lágrimas: "No encontraba mi sitio en Rumanía, pero tampoco era feliz en Occidente". Cartarescu narra su peripecia personal mediante cuentos, pequeñas estampas y ensayos, montando un libro parcialmente autobiográfico y con inspiradas incursiones en el terreno de lo fantástico. Su prosa poética combina la imaginación y la confesión. Aunque sabe que el destino del universo es la muerte térmica, sostiene que la poesía sobrevivirá de algún modo, pues -como dijo Mallarmé- "el mundo sólo existe para llegar a un libro".
Cartarescu reúne méritos suficientes para recibir el Nobel. El ojo castaño de nuestro amor es un libro que rebosa belleza, inteligencia y sensibilidad, materializando la misión esencial del poeta: "ver la belleza allí donde nadie más la ve". En un viejo cuadro desdibujado por el tiempo y la humedad. En un gato muerto. En unas ruinas invisibles. En el café soluble, que incendió e inspiró su mente durante cinco años de consumo compulsivo. O en las palabras que aún no se han escrito, pero que sacarán a la luz una desconocida plenitud.
@Rafael_Narbona