Alack Sinner entre 1975 y 2006.
El mismo año en que murió Franco, la revista italiana Alter Linus comenzó a publicar las aventuras de este detective que llegaba para zarandear la atonía que presidía el género negro en la historieta. A su favor contaba con uno de aquellos cíclicos booms de la novela policiaca, antes de que finalmente esta encontrara un hueco permanente en la política editorial. Pero contaba, sobre todo, con la sabiduría de uno de los mejores guionistas que ha dado la historieta mundial (Carlos Sampayo, Carmen de Patagones, Buenos Aires, 1943) y un excepcional dibujante (José Muñoz, Pilar, Buenos Aires, 1942) que había empezado a destilar con sabiduría las enseñanzas de los grandes maestros.
Muñoz había transitado por la industria desde el escalón más bajo (como ayudante de dibujantes que no le dejaban firmar; fogueándose en el mercado comercial británico; y dando sus primeros pasos en aquella revista argentina que marcó una época: Frontera), pero sobre todo había sucumbido como lector a la moral que imprimía a sus trabajos el escritor Héctor G. Oesterheld (que moriría en los sumideros de la dictadura militar, como sus cuatro hijas, sus tres yernos y un par de nietos) y a las enseñanzas de dos profesores de la Escuela Panamericana, Hugo Pratt y Alberto Breccia, del último de los cuales, junto a su hijo Enrique, llegaría a ser el alumno aventajado.
A punto de terminar la dictadura de Onganía, en 1972 Muñoz dejó atrás el asfixiante clima político argentino y se trasladó a Londres, donde, dos años más tarde, su amigo el también dibujante Oscar Zárate le presentó a otro compatriota exiliado, Carlos Sampayo, uno de los mejores conocedores y divulgadores de la historia del jazz.
Ni Sampayo ni Muñoz te-nían nada que perder cuando, instalados en España, empezaron a concebir las peripecias de un detective privado que homenajeaba a los clásicos (Chandler, fundamentalmente), pero que sobre todo exhalaba por sus poros el desencanto y el escepticismo que experimentó toda una generación tras el declinar de las revueltas del 68. Y así también lo empezamos a percibir nosotros cuando, muerto Franco, empezó a publicarse en España, gracias a las revistas del grupo Nueva Frontera.
Sampayo escribía como los dioses y tenía un oído especial para captar la melodía que debe encerrar toda buena historieta, una melodía que no dudaba en acoger cualquier estridencia si le convenía para recrear un climax de confusión, y que Muñoz hacía suya de una forma orgánica en aras de expresar los más dispares estados de ánimo. Hacía aquello que se pasó toda la vida exigiéndose a sí mismo el inmenso Alberto Breccia: ir olvidando el oficio, la habilidad, las tretas que se aprenden con los años de profesión...
En ese sentido, el Nueva York en blanco y negro por el que deambula este antihéroe, que pronto se cansó de su oficio, es único y nace por igual del amor hacia la literatura, la música o el cine americano, como del odio hacia unos modos políticos que han tendido a avasallar a sus ciudadanos más débiles y a hundir sus espuelas en la piel de sus vecinos del sur.
Y, junto a Sinner, vimos ir creciendo personajes que acabarían teniendo luego entidad e historietas propias, como Joe o Sophie, sin duda porque, de partida, estaban más llenos de vida que el propio Alack, que la iba conquistando a medida que la propuesta hacía más difusas las características que la identificaban como un relato de género. De modo que si hoy lo podemos considerar uno de los grandes clásicos de este medio es precisamente por eso: por abrirse a lo sustancial de una existencia humana que, en lo esencial, se desenvuelve siempre en soledad y encuentra en el amor y la amistad dos paliativos para sobrellevarla.
