Hiperión. Madrid, 2014. 141 páginas, 18 euros

En nuestros días la poesía se ve sometida, en lo que al tratamiento de los temas se refiere -es a la vez un don y una condena- a la provisionalidad y a la anécdota del instante. Amplía y enriquece así su campo de expresión siempre que no caiga en lo fácil y en lo epidérmico. Pero la tradición nos demuestra que la poesía es un género literario que fundamentalmente ha atendido a una serie muy concreta de temas, porque así lo exigía la importancia de los mismos: el amor, la muerte, el tiempo, lo sagrado, los momentos estelares de la Historia... Esto es lo primero que pensamos al reparar en el libro que hoy comentamos y, que ya desde su título, nos remite a la muerte como tema central.



Pero qué duda cabe que éste -como el del amor- es un tema de temas, pues se presta a multitud de interpretaciones, por más que la gravedad del mismo sea obsesiva para los seres humanos, quizás el más esencial. A veces, nace alejado de consideraciones meramente religiosas o metafísicas y alude a la muerte como una presencia tan brusca como cruel. Pienso ahora no sólo en este libro, Haikus en el corredor de la muerte, sino en Tengo una cita con la muerte (Poetas muertos en la Gran Guerra), seleccionados y traducidos en su día por Borja Aguiló y Ben Clark (Linteo, 2011). Pero si en éste la muerte llega como un honor tardío para reconocer la obra de los jóvenes soldados-poetas, en los haikus pone de relieve una tradición japonesa: la de que la persona que va a morir (condenada a muerte por ahorcamiento) deje, como mensaje último, un poema que, a la vez, debe someterse -lo que supone un segundo reto- a la forma extremadamente sintética y fulgurante del haiku.



Diríamos por ello que la poesía, ya como fenómeno anímico, se ve sometida a una prueba especial: la de dar con la dignidad y corrección de su factura en ese momento extremadamente grave que es el de la muerte, pero no una muerte que se ve venir con calma y resignación por edad o enfermedad, incluso la del suicida, sino con la brusquedad del que ha sido condenado a muerte. Tienen así estos versos el carácter de testamento en los límites, revelado desde una lucidez final que desea ser transformada en arte. El condenado se ve obligado a sintetizar no sólo lo que él siente en esos momentos finales sino incluso a resumir lo que piensa de la vida, de sus seres queridos ("Día de la madre,/cerrando mis ojos/ veo a mi madre", o : "No sabe mi hijo/que estoy condenado a muerte") y sabiendo incluso de qué poco sirven estas palabras últimas porque, escribe otro de los autores, "la verdad no la puedo decir".



Por tanto, la prueba de escribir poesía y hacerlo por medio de sólo 17 sílabas resulta de una intensidad especial. No sabemos si los condenados poseían el don de ser poetas, pero deben serlo en ese momento que precede a su muerte. Ese poema-testamento se escribe en una situación límite en la que todo "empieza a derrumbarse" y los minutos que quedan son como un "estruendo primaveral", donde "no se tiene mañana". Quizás de la lucidez última nace ese fulgor que es consustancial a la poesía verdadera, pues ésta brota del hondón del subconsciente. Así el condenado siente el calor de "un fuego para difuntos", "un sudor otoñal", "como si se rompiera/la luna" y siente "tibio/el patíbulo".



Estamos, pues, ante un libro extremadamente original, por grave y desgarrador, síntesis de lo que la poesía puede ser para un humano en el momento más violento: el que vive un condenado a muerte. Estos testimonios poéticos hacen alusión a ese momento concreto, pero nos lleva a considerar que el de la muerte es un tema que está presente en todos los tiempos y en no pocos poetas, como testimonio frente al enigma más perturbador de la vida.



De ello es una buena prueba ese tanka a la muerte que el poeta Raizán escribió en el siglo XVIII antes de su agonía: "Raizán ha muerto/ para pagar el error/ de haber nacido:/no culpa a nadie de ello,/ ni guarda ningún rencor". En testimonios como éste y en otros no menos acusados, como los de los condenados, se nos demuestra que la poesía puede llegar a ser la más esencial muestra de lo vital. Brilla incluso en estos casos una sabiduría que sobrevuela y vence incluso a la misma muerte.