Por sorpresa ha llegado la muerte del poeta polaco Adam Zagajewski al que en los últimos años tantos vaticinamos que le concederían el Nobel. Lo merecía, sin duda, como el Princesa de Asturias, con el que este país, que no dejó de frecuentar en los últimos años, le reconoció en 2017.
Nació en Lvov, actual Ucrania, en 1945 y los ecos de la Guerra Mundial, de la que no llegó a ser testigo por muy poco, siempre estuvieron presentes en su obra. Ha muerto en Cracovia, el sitio que eligió para vivir, su ciudad del alma, y a la que dedicó un libro fundamental, En la belleza ajena, una suerte de memorias de juventud, el primero de los suyos que se publicó en España, en la editorial valenciana Pre-Textos, que también editó la antología Poemas escogidos. Después, ya en la barcelonesa Acantilado, fueron llegando los libros de poesía Tierra del fuego, Deseo, Antenas, Mano invisible y Asimetría; los ensayos En defensa del fervor (una palabra que lo define), Dos ciudades, Solidaridad y soledad y Releer a Rilke, además de la original autobiografía Una leve exageración.
Toda su poesía, por cierto, ha sido traducida por Xavier Farré, al que, a tenor de la amplia y feliz recepción de sus versos, no poco debemos los lectores españoles. El propio Farré, en su ensayo “Breves apuntes sobre la poesía de Adam Zagajewski”, destacó que “el tono y la voz poética, el carácter epifánico combinado con los elementos de carácter histórico o de carácter moral en otras ocasiones, la ironía perfectamente dosificada, el equilibro entre la cotidianeidad y el estilo elevado, la celebración y también el tono elegiaco que se transforma en canto, en celebración de nuevo, caracterizan y hacen inconfundible la poesía de Adam Zagajewski”. También que su voz poética “destaca por su serenidad, por su tono conversacional que en cualquier momento puede desembocar en una súbita iluminación. Es una poesía epifánica (...) en el sentido y la función que le otorga Czeslaw Milosz: la epifanía interrumpe el fluir del tiempo cotidiano y se adentra como un momento privilegiado en el que se produce una comprensión más profunda, más esencial de la realidad contenida en las cosas o en las personas”. Está presente en sus recuerdos de infancia, en sus paseos por las calles de las viejas ciudades (Lvov, Cracovia, Venecia, París…), en la evocación del padre (tan habitual en su poesía), en los viajes (Rávena, Siena, las orillas de los ríos Garona y Ródano...), en los cafés de la vieja Europa y en sus jardines... Y ya allí, en la luz, en los pájaros, en el agua... Nada menos rebuscado que la poesía de Zagajewski, compuesta con una gran economía de estilo a partir de elementos comunes, de situaciones corrientes, de cuanto le puede pasar y de hecho le pasa a cualquier mujer o a cualquier hombre.
Porque en su vida diaria hay libros, discos y cuadros, sus maestros (como él los llama) aparecen con naturalidad en sus poemas. Ya sean los pintores flamencos (tan cerca del espíritu de su poesía, como ha destacado Farré), músicos como Mahler o escritores como Milosz (al que dedicó el memorable “Un gran poeta nos deja”), Seferis, Cavafis... No cabe aquí hablar de culturalismo. Como tampoco cabe denominar pomposamente metapoesía a sus reflexiones en torno a la poesía, tan frecuentes en sus libros. “Los poetas construyen una casa para nosotros, / pero ellos / mismos no pueden vivir en ella. (...) Los poetas, invisibles como los mineros, / escondidos en las excavaciones, / construyen una casa para nosotros: / levantan habitaciones / con ventanas venecianas, / fantásticos palacios, / pero ellos mismos no pueden / vivir en ellas”.
Martín López-Vega, que editó la citada antología de Pre-Textos, destacaba “el estigma del desarraigo”, cual judío que no fue, propio de alguien que nació en Lvol o Lviv, pasó su infancia en Gliwice (Silesia) y acabó adoptando como suya la ciudad de Cracovia, donde volvió a principios de siglo tras un periplo por París, Houston o Chicago.
Conviene destacar que el poeta y el ensayista (que veteaba sus textos con matices narrativos) no eran en él sino dos facetas de una misma personalidad lírica, la de quien se declaraba partidario de “la literatura de lo concreto, de la pasión y de la conversación” y era un apasionado lector (de Rilke, por ejemplo).
Perteneciente a la Generación del 68 o de la Nueva Ola, sus primeros poemas son políticos, pero como en el caso de su paisana y amiga Szymborska, pronto renegó de ellos, por más que en su poesía no deje nunca de latir un impulso ético de raíz humanista.
El tono de Zagajewski es sereno y la claridad aporta todo lo que su sobria poesía necesita.
No cabe duda de que representaba el paradigma del poeta europeo. En “El fin de una sociedad abierta” escribió: “Debo confesar que entiendo muy bien algunos de los argumentos que exhiben los defensores de la vieja Europa. Aunque no todos, desde luego. Es una batalla de las ideas muy compleja, que no puede reducirse a una mera fórmula del tipo «progreso contra reacción» o «Ilustración contra Edad Media». Es un enfrentamiento que no se puede ignorar, ni siquiera ahora, aunque solo sea porque ha inspirado a varias generaciones de escritores y artistas y ha dado forma a nuestras sensibilidades”.
Y en Solidaridad y soledad (“En esta obra, mi búsqueda adoptó la forma de una apología de algo que definí a la antigua usanza como vida espiritual, individualidad, soledad y poesía”) escribió: “Por eso creo que, después del fin del mundo, hay que vivir como si no hubiera pasado nada. Naturalmente, es preciso recordar lo que ha ocurrido y pensar en lo que ocurrirá, pero, así y todo, hay que vivir como si no hubiera pasado nada. Dar largos paseos, contemplar las puestas de sol. Creer en Dios. Leer poesías. Escribir poesías. Escuchar música. Ayudar al prójimo. Hacer la pascua a los tiranos. Alegrarse del amor y llorar la muerte. Como si no hubiera pasado nada”.