Edith Södergran
"Sería asombroso sentir,/ una sola noche, una noche como esta,/ el peso de tu cabeza sobre mi pecho" se lee en uno de los poemas del primer libro que publicó Edith Södergran en 1916. Había allí ya el ensueño, el deseo, de otra vida posible, mejor, incluso días de felicidad. En contraste, en un poema posterior, el estado de ánimo es muy otro: "Mis castillos de cuento/ se sostienen/ en pilares frágiles e indescriptibles./ Oh, castillos de cuentos míos, /desmoronados".Edith Södergran (San Petersburgo, 1892) murió joven (Raviola, Finlandia, 1923), a consecuencia de la tuberculosis que le aquejó desde 1908, lo que unido a la situación política desencadenada en el área por la Revolución rusa y a sus repercusiones económicas hizo que su vida no fuera precisamente un camino de rosas. Pese a todo ello, en un poema de El altar de la rosa (1919), en plena convulsión revolucionaria y bélica -en ese sentido puede leerse este verso: "Ahora luchan otra vez las personas: fantasma contra fantasma", pero también con un alcance mayor-, Södergran seguía hablando de un mundo con un horizonte prometedor: "Las personas avanzan a hurtadillas, solas, camino de la felicidad sin límites." Sin embargo, en ese mismo libro, otro poema dice en su final: "Cómo ansío ese lugar/ donde se ve/ el camino hacia los Campos Elíseos y el Hades", los lugares mitológicos de quienes no son ya más que sombras.
La poeta escribía convencida de su misión, de que su palabra no era una cualquiera sino una inspirada, destinada a decir una verdad transcendente: "Me distingo de vosotros/ porque soy más que vosotros", y en otro lugar dirá: "Soy la estrella del futuro", y desde esa posición privilegiada sus versos adquieren la tonalidad de un profeta: "Me dirijo a vosotros/ con una buena nueva:/ El reino de Dios está comenzando."
Södergran reitera en sus escritos su fe, dice que su destino está escrito en el libro divino, ella, que no deja de expresar su estado, "la vida se me hundió en un humo azul", que se pregunta, o lamenta, "¿acaso no puedo ser persona?", que se declara "herramienta" de Dios y ha de cumplir su misión. Ningún mal importa: "No necesito más que la gracias de Dios. / Voy embriagada por la vida." Queda a la vista cómo Södergran se debate entre la esperanza y la triste realidad que le correspondió en suerte, entre el presente y la ilusión o promesa de otra vida. Si en un momento escribe: "No encontré el amor. No conocí a nadie", en otro, casi como respuesta, afirma que "todo universo canta resurrección". Encerrado en un cuerpo débil alienta un espíritu elevado por la firmeza de su fe y la certeza de que su voz, que ha de entenderse inspirada, ha de dar a conocer el mensaje. Esa fe da lugar a poemas estremecedores como "Dicha" (La sombra del futuro, 1920), en el que, pese a lo que anuncia el título, se figura ya muerta sin que ello haga caer a las palabras en el dramatismo: "Pronto me estiraré en mi lecho […]. De alegría morderé hasta mi mortaja […] y cuando se me pare el corazón se acunará de placer." En el que fue ya su último libro aconseja: "No te acerques demasiado a tus sueños: son humo y pueden desintegrarse" y bien lo sabía quien se presentaba como una "enferma en el jardín del Edén". Y esa enferma habló con una dicción clara, y sus palabras tienen un fuerte efecto de sinceridad, de confesión de una amiga. Todo suena a despedida, a anhelo de la muerte como salvación.
Aunque en las últimas décadas se habían publicado ya algunos libros de Södergran, este volumen ofrece a los lectores su poesía completa, la de una mujer que se supo predestinada para la poesía y dejó en sus poemas el testimonio de quien soñó otra vida mejor y no pudo encontrar esa ilusión más que haciéndola poema.