Pierre Lemaitre. Foto: François Guillot

Traducción de Juan Carlos Durán Alfaguara, 2015. 400 páginas, 18'90€

Tratar de describir el primer caso de Camille Verhoeven, el comandante enano, el dolorosamente observador y decididamente tierno detective no privado creado por el ganador del Goncourt Pierre Lemaitre (París,1951), es toparse, inevitablemente, con la manida máxima de Nietzsche que asegura que cuando miras al abismo, el abismo también te mira a ti. El abismo, en el universo elegantemente macabro de Lemaitre, es una mujer. Una mujer troceada. Una mujer a la que, después de cortarle la cabeza, el asesino ha lavado cuidadosamente el pelo con un champú. Una mujer que no ha sido escogida al azar, sino que ha tenido la mala suerte de cruzarse con la ficción. Porque es una mujer personaje. Alguien que murió, de manera ficticia, en una novela negra. Y que, milagrosamente, ha resucitado para volver a morir, para morir por primera vez, en realidad, lejos de las páginas del libro y del autor que la condenó sin saberlo. Porque el primer asesino dibujado por Pierre Lemaitre es un asesino ilustrado. No en vano, su apodo, en la prensa, es El Novelista.



Lemaitre, hoy por hoy, el mejor y más en forma novelista noir galo, un tipo capaz de pisarle los talones al maestro (Banville) Black, en destreza narrativa y musculoso magnetismo literario criminal, juega al gato y al ratón con el lector, proponiéndole un suculento y lúdico banquete, susurrándole algo así como: "He aquí un asesinato que alguna vez cometió un personaje de ficción, ¿sabrías decirme en qué novela se encuentra?". La novela se convierte así en un crucigrama perverso, un tablero sobre el que Lemaitre, en su condición de maestro de ceremonias, coloca a Camille, su detective, a Irène, su mujer, al puñado de agentes que revolotean a su alrededor, a un periodista impaciente, y a un profesor y a un librero, expertos ambos en novelas de misterio. Y a continuación les hace danzar, como si, en vez de un escritor, fuese un director de escena y tuviese a sus órdenes a un grupo de actores que interpretan, a la perfección, su papel. En ese grupo de actores, se cuela, un día, un asesino. Un asesino que envía cartas y que está suscrito a una revista llamada "Noches Blancas", en claro homenaje a Dostoievski, para muchos, fundador, sin poder evitarlo, y sin haber sido en ningún momento consciente, de la novela negra moderna, aquella que no atañe tanto al porqué del crimen como al infierno que crepita en el interior del asesino.



Es Irène también un curioso manual de clásicos del género, pues aunque tan sólo son cinco (cinco crímenes basados en otras tantas novelas) los que el asesino ejecuta, son otros muchos los que se mencionan, y ninguno de ellos es menor, porque el tipo en cuestión es un buen lector y su proyecto, así lo llama él, su proyecto, sólo se digna a escenificar ficciones perfectas, clásicos, pero ¿acaso es Camille Verhoeven un experto en la materia? ¿Lee compulsivamente novela negra? No, Camille no es esa clase de detective. Camille es un detective triste pero no es un detective lector. Se sabe brillante, pero no olvida lo que los demás ven cuando le miran: un tipo con aspecto de niño, que apenas mide un metro cuarenta y cinco, la clase de tipo al que asedia, sin remedio, la prensa, en cuanto se le asigna un caso. Porque el pequeño detective ataca de nuevo, y esta vez tiene entre manos algo realmente grande. En la contención, en sus descripciones afiladas como cuchillos ("Las nueve. Despacho del comisario Le Guen"), en su ardorosamente sencilla pero impecable construcción de personajes (Irène, sobre todo, pero también Louis, y el librero, y su hermana psicótica, e incluso el profesor universitario que no acaba de entender por qué Camille llama a su puerta, y que al final se siente extrañamente atraído por el submundo policial del que siempre le separó la ficción), se encuentran algunos de los múltiples talentos de Lemaitre, que ha observado durante el tiempo suficiente cómo se construían edificios tan altos como La Dalia Negra de James Ellroy, el 1974 de David Peace, como algunos de los clásicos del XIX (Gaston Leroux) y hasta del XVIII (y no necesariamente criminales: en la novela hay un guiño escondido a Tobias Smolett), como para construir su propio edificio.



Un edificio perfecto. Sin una sola grieta. Una novela cinco estrellas llamada a figurar entre los clásicos (futuros) del género, y entre los clásicos (futuros) de un autor que, decíamos, le pisa los talones al maestro Black, gracias a su indiscutible talento para trascender el género, a la manera en que en su momento lo hizo el gran (el enorme) Raymond Chandler. Porque lo suyo no es la novela negra al uso, lo suyo es la Literatura, con mayúsculas.