Daniel Pennac. Foto: Archivo

Traducción de Mónica Herrero. Random House. Barcelona, 2018. 272 páginas. 19,99 €. Ebook: 9.99 €

Sospechar que la idiotez es el verdadero motor de la historia, no implica menospreciar su papel en las pequeñas cosas. Daniel Pennac (Casablanca, 1944) creó a Benjamin Malaussène, "hijo de su madre y de padre desconocido", para explorar los estragos de la estulticia humana. Se olvidó de él durante dos décadas, quizás porque le abrumaba la cantidad de majaderías que acontecían ante sus flemáticas narices, pero ha rescatado a su personaje para ajustar cuentas con un presente rebosante de insidias y memeces. En esta ocasión, confronta su mirada con el secuestro de George Lapietà, un artista de las puertas giratorias, y con la obra literaria de Alceste, novelista estrella de Ediciones del Talión. Lapietà aprovechó su cargo de ministro para acceder al mundo de las altas finanzas como consultor. Después de enviar a la calle a miles de empleados con el pretexto de una ficticia quiebra, se asignó una jubilación dorada de casi 25 millones de euros, alegando que el talento debe ser reconocido y premiado.



Alceste también se atribuye un talento desmesurado que le exime de respetar cualquier regla moral o norma de cortesía. Su best-seller Me mintieron constituye una verdadera ejecución, casi un parricidio, pues pone en la picota a sus padres adoptivos, que inventaron historias fantásticas sobre sus padres biológicos. No lo hicieron con mala intención, sino movidos por el deseo de aliviar el dolor que produce ser abandonado en la niñez.



Cuando se termina 'El caso Malaussène' el júbilo se transforma en melancolía, pues su parecido con el mundo real es aterrador

Sin embargo, esa excusa le parece inaceptable a Alceste, pues estima que la "verdad sacrosanta" siempre debe prevalecer sobre cualquier otra consideración, incluida la piedad. Su compromiso con esa verdad inviolable provocará que le partan la cara sus nueve hermanos, también adoptivos y víctimas del mismo ardid, pero más inclinados a convivir con una mentira piadosa que con la descarnada realidad. A su editora, llamada la Reina Zabo, sólo le preocupa que no le rompan los dedos y pueda terminar Su enorme culpa, continuación de la novela que ha vendido miles de ejemplares, aprovechando la pasión insana del público por los escándalos y las indignidades ajenas.



Alceste es un plumífero, no un escritor. Un mentecato engreído que ha adquirido fama y dinero gracias al mal gusto y la estupidez de una sociedad que ya no lee a sus clásicos. Su estilo es tan pueril que podría confundirse con un tuit. Pertenece a esa nueva estirpe de poetastros que han batido el cobre en la incontenible marea de los blogs, acumulando seguidores con sus simplezas disfrazadas de intuiciones líricas. Su editora sabe que su inspiración se abastece de delirios narcisistas, pero no le importa. Vende libros y eso es lo que cuenta. Lapietà no es un cretino, sino un tartufo que hizo carrera política para llenar sus bolsillos y que menosprecia a su único hijo, un bobo idealista identificado con los movimientos antiglobalización. Frente a Lapietà y sus depredaciones ruge el mundo del trabajo, que "desea la muerte de los financieros, el exterminio de los accionistas y la sodomía de la policía nacional francesa".



Estupidez, corrupción, ira e impotencia… ¿Hay algo más en el centrifugado de la historia? "Azar", contesta Pennac, cuya visión del mundo no está muy alejada de la del bufón de Macbeth. A veces, aparecen briznas de decencia, pero su influencia es insignificante. El caso Malaussène es descacharrante. Es imposible no celebrar con estruendosas carcajadas las peripecias de sus personajes, narradas con una prosa ingeniosa, chispeante y a ratos feroz. Eso sí, la novela produce un regocijo efímero, pues cuando termina esta entrega -se anuncia una continuación-el júbilo se transforma en melancolía. Aunque se trata de una ficción, su parecido con el mundo real es aterrador. Pennac es demasiado inteligente para inventar consuelos ficticios. El mundo nunca cambiará, pero no hay que lamentarlo demasiado. Es mejor burlarse de nuestras miserias y no tomarse a uno mismo demasiado en serio.