Juan Lamillar. Foto: A. Cañada Rosal

Prensas Universitarias de Zaragoza, 2015. 72 páginas, 10€

Después de los libros El fin de la magia (2008) y Entretiempo (2009), así como de la antología Música de cámara (2014), donde reunió poemas sobre la fotografía, Juan Lamillar (Sevilla, 1957) publica, en la bonita y modélica colección zaragozana que dirige el escritor Fernando Sanmartín, Las formas del regreso, obra que añade a su título las fechas (2005-2007), como queriendo dar a entender que se agrupan distintas series poéticas escritas a lo largo de esos años. Y así es. Siete en total componen la obra, que, con todo, no es extensa. Ni carece de unidad, a pesar de lo dicho. Al fin y al cabo, si algo tiene Lamillar es voz propia, distinguible de los ecos que pueblan el panorama. No, no hace falta ponderar la ya larga carrera literaria del sevillano, uno de los mejores poetas de su promoción, la Generación de los 80, según García Martín, o de la Democracia, que diría Prieto de Paula. Lo vuelve a demostrar aquí, y de la mejor manera.



En torno a luz "más física", aunque en versos de inflexión metafísica (al modo de Brines, pongo por caso), giran los poemas de la primera parte (léase el logrado "Las manos tendidas"). "La vida es liberarse de las sombras", nos dice. Nada extraño en un hombre del sur que nunca ha renunciado a la claridad (en más de un sentido) que en esos lugares resplandece.



A la música, una de sus obsesiones favoritas (tan cercana a su clásica manera de componer), la segunda. Allí alude a "la diosa solitaria / que entrega su consuelo / a todos los que habitan / la soledad del mundo".



Piedras, "ofrendas antiguas", vaticinios o exequias pueblan la tercera.



En "Cuerpo", la cuarta, se impone el soneto erótico y amoroso, con ecos de Lope y Juan Ramón.



En la quinta, los protagonistas son Apeles, Montaigne ("Señor de la Montaña"), Shakespeare, Walser (personaje de un precioso poema: "Ante una foto de Robert Walser"), Miguel Ángel y Sánchez Cotán.



Estampas personales, donde mejor se aprecia el tono melancólico del conjunto (con una cesión al desenfado en "Playa nudista") caracterizan la sexta y, por fin, el amor (y el tiempo) cierran este minucioso libro impecablemente escrito que el lector ha de degustar con el placer que sólo la lentitud y la serenidad proporcionan.