A la izquierda, boceto de Mark Alan Stamaty, y en blanco y negro, otro de Nora Krug

Traducción de Laura Fernández. Lunwerg. Barcelona, 2012. 352 páginas. 34'50 e.



El profesor neoyorquino Steven Heller es una autoridad en el ámbito del diseño desde hace tres décadas, tiempo en el que, amén de impartir clases, comisariar exposiciones y escribir un sinfín de artículos, algunos antológicos, ha publicado aproximadamente un centenar de obras, ya fuese como editor, coautor o autor en solitario. Entre ellas, como pueden imaginar, hay grandes trabajos (su monografía sobre el diseñador Paul Rand de 1999, por ejemplo) y otros que cumplían básicamente una función divulgativa sobre la ilustración, el diseño o la tipografía, en los que la sobreabundancia de imágenes primaba sobre la reflexión, no obstante lo cual, y en aras de descubrir algún nombre nuevo o reparar en otro que nos hubiera pasado desapercibido, formamos una auténtica camarilla los que hemos buscado esos libros, que a veces sólo llegaban hasta nosotros a través de algunas librerías de lance.



Arte del cómic corresponde a esa segunda categoría, por lo que Heller no ha querido entrar demasiado en el campo del análisis y ha dejado que fuesen los creadores convocados los que nos explicasen sucintamente el valor que para ellos tienen sus bocetos o sus cuadernos de dibujo, declaraciones que, aunque parcas, constituyen, a mi entender, la parte más interesante de una obra en la que la selección de nombres y de obras (de la cual son responsables los dibujantes) es un tanto discutible.



Junto a los que explican que esa parcela íntima les sirve para explorar ideas y composiciones sin actuar bajo presión, están los que hablan de pasar el rato, de hacer mano, de reflejar lo que a uno le inspira realmente, de descubrir el imaginario propio, de combatir la depresión, de calmar el ansia, de encontrar un sentido a lo que les pasa, de alcanzar la paz mental, de establecer una conversación entre el cerebro y la mano, de entender mejor el mundo que les rodea, de sumergirse en un estado inconsciente, o de jugar a ser artista (como dice Steranko), lo que abre un campo interesante para los psicólogos de la personalidad.



Pero, quizá porque como Heller reconoce en el prólogo él no empezó a amar el cómic hasta la época del underground, el conjunto peca de un exceso de arbitraria contemporaneidad (que tal vez se hubiese explicado un poco mejor si se hubiera respetado el subtítulo original que hacía referencia a "los talentos más creativos de la actualidad" en vez de sustituirlo por la rotunda alusión a "los grandes artistas"), como peca de una visión muy influida por lo que en Nueva York más se conoce, y por una clara decantación hacia la tendencias gráficas sancionadas como "más artísticas" por las tendencias hegemónicas.



Si exceptuamos a un clásico como Arnold Roth, a Jim Steranko como único representante del mundo superheróico, al viejo cartelista psicodélico Víctor Moscoso (que aprovecha sus líneas para hablar pestes del cómic), o al grandísimo maestro de diseñadores Seymour Chwast (cofundador del mítico estudio Push Pin, que Heller ha estudiado en profundidad), a casi todos los restantes los podemos entroncar en esa línea que empezó con el underground (con el gran Robert Crumb a la cabeza, aquí representado con unas obras menores), y de cuyo espíritu libérrimo, que no tanto del estilo gráfico (complicado dibujar tan bien como el maestro), son herederas muchas de las corrientes que han ido surgiendo después y que hoy bullen en esos artefactos comerciales etiquetados como novelas gráficas.



A diferencia de las épocas en que los bocetos de los dibujantes respondían únicamente a un paso intermedio entre la idea y el arte final, estamos ante unas generaciones de dibujantes que, libreta en mano, y si es Moleskine mejor, trabajan en una especie de diario desde la adolescencia (o incluso antes, como David Heatley, que confiesa que lo hace desde los cinco años) a través del que documentar cada período de su vida y de su obra. De modo que, mientras el octogenario Chwast considera que ya hay demasiado papel en el mundo, y apenas conserva bocetos, son legión los nuevos creadores que han encontrado en esta psicografía compulsiva un sentido a una obra de la que quieren que perduren, aunque muchos lo nieguen, hasta los intentos más fallidos.



Si a eso unimos la exacerbación del Yo que pusieron en el disparadero muchas de los relatos underground, esta obra podría ayudar a explicarnos el apogeo de lo autobiográfico en el cómic del presente, donde la ficción (que a menudo es la única forma de conferir autenticidad a la realidad, como sostenía Henry James) parece reservada en exclusiva para los autores sin especiales sobresaltos vitales en su existencia.



Dice Heller, no sin cierto exceso, que ha querido asomarse entre bastidores para "poder contemplar al artista realmente desnudo", pero bien sabemos que es moneda de uso corriente el que los dibujantes suban hoy a su web, a su blog, o a su cuenta de Flickr, cada garabato que sale de sus lápices, lo que no me sorprende en un mundo en el que el exceso de autoexposición es ley. Pero, como en tantas obras del profesor, el lado positivo de este libro es que ayudará a los lectores a retener nombres valiosos que quizá no le sean demasiado conocidos (Mark Alan Stamaty, Joanna Neborsky, Nora Drug, o Vanessa Davis, por ejemplo) y a confirmar lo poco que muchos de los bocetos de creadores con los que está familiarizado difieren del arte final al que sí ha tenido acceso, un hecho que se explicaría tanto por la autoindulgencia de algunos para con su estilo como por la moda de muchos estilos contemporáneos que, reivindicando abiertamente o no el arte brut o el arte naif, apuestan por un ingenuismo gráfico y líquido como signo de autenticidad. Descansen en paz los laboratorios personales de antaño y bienvenido el narcisismo de andar por casa de hogaño.



Bocetos de España



Tras una generación de auténticos maestros del boceto como medio, y no como fin en sí mismo, salvo tal vez para ejercitarse en el virtuosismo (Jesús Blasco, Luis Bermejo, Victor de la Fuente, Jordi Bernet, Adolfo Usero…), vendría otra de historietistas a los que cuadernos y hojas les sirvieron como auténticos bancos de prueba en los que someter a examen el lenguaje de la historieta y sus tipologías (Enrique Ventura, LPO, Rubén Garrido...).

Habría que esperar, sin embargo, a nuestro underground para encontrar esa obsesión por una trastienda valiosa y voluminosa que tan pronto corre en paralelo a la realización de una obra como se acompasa a la misma (Nazario, Mariscal -el único español seleccionado por Heller-, Ceesepe, Daniel Torres, Gallardo, Pons, Max, Cifré, Laura, Micharmut...).Y enseguida, aunque algunos de paso más fugaz por la historieta, a los Javier de Juan, Ana Juan, Isidro Ferrer, César Fernández Arias, Víctor Aparicio, Santiago Sequeiros... en cuyos laboratorios personales se quedaron muchas joyas improvisadas.

Hoy, en cambio, es frecuente que los álbumes nos regalen como extra parte de su making off, en alguna ocasión hecho "a posteriori", a la vez que todo ese universo de "lo no definitivo" se solapa con el boom del "cuadernismo", en el que aquí y ahora contamos con algunas figuras notables como Joaquín López Cruces, Enrique Flores o Toña Santolaya, varios de ellos también historietistas... aunque, como diría monsieur Moustache en Irma la dulce, eso es otra historia.