La vaga ambición
Antonio Ortuño
7 julio, 2017 02:00Antonio Ortuño. Foto: You Tube
Mi particular grito de guerra como reseñista es que a un crítico no se le debería confundir nunca con un publicista. Ni siquiera cuando halaga o se entusiasma. Incluso entonces, la lógica crítica no es mercadotécnica: en caso de complicidad con un libro, nuestra función es respetarlo, no viralizarlo. Animar a otros lectores a conversar, no a comprar.Empiezo así por dos razones. La primera es que voy a sintetizar el nuevo libro de Antonio Ortuño (Guadalajara, México, 1976), La vaga ambición, en los términos menos comerciales que quepa imaginar para el lector español: está compuesto por seis relatos, conectados por un mismo narrador, que giran en torno al oficio de escritor, sus raíces y consecuencias. "Relatos", "escritor que habla de escribir"…: si usted sigue aquí es que la estadística del gusto no le define como lector.
Ahora, permítame añadir que la segunda razón para empezar mi reseña en primera persona ha sido la de dialogar de oficio a oficio, de género a género, de crítica a narrativa: a fin de cuentas, hay varias referencias muy divertidas, crueles como corresponde (e incluso menos de lo que corresponde), a la crítica literaria en las páginas de Ortuño. A mí, como lector y crítico, me parece que las estrategias que el autor utiliza para explicar su necesidad de escribir son de una honestidad paradójica muy valiosa. Son estrategias que me animan a escribir, es decir a conversar con estas páginas. Y eso es lo más sustancial que puedo decir de un libro.
En los primeros momentos de sus levísimas ciento diez páginas, La vaga ambición demuestra que va a leerse con alegría, pero no exhibe todas sus cartas, o lo hace con tanta sutileza que el lector necesitará ver todo el tejido acabado para darse cuenta de lo que ha hecho Ortuño. Porque los relatos avanzan aludiendo a un padre catastrófico, un matrimonio en el alambre (como todos, se entiende), algunos bolos de escritor que permiten asomarse al lado ridículamente vanidoso del mundillo, una vida laboral y económica en otro alambre (como casi todas, se sabe), una sátira de las series de televisión como nueva lengua koiné de las Anteriormente Llamadas Humanidades... En fin, una mezcla de comedia y amargura cotidiana muy recurrente en la cuentística contemporánea, ejecutada con un sentido impecable del ritmo y de la sutileza en el encaje de las piezas. Ahora bien, al principio las alusiones al escritor como mentiroso o preservador de la memoria de las víctimas (en un episodio que me recordó, pese a la sideral distancia estilística y conceptual, a Nefando de Mónica Ojeda) resultan correctas e incluso emocionantes, pero también un poco epigonales, leídas antes muchas veces.
Y por supuesto, casi todo lo hemos leído antes muchas veces; lo de Ortuño y lo de cualquiera. Pero relato a relato, hay inflexiones en su discurso que le acaban confiriendo una energía insospechada a su mirada sobre la escritura.
El lector acaba entendiendo que el ritmo con el que la cuestión se ha ido revelando es deliberado y elegante. Así, en la recreación de la infancia y la adolescencia se originan las constantes que acompañan al narrador: una mezcla de culpa y responsabilidad en su escritura, de orgullo y rabia que se mezclan con la compasión. Ese narrador, que da clases y charlas sobre narrativa, se empeña en considerar que lo que hace al escribir es mentir. "Yo lo llamo mentir", insiste, y no "dar sentido". Por eso, cuando en las últimas páginas del libro el tono se vuelve casi épico, equiparando la escritura a una guerra incardinada en la lucha social ("son hermosos si son pobres y escriben, como hice yo, desde el rencor. Y son maravillosos si son ricos y quieren librar la guerra de clases en la trinchera equivocada"), el lector entiende de pronto que solo se puede mentir con tanta intensidad cuando el mentiroso es el primero que desea fervientemente creerse la mentira. Y solo cabe tanta convicción en la mentira cuando al mentiroso lo anima la convicción de que aquello que dice merecería ser verdad.
Por todo ello, pero también por su reflexión lateral sobre la sustitución del autor por la audiencia, y finalmente porque se lee al trote, La vaga ambición merece que yo no lo publicite, sino que usted y yo y estas páginas conversemos un rato.
@Nadal_Suau