Es fácil identificar al farsante lírico por las citas iniciales que emplea. Por lo gratuitas que suelen resultar con relación a lo que plantea. De uno de nuestros poetas más genuinos no podíamos esperar tal desliz. La de Agamben hace referencia a cómo los poetas del XIII llamaban estancia “al núcleo esencial de su poesía”. La de Hölderlin, al hombre, que “no soporta más que por instantes la plenitud divina”. “Después, la vida no es sino soñar con ellos”. De ahí el título de la nueva entrega del soriano Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, 1963), que no hace sino reafirmar su radical necesidad en el panorama poético.
“Este es un canto de alabanza / ya que no puede serlo de humildad / por culpa del que, en vez de limitarse / a la mirada, escribe cuanto ve, / lo que piensa que ve, lo que pretende / ver, aunque nada vea”. Así empieza este conjunto de treinta y un cantos sin título unidos por el mismo tono celebratorio. De gratitud hacia la vida. Se podría hablar de monólogo interior en línea con una poesía meditativa (“el que contempla”), del pensamiento, incluso metafísica que, sin embargo, nunca pierde pie. Tal vez porque la naturaleza y el campo, el paisaje de sus altas tierras castellanas, están en el centro de sus reflexiones, realidad y símbolo a la vez.
Desde lo sencillo y lo cotidiano, su voz limpia alcanza un alto grado de significación, que nos recuerda, pongo por caso, al primer Claudio Rodríguez o a su admirado José Jiménez Lozano, tan cercanos a su propio ver y sentir. Esta es una poesía que se adensa en su claridad, que ilumina con naturalidad lo más hondo. Lo hímnico atraviesa cada verso a pesar de que, como dijo José Antonio Gabriel y Galán, “la vida es dura y bella”. “Porque es dura es bella”, matiza Herrero.
Es sentirse vivir, es un arder
que de tan lento llena y es liviano,
liviano hasta en el habla
cuando no se abandona en el silencio,
que es suyo y ensimisma, perpetúa
-no sé ni cómo, lo parece-;
es un secreto para nadie,
con todo, en su penuria. Es un arder
sin rastro. No lo sigas, no lo sigas
al filo de la soledad, en el extremo
del silencio, ni en el clamor de la espera,
ni en la victoria sobre el tiempo.
Es sentirse vivir, es lo que llena.
Contenida, “sin énfasis”, “mi palabra de invierno y por lo austero, / agarrada a la tierra” se detiene en momentos sucesivos que dan cuenta, sobre todo, de la felicidad. Se fija, “por lo menudo”, en el bambú o en un guijarro (“están en lo que están”); en tordos, jilgueros, vencejos, golondrinas y garzas; en el frío del cierzo y la nevada (“No conozco un silencio / tan puro, no ha de haberlo”); “por junto, en equilibrio”, “por entero”. “En cada cosa hay / hermosura”. En una higuera, por ejemplo. Porque “cada mirada es una respuesta”. Porque “la tierra, que es hondura, nos resume”.
Herrero no desdeña la extrañeza que suele sobrevenirle en medio de la soledad helada (“Aquí la soledad / es un estado, porque es lo sustantivo”). En su lugar serrano. Siempre el mismo y siempre diferente: “Mira que he desgastado estos parajes”, dice. Un mundo tan de la memoria como intempestivo que no se hunde “en la añoranza / de mi tierra como aquel cuarteto de Li Bai”.
“De sobra sé que cuanto / pude esperar lo tuve, si no más”, escribe. Y: “Qué más puedo / pedir: no he estado nunca solo / como la sierra, como el tiempo”. Dos hermosísimos poemas de amor dan fe de ello.
Esta aceptación de la vida, acompasada al ritmo de las estaciones, que apuesta por “lo cierto”, sin olvidar que en la “fugacidad se cifra / mi destino”, aporta al lector una serenidad benéfica. “Con qué consuelo, un hombre/ está mirando al pájaro / solitario”. El mismo alivio que uno siente al terminar, feliz, Estancia de la plenitud.