¿Qué hacemos con Louis-Ferdinand Céline (1894-1961)? Como dijo en 2011 Bertrand Delanoë, alcalde socialista de París, “Céline es un excelente escritor, pero también un perfecto cabrón”. Ciertamente, su panfleto antisemita Bagatelas para una masacre (1937) le garantiza un lugar destacado en la historia universal de la infamia. Céline celebró la ocupación alemana, un gesto que le obligó a exiliarse en Dinamarca tras la guerra.

Guerra

Louis-Ferdinand Céline

Traducción de Emili Manzano. Anagrama, 2023. 155 páginas. 18,90 €

Si hubiera permanecido en Francia, habría corrido el mismo destino que Robert Brasillach, fusilado por traición, o se habría suicidado, como Drieu de La Rochelle. Su precipitada huida provocó el extravío de dos maletas llenas de manuscritos, que no se recuperaron hasta 2021. El material rescatado está permitiendo publicar nuevos textos, como Guerra, una novela que corrobora por qué se considera a Céline un narrador magistral.

“Atrapé la guerra en la cabeza”, leemos al inicio. Son palabras de Ferdinand, el protagonista, un soldado herido en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. Es el único superviviente de su unidad y todo insinúa que se halla implicado en un fraude. Auxiliado por un soldado inglés, será hospitalizado en una iglesia abandonada. Durante su convalecencia, su mente oscilará entre los delirios, los recuerdos y las fantasías sexuales. Gracias a una prostituta, será evacuado a Londres. Uno de los manuscritos recuperados prosigue esta peripecia, pero aún no ha sido publicado.

[Clásicos incorrectos: ¿qué hacemos con Céline?]

Toda la novela fluye con el característico estilo de Céline, donde se funde la nota lírica, la introspección más despiadada y la obscenidad autocomplaciente. No hay concesiones al lector. Al comentar la visita de sus padres, Ferdinand no esconde el desprecio que siente por ellos: “Nunca he visto nada más asqueroso”. Su visión del amor no es más amable. Solo existe el deseo, una fuerza oscura que no repara en consideraciones morales. Lo único importante es el placer, una sacudida que nos conduce al único paraíso posible.

Céline no oculta el espanto que le produce la guerra. No se parece a Ernst Jünger, que evoca su experiencia en el frente con un tono épico y sentimental, pero la aflicción que le causa el espectáculo de la muerte en unos campos devastados por los obuses no implica un elogio humanista de la paz. Céline desprecia al ser humano y no cree en el progreso. No esboza alternativas éticas. No le interesan las utopías ni el bienestar general. Solo testimonia que en el mundo hay crueldad y miseria, pero también belleza: “He aprendido a hacer bella literatura, con trocitos de horror”.

Céline hace bella y cruel literatura: metáforas deslumbrantes, pinceladas que parecen zarpazos

Céline hace bella literatura: deslumbrantes metáforas, neologismos audaces, pinceladas que parecen zarpazos. Su prosa es la ebriedad de las fiestas dionisíacas, donde se altera el orden lógico de las cosas para acceder a una misteriosa clarividencia. Céline entiende que su misión es reventar la claridad cartesiana de una civilización basada en la vieja sentencia apolínea: “nada en exceso”. Sostiene que la moderación siempre miente. El artista solo es fecundo cuando cultiva el exceso y lo terrible. La moralidad es un estorbo.

Guerra no es una novela perfecta. Se nota su carácter de manuscrito sin pulir, pero incluso en ese estado se aprecia el gran talento de Céline, uno de los novelistas que reinventó el género, introduciendo digresiones interminables, visiones oníricas y piruetas lingüísticas. Sin duda era un cabrón, pero un cabrón con una mirada afilada y precisa, capaz de captar el fondo más oscuro de la condición humana. Su literatura no está muy lejos de Sade. Descuartiza el siglo XX, hijo de la razón, para mostrarnos sus entrañas putrefactas.