En el Estado rígido y totalitario en el que tiene lugar esta historia, los viajes en el tiempo, tanto como sus peligros, son muy reales. Sin embargo, aquí no son el origen de divertidas aventuras, sino castigos del poder contra individuos subversivos. Individuos como Adriane Strohl, aunque ella nunca hubiese sospechado ser una chica peligrosa. Después dar su discurso de graduación y a modo de “rehabilitación” por Traición y Cuestionamiento de la Autoridad, Adriane es enviada a Wainscotia, una ciudad que solo existía ochenta años antes, en 1959. Pero su idealismo no entiende de saltos temporales y no puede evitar cuestionar los principios que rigen su sociedad, con resultados liberadores... pero también estremecedores.
En este thriller distópico ambientado en los Estados Unidos de 2039, que Joyce Carol Oates (Nueva York, 1938) comenzó a escribir en 2011, la autora explora con su habitual sencillez extraña y desgarradora y grandes dosis de imaginación la resistencia de una joven contra las restricciones de una sociedad opresiva. Los Riesgos de los viajes en el tiempo que promete el título se hacen pronto evidentes cuando Strohl se encuentra a la deriva en esta idílica ciudad del medio oeste de ochenta años atrás, donde no podrá evitar cuestionar las limitaciones del mundo de Wainscotia con resultados que son devastadores y liberadores.
Lee aquí un fragmento de la novela más inesperada de Joyce Carol Oates:
Aniquilación
IA: Individuo Aniquilado.
Si te aniquilan, dejas de existir. Se te «vaporiza».
Y si te aniquilan, se aniquila además todo recuerdo tuyo.
Tus efectos personales y tu herencia pasan a ser propiedad de los EAN (Estados de América del Norte).
Una vez que hayas dejado de existir, a tu familia, incluso a tus hijos si los tienes, se les prohibirá hablar de ti o recordarte bajo ningún pretexto.
Como se trata de un tabú, no se habla de Aniquilación. Sin embargo, todo el mundo sabe que, además de