Vicente Gallego. Foto: Carmen Marí

Visor. Madrid, 2015. 92 páginas. 10€

Vicente Gallego (Valencia, 1963) ha publicado una decena de libros de poemas. Con su anterior obra, Cuaderno de brotes (Pre-Textos, 2014), dio un paso más en un camino que conduce a tres metas: la sencillez expresiva, la exploración poética de la vida cotidiana, una espiritualidad sin etiqueta reductora.



En Saber de grillos, poemario con que obtuvo el Premio Emilio Alarcos, Gallego extrema la concisión. El vocablo que más repite es "alma". A pesar del desgaste que padece dicha palabra, el autor consigue reavivarla para la literatura. ¿Y qué contiene su alma? En primer lugar, una sintonía gozosa con la Naturaleza. Alejado de las prisas y ambiciones urbanas, el poeta escribe los nombres de los animales que lo acompañan en las cercanías de su choza: falenas, grullas, crótalos, cigarras, una rana, un caracol que guarda su secreto, un gorrión que tiembla de vida. Solo o acompañado por amigos, recorre los montes, la tierra perfumada. Se refiere a unos caballones, un cañaveral, los juncos, campos de girasoles, un abrevadero, la cabaña, la lumbre, la quietud. Crea sus imágenes con los elementos más próximos: matorrales, hojas, guijarros, jazmín, yerbabuena, frutos, el sol poniente que debe enjuagar la página del escritor, "el llanto del rocío / sobre la telaraña". Dedica especial atención a las aves que "están izando el día / a su cristal de luz para romperlo / y que caiga hecho trino sobre el mundo".



Todo fluye con tanto refinamiento y claridad en estos poemas que podría pasar inadvertida la destreza técnica del autor. En el libro abundan los endecasílabos, pero resaltan los heptasílabos. De entre los dieciséis textos compuestos con tal variedad métrica, sobresalen por su elegancia "Florecía el almendro", "Del natural", "Golondrinas", "Humo de leña", "Canícula", así como el que da título al conjunto. La claridad que menciono no debilita el misterio. Los tres versos de "Camposanto en la serranía", los cinco de "Oír el gallo", los siete de "Oscuramente", los ocho de "Cuando ella canta a solas", los nueve de "La custodia" o los quince de "Sol en el cuarto de la tarde" tienen una transparencia enigmática que invita a su relectura.



Los fulgores que el escritor aprecia destacan en los actos y objetos de la vida diaria. Pueden presentar la forma de una llamarada, pero también la de una mujer vieja y ebria de sol o la de unos niños que juegan en el parque. Vicente Gallego nos dice que es necesario renacer con mirada intensa para contemplar una rama nítida. El poema "Biografía" compendia su actitud vital. Solitario en el campo, el poeta huele unos tomates y bebe un poco de vino; eso le basta para comunicarnos su pequeña verdad íntima. Y el conocimiento que percibimos no se presenta con afirmaciones, sino mediante dudas que piden nuestra colaboración. Como las intuiciones o certezas están pudorosamente escondidas en una veintena de preguntas, los signos de interrogación crean un espacio participativo para los lectores. Coinciden con tres versos de la composición "Intimidad": "sentándome sin más en la desnuda / gratitud de sentirme, / se ha ensanchado la casa".



Una novedad con respecto a otros libros de Vicente Gallego: casi todos los textos están dedicados. La mayoría de ellos a escritores. No se trata de un detalle menor; confirma las expresiones de agradecimiento que la obra transmite. Así queda reconocida su identificación con Francisco Brines, José Corredor-Matheos, Hugo Mujica, Eloy Sánchez Rosillo, Juan Vicente Piqueras, Lorenzo Oliván, Vicente Valero, Felipe Benítez Reyes, Ada Salas, Carlos Marzal, Arturo Tendero, Francisco Díaz de Castro, etc. Y asimismo Gallego rinde homenaje a cinco personas fallecidas: su maestro espiritual Nisargadatta Maharaj y los poetas Tomás Segovia, Idea Vilariño, César Simón, Luis Feria.



En definitiva, las setenta y ocho composiciones de Saber de grillos concentran en su brevedad una poesía depurada y honda.



@FJIrazoki

A José Saborit En la mañana, hondo, donde cruzan las águilas y el monte se pierde como un niño y se sofoca; donde prospera el cardo, el esqueleto de tanta soledad abierta en llama. Van pisando los pies, mediado el día, caballones hendidos de calor, requemados de espejos, de guijarros en los que el sol golpea y le abre un río de centella al aire. Dejé mi tiempo atrás, hallé mi vida en los picos pelados.