Estamos de suerte con las ediciones integrales (aquellas que rescatan en uno o varios volúmenes una serie o la obra de un autor), porque todo el entusiasmo que intenté transmitirles en mi anterior colaboración, a propósito del Philèmon de Fred, puede aplicarse ahora a la que reúne en un solo tomo las aventuras que Sampayo y Muñoz dedicaron a su personaje
El mismo año en que murió Franco, la revista italiana Alter Linus comenzó a publicar las aventuras de este detective que llegaba para zarandear la atonía que presidía el género negro en la historieta. A su favor contaba con uno de aquellos cíclicos booms de la novela policiaca, antes de que finalmente esta encontrara un hueco permanente en la política editorial. Pero contaba, sobre todo, con la sabiduría de uno de los mejores guionistas que ha dado la historieta mundial (Carlos Sampayo, Carmen de Patagones, Buenos Aires, 1943) y un excepcional dibujante (José Muñoz, Pilar, Buenos Aires, 1942) que había empezado a destilar con sabiduría las enseñanzas de los grandes maestros.
Muñoz había transitado por la industria desde el escalón más bajo (como ayudante de dibujantes que no le dejaban firmar; fogueándose en el mercado comercial británico; y dando sus primeros pasos en aquella revista argentina que marcó una época: Frontera), pero sobre todo había sucumbido como lector a la moral que imprimía a sus trabajos el escritor Héctor G. Oesterheld (que moriría en los sumideros de la dictadura militar, como sus cuatro hijas, sus tres yernos y un par de nietos) y a las enseñanzas de dos profesores de la Escuela Panamericana, Hugo Pratt y Alberto Breccia, del último de los cuales, junto a su hijo Enrique, llegaría a ser el alumno aventajado.
A punto de terminar la dictadura de Onganía, en 1972 Muñoz dejó atrás el asfixiante clima político argentino y se trasladó a Londres, donde, dos años más tarde, su amigo el también dibujante Oscar Zárate le presentó a otro compatriota exiliado, Carlos Sampayo, uno de los mejores conocedores y divulgadores de la historia del jazz.
Ni Sampayo ni Muñoz te-nían nada que perder cuando, instalados en España, empezaron a concebir las peripecias de un detective privado que homenajeaba a los clásicos (Chandler, fundamentalmente), pero que sobre todo exhalaba por sus poros el desencanto y el escepticismo que experimentó toda una generación tras el declinar de las revueltas del 68. Y así también lo empezamos a percibir nosotros cuando, muerto Franco, empezó a publicarse en España, gracias a las revistas del grupo Nueva Frontera.
Sampayo escribía como los dioses y tenía un oído especial para captar la melodía que debe encerrar toda buena historieta, una melodía que no dudaba en acoger cualquier estridencia si le convenía para recrear un climax de confusión, y que Muñoz hacía suya de una forma orgánica en aras de expresar los más dispares estados de ánimo. Hacía aquello que se pasó toda la vida exigiéndose a sí mismo el inmenso Alberto Breccia: ir olvidando el oficio, la habilidad, las tretas que se aprenden con los años de profesión...
En ese sentido, el Nueva York en blanco y negro por el que deambula este antihéroe, que pronto se cansó de su oficio, es único y nace por igual del amor hacia la literatura, la música o el cine americano, como del odio hacia unos modos políticos que han tendido a avasallar a sus ciudadanos más débiles y a hundir sus espuelas en la piel de sus vecinos del sur.
Y, junto a Sinner, vimos ir creciendo personajes que acabarían teniendo luego entidad e historietas propias, como Joe o Sophie, sin duda porque, de partida, estaban más llenos de vida que el propio Alack, que la iba conquistando a medida que la propuesta hacía más difusas las características que la identificaban como un relato de género. De modo que si hoy lo podemos considerar uno de los grandes clásicos de este medio es precisamente por eso: por abrirse a lo sustancial de una existencia humana que, en lo esencial, se desenvuelve siempre en soledad y encuentra en el amor y la amistad dos paliativos para sobrellevarla.