Federico en su escritorio, fotografiado por Eduardo Blanco Amor en 1935
Federico García Lorca sentía, como recoge Christopher Maurer en su documentado prólogo a este libro, "una gran prevención contra las entrevistas"; y, efectivamente, sobre algunas de las recogidas en la presente compilación puede pesar la duda sobre si realmente reproducen fielmente las palabras del poeta. La entrevista, se afirma en ese mismo prólogo, es fruto de una "colaboración" entre dos; y sobre el resultado, por tanto, pesará siempre la sospecha de que la intervención del entrevistador pueda haber alterado radicalmente la expresión y el sentido de lo que intentaba comunicar el entrevistado.Por fortuna, estas dudas se disipan pronto. Como ante cualquier trabajo de campo lo suficientemente amplio y riguroso, el lector pronto se deja convencer por la abrumadora fuerza de los hechos: el personaje público que responde a entrevistadores de estilo e intención variada y en contextos muy distintos termina por resultar tan familiar como reconocible; e incluso cuando él mismo desconfía de la fidelidad de lo transcrito, al lector le cuesta pensar que ciertas afirmaciones características no hayan salido de su boca: por ejemplo, cuando afirma, en una entrevista concedida a Rafael Moragas en 1927 ante el estreno de Mariana Pineda: "Acaso toda mi obra no sea más que un ejemplo de variaciones sobre el tema del romance popular".
Curiosamente, un buen número de los entrevistadores de Lorca abundan en la idea de la palabra fácil e incluso desbordada del poeta. Pero lo que el conjunto de estas entrevistas sugiere, por el contrario, es que Lorca sabía muy bien lo que decía y ponía un enorme cuidado en remachar unos pocos conceptos que juzgaba imprescindible transmitir al público. En eso se revela, no ya como el poeta arrebatado y locuaz que muchos de sus lectores e incluso estudiosos han querido ver en él, sino como un autor enormemente consciente de sus procedimientos e intenciones.
De lo que no podía serlo, lógicamente, es de que estas entrevistas dispersas terminarían construyendo para la posteridad una detallada biografía pública, que no solo recogía puntualmente sus sucesivos éxitos teatrales -asunto al que están consagrados la inmensa mayoría de ellas- o sus baños de masas -muy destacadamente, en el viaje a Argentina y Uruguay en 1933-34-, sino también algunos tics característicos, tales como el de recibir al reportero en la cama o en pijama y dedicarle, cuando el interlocutor lo merecía, todo un recital de sus aptitudes para el recitado, el canto o la interpretación musical.
Lo que no es óbice para que, en otras cuestiones, el personaje público que el poeta estaba construyendo se muestre extremadamente comedido: en su deliberado designio, por ejemplo, de presentarse como escrupulosamente apolítico, lo que le lleva a criticar la postura contraria adoptada por algunos coetáneos, tales como el "fascista" Valle-Inclán o el más cercano Rafael Alberti, de quien afirmará en 1933: "Luego de su viaje a Rusia (…) ya no hace poesía, aunque él lo crea, sino mala literatura de periódico".
Años más tarde matizará ese juicio derogatorio, cuando él mismo crea necesario, al hilo de la coyuntura política, reafirmar su compromiso social ("El artista, como observador de la vida, no puede permanecer insensible a la cuestión social", declarará en 1935 a un semanario palmesano), por más que no desaproveche ocasión para declarar su interés preferente por los asuntos de índole intimista o "sexual", que considera más ajustados a las posibilidades de la puesta en escena teatral, en comparación con las del cine.
Respecto a estas cuestiones, no debe sorprender que el poeta no haga ninguna alusión pública a su propia sensibilidad. Habrá que esperar a 1957 para que Cipriano Rivas Cherif, en un apasionado ensayo sobre la muerte de su amigo, transcribiese un presunto diálogo privado en el que el poeta le confesó su enamoramiento de un muchacho y la índole de su inclinación sexual. ¿Fueron éstas las exactas palabras del poeta, tal como las transcribe su interlocutor más de veinte años después? Un dato hay a favor de ello: el estilo de Rivas Cherif, enmarañado y farragoso en la mayor parte de su ensayo, se vuelve alado y preciso cuando pone palabras en labios de su amigo, como si fuera éste quien, por un momento, tomara el control de la hasta entonces entorpecida pluma. Ese mismo milagro tiene lugar en otras muchas ocasiones a lo largo de este libro.