Gran explorador de las pulsiones humanas, Don DeLillo (Nueva York, 1936) ha sabido atrapar en sus novelas los rasgos, miedos y dilemas morales de cada época. ¿Qué pasaría si hubiera un apagón global y esa tecnología que tenemos tan interiorizada desapareciera? El escritor responde en 'El silencio' (Seix Barral), que publica en todo el mundo el próximo miércoles 27. Una inquietante y descarnada reflexión sobre esta sociedad actual donde las amenazas, sea un ataque informático, el caos financiero o una pandemia, ya no son algo tangible. El Cultural adelanta un fragmento en primicia internacional:
El silencio
Ya está claro que los códigos de lanzamiento están siendo manipulados a distancia por una serie de grupos o agencias desconocidos. Todas las armas nucleares del mundo entero han dejado de funcionar. Los misiles no están planeando sobre los océanos y las bombas no están siendo lanzadas desde aviones supersónicos.
Pero la guerra continúa y los términos se acumulan.
Ciberataques, intrusiones digitales, agresiones biológicas. Ántrax, viruela, patógenos. Los muertos y los inválidos. ¿Hambrunas, plagas y qué más?
Colapsos de redes eléctricas. Nuestras percepciones personales se hunden en el dominio de lo cuántico.
¿Están subiendo rápidamente de nivel los océanos? ¿Se está calentando el aire por horas, por minutos? ¿Está la gente experimentando recuerdos de conflictos anteriores, la propagación del terrorismo, el vídeo borroso de alguien que se acerca a una embajada con un chaleco bomba amarrado al pecho? Reza y muere. Una guerra que podemos ver y sentir.
¿Acaso hay una pizca de nostalgia en esos recuerdos?
Empieza a aparecer gente en las calles, al principio con cautela y después con una sensación de liberación, caminando, mirando, haciéndose preguntas, mujeres y hombres, un puñado al azar de adolescentes, todos acompañándose entre sí a través del insomnio en masa de este momento inconcebible.
¿Y no es extraño que ciertos individuos hayan parecido aceptar el apagón, el corte? ¿No será que siempre lo han deseado, al nivel subliminal, al nivel subatómico? Algunas personas, sólo algunas, una cifra minúscula entre todos los habitantes humanos del planeta Tierra, el tercero más cercano al Sol, el reino de la existencia mortal.
—Nadie quiere llamarlo Tercera Guerra Mundial, pero es lo que es —dice Martin.
Parece que se han vaciado todas las pantallas del mundo. ¿Qué nos queda por ver, por oír, por sentir? ¿Acaso hay un grupo selecto de personas provistas de una especie de teléfono implantado en el cuerpo? Lo pregunto en serio, dice el joven. ¿No será una salvaguarda contra ese silencio global que ahora marca nuestras horas, minutos y segundos?
¿Y quién es esa gente? ¿Cómo acceden a las llamadas subcutáneas? ¿Hay un código corporal, una especie de segundo ritmo cardiaco que transmite un aviso local?
Ya hace bastante que pasó la medianoche y Martin todavía está hablando, y Diane todavía lo está escuchando, y los amigos siguen ahí, Jim Kripps y Tessa Berens, y Max apoltronado en su sillón.
Energía oscura, ondas fantasmas, hackear y contrahackear.
Software de vigilancia de masas que toma sus propias decisiones, desautorizándose ocasionalmente a sí mismo.
Datos de rastreo por satélite.
Objetivos del espacio que permanecen en el espacio.
Todos en la sala de estar, todos con los abrigos puestos, y con los guantes, cuatro de ellos en apariencia escuchando a Martin, la única persona que está de pie, gesticulando en abundancia cuando habla.
El hecho de que el tiempo parece haber dado un salto adelante. ¿Ha sucedido algo a medianoche que ha intensificado la perturbación? Y el hecho de que a Martin le está empezando a cambiar la voz.
Armas biológicas y los países que las poseen. Recita una larga lista interrumpida por un ataque de tos. Los demás apartan la vista. Se seca la boca con el dorso de la mano, se examina la mano y sigue hablando.
Parece que se han vaciado todas las pantallas del mundo. ¿Qué nos queda por ver, por oír, por sentir en este silencio global?
Ciertos países. Antaño propugnaban con fervor las armas nucleares y ahora hablan el idioma del armamento vivo.
Gérmenes, genes, esporas, polvos.
Diane empieza a entender que Martin está usando un acento. No sólo una voz que habla de forma distinta a la suya, sino una voz que intenta pertenecer a un individuo en concreto. Se trata de la versión que hace Martin de Albert Einstein hablando inglés.
No está segura de que lo que está diciendo sea todo ficción. Hay algo en él, en su tono de voz, en su acento impostado, que transmite la sensación de que tiene acceso a los acontecimientos mundiales, signifique eso lo que signifique, sea como sea que consigue que le lleguen las noticias censuradas. Él mismo lo ha dicho: gente con teléfonos implantados en el cuerpo.
Diane entiende que es una tontería, de principio a fin. También sabe que hay algo en la naturaleza esencial de su exalumno que posibilita esas especulaciones.
Vuelve a estar farfullando, pero esta vez sólo para sus adentros.
Decide no mencionarles a los demás el acento que Martin está usando. Ahora está hablando en tono más suave, acariciando las palabras con las manos.
Estructura de onda, tensor métrico, cualidades de covarianza.
Puede resultar demasiado complicado traer a Einstein a la sala. Y ella no sabe si son términos sacados del Manuscrito de 1912, la Biblia de Martin, su manual de estrategia, o simples ruidos que flotan en el aire, el lenguaje de la Tercera Guerra Mundial.
Parece o bien brillante o desequilibrado –Martin, no Einstein– cuando recita los nombres de los científicos que asistieron a una conferencia celebrada en Bruselas en 1927, veintiocho hombres y una mujer, Marie Curie, Madame Curie, nombre tras nombre, y Einstein se refiere a sí mismo con la voz de Martin como “Albert Einstein, sentado al frente y al centro”.
Y ahora pasa del inglés con acento al alemán vivo. Diane intenta seguir lo que está diciendo, pero se pierde enseguida. No hay visos de parodia ni de autoparodia. Todo está en la mente de Martin, plantado a solas frente al espejo de su apartamento, y sin embargo no está allí, está ahí, pensando en voz alta, buscando en su interior, negando con la cabeza.
Los padres de Einstein se llamaban Pauline y Hermann.
Diane entiende esa frase tan simple pero no hace ningún esfuerzo para seguir escuchando. Quiere que Martin pare, y se lo va a pedir. Él está de pie con la espalda muy recta, hablando con solemnidad como él mismo o como Einstein, ¿y acaso importa?
Max se pone de pie y se despereza. Max Stenner.
Max. Y con eso basta para hacer callar al joven.
–Nos están zombificando –dice Max–. Nos están estupidizando.
Camina hacia la puerta de salida, hablándoles por encima del hombro: –Ya no aguanto esto más. ¿Es domingo o es lunes? El día que sea de febrero. Es mi fecha de caducidad.
Nadie sabe qué quiere decir con eso.
Se abrocha la cremallera de la chaqueta y se marcha, y Diane se lo imagina caminando por las calles, primero un paso y después otro. Ahora la mente le funciona a cámara lenta. Casi siente la responsabilidad de sentarse frente a la tele en nombre de su marido y esperar a que algo aparezca de golpe en la pantalla.
Criptomonedas, microplásticos. Peligros en todos ños niveles. Comer, beber, invertir. Respirar, inhalar. Caminar, quedarse quieto
Martin se pone a hablar otra vez, en inglés, sin acento. Carrera armamentista de internet, señales inalámbricas, contraespionaje.
–Filtraciones de datos –dice–. Criptomonedas. Este último término lo dice mirando directamente a Diane.
Criptomonedas.
Ella construye la palabra en su mente, sin guion. Ahora sí que se están mirando entre ellos.
–Criptomonedas –dice ella.
No necesita preguntarle a Martin qué significa
–Dinero fuera de control –dice él–. No es nada nuevo. Sin estándar gubernamental. Caos financiero.
–Y está pasando ¿cuándo?
–Ahora -dice él–. Ha estado pasando. Y seguirá pasando.
–Criptomonedas.
–Ahora.
–Cripto –dice Diane, y hace una pausa sin dejar de mirar a Martin–. Monedas.
Y entre todas esas sílabas, algo secreto, oculto, íntimo.
Y entonces habla Tessa.
–Imaginemos –dice.
Eso provoca una pausa larga, un cambio de atmósfera. Todos esperan más.
–Imaginemos que todo esto es una especie de fantasía que ha cobrado vida.
–Que se ha vuelto más o menos real –dice Jim.
–Imaginemos que no somos lo que creemos ser. Que el mundo que conocemos está siendo completamente reestructurado mientras estamos aquí miran- do o sentados y hablando.
Levanta una mano y hace subir y bajar los dedos para representar la cháchara cotidiana.
–¿Acaso el tiempo ha dado un salto adelante, como dice nuestro joven amigo, o bien se ha desmoronado? ¿Y acaso la gente de las calles se va a convertir en hordas salvajes, asilvestradas, que entrarán a la fuerza en todas partes, por todo el planeta, rechazando el pasado, completamente desligados de todos los hábitos y patrones?
Nadie se acerca a la ventana para mirar.
–¿Qué viene después? –dice Tessa–. Siempre ha estado en el borde de nuestra percepción. El apagón, la desaparición de la tecnología, primero un aspecto y después el siguiente. Lo hemos visto pasar una y otra vez, en este país y en otros, tormentas e incendios descontrolados y evacuaciones, tifones, tornados, sequía, niebla espesa, aire fétido. Corrimientos de tierras, tsunamis, ríos que desaparecen, casas que se hunden, edificios enteros que se vienen abajo, cielos tapados por la polución. Y lo que está más fresco en nuestro recuerdo, el virus, la plaga, el desfilar por las terminales de aeropuertos, las mascarillas, las calles de las ciudades vacías.
Imaginemos que todo es una fantasía, que no somos los que creemos ser. Que el mundo está siendo completamente reestructurado
Tessa se fija en el silencio que acompaña a sus pausas.
–De la pantalla vacía de este apartamento a la situación que nos rodea. ¿Qué está pasando? ¿Quién nos está haciendo esto? ¿Nos han remasterizado digitalmente las mentes? ¿Somos un experimento que se está viniendo abajo, un plan puesto en marcha por fuerzas que no habíamos calculado? No es la primera vez que se formulan esas preguntas. Los científicos han dicho cosas, han escrito cosas, los físicos, los filósofos.
En el segundo silencio, todas las cabezas se vuelven hacia Martin.
Él les habla de satélites orbitales que pueden verlo todo. La calle en la que vivimos, el edificio donde trabajamos, los calcetines que llevamos. Les habla de lluvias de asteroides. Llenando el cielo entero. Puede pasar en cualquier momento. Asteroides que se convierten en meteoritos cuando se acercan a un planeta. Exoplanetas enteros destruidos.
¿Por qué no nosotros? ¿Por qué no ahora?
–Lo único que tenemos que hacer es plantearnos nuestra situación –dice–.
Independientemente de lo que haya ahí fuera, seguimos siendo personas, las esquirlas humanas de una civilización.
Y deja que la frase flote en el aire. Las esquirlas humanas.
Tessa empieza a escindirse. Se aleja muy poco a poco, al son de la voz del joven. Se adentra en sí misma con el pensamiento. Se ve a sí misma. Es distinta de esas personas. Se imagina que se quita la ropa, de forma no erótica, para enseñarles quién es.
Ten seriedad. Vuelve aquí. O por qué no a un sitio cercano, el dormitorio. Han estado al borde de la muerte, han tenido relaciones sexuales, necesitan dormir, así que mira a Jim y le indica sutilmente el pasillo con la cabeza. Le pregunta a Diane por el dormitorio. Un vuelo largo, un día duro, estaría bien dormir un poco.
Diane los ve alejarse por el pasillo. En la estela de ese momento desconcertante que están viviendo, no le sorprende. Dormir, es obvio, es comprensible, después de todo lo que han vivido. Intenta acordarse de si ha hecho la cama esa mañana, de si ha limpiado la habitación. Max limpia a veces; limpia y luego inspecciona escrupulosamente.
Sólo hay un dormitorio, sólo una cama, pero dejemos que sea de Jim Kripps y Tessa como se llame de apellido. Se irán a su casa con el alba.
Martin está hablando otra vez:
–Las guerras de drones. Da igual el país de origen. Los drones se han vuelto autónomos.
Cae en la cuenta de que Diane y él son los únicos que quedan en la sala de estar.
–Ahora mismo hay drones por encima de nosotros. Mandándose advertencias entre ellos. Su arma es una modalidad de aislamiento lingüístico. Un lenguaje que sólo conocen los drones.
¿Cómo han pasado de cinco personas a dos? Martin sigue ahí de pie y ahora se miran los dos. Diane se da cuenta de que sigue cautiva de las criptomonedas. Dice la palabra y espera a que él responda.
–Criptomonedas, microplásticos –dice él por fin–. Peligros en todos los niveles. Comer, beber, invertir. Respirar, inhalar, introducir oxígeno en los pulmones. Caminar, correr, quedarse quieto. Y ahora en la nieve más pura de los bosques alpinos, de los yermos árticos.
–¿Qué?
–Plásticos, microplásticos. En nuestro aire, en nuestra agua, en nuestra comida.
Diane había confiado en oír algo libidinoso, excitante. Entiende que Martin tiene algo más que decir y se lo queda mirando, a la espera.
–Groenlandia está desapareciendo –dice él. Ella se pone de pie y lo mira de frente.
–Martin Dekker –le dice–. Sabes qué es lo que queremos, ¿verdad?
Podrían caminar de costado hasta la cocina, ella podría quedarse de pie con la espalda apoyada en las dos barras verticales de la puerta de la nevera y entonces podrían hacerlo deprisa, algo olvidable, acorde con el espíritu del momento presente.
Martin se desabrocha el cinturón y se baja los pantalones. Se queda ahí, pasmado, con sus calzoncillos de cuadros, y parece más alto que nunca. Diane le pide que diga algo en alemán, y, cuando él obedece, recitando a toda prisa una declaración sustancial, ella le pide la traducción.
–El capitalismo es un sistema económico en que los medios de producción y distribución están en manos privadas o corporativas –dice él–, y en que el desarrollo es proporcional a la acumulación y reinversión de los beneficios obtenidos en un mercado libre.
Diane asiente con una media sonrisa y le hace un gesto para que se suba los pantalones y se abroche el cinturón. Le resulta satisfactorio imitar su gesto de abrochárselo. Entiende que el sexo con su exalumno quizá sea un pequeño impulso sórdido de su mente, pero no está presente en ninguna parte de su cuerpo.
Ahora espera a que Martin salga por la puerta y le desagrada la idea de que tenga que volverse a su casa en las circunstancias que imperan. Pero lo que él hace es dar tres largas zancadas hasta la silla más cercana, sentarse ahí y quedarse mirando a la nada.