La obra maestra de Masereel es, sin duda, La ciudad, editada en 1925, suma de xilografías que reflejan aquel ámbito de la modernidad llamado a hacer libres a los seres humanos: la urbe, protagonista en todas sus facetas de un libro que aspira a no ocultar tampoco las aristas más oscuras, y que posee, sin el apoyo de texto alguno, un mucho de concierto iconográfico, a la manera en que, por ejemplo, lo hicieron los documentales de las vanguardias, desde muchos de los reportajes del Cine Semana soviético, en 1918 y 1919, a la producción de Estados Unidos y Alemania Berlín, sinfonía de una ciudad, en 1927, del arquitecto y pintor Walther Ruttmann. O, en literatura, Alfred Döblin. Hoy son sus novelas de imágenes, unas más políticas y otras más simbólicas, como 25 imágenes de la pasión de un hombre, Mi libro de horas, El Sol, o Idea, su nacimiento, su vida, su muerte, realizadas entre 1918 y 1928, las que despiertan más el interés de una crítica que trata de hallar en ellas lo que de concomitancia puedan tener con el universo de la novela gráfica. Cierto que hay en muchas de ellas coincidencias con la gramática del cómic, pero es más honda su deuda con aquel cine mudo del que fueron contemporáneas.
Sea como fuere, poco debe importarnos que Masereel vuelva hasta nosotros merced al empeño de Eisner, Spiegelman o Seth, por ver en él un antecesor de sus prácticas historietísticas. Lo cierto es que La ciudad está aquí para gozo de nuestra mirada ante el quehacer de este hombre que se implicó contra el fascismo no sólo con su obra sino en congresos y en iniciativas como la Biblioteca Alemana de la Libertad cuando los nazis empezaron a quemar las obras que consideraban representativas de la degeneración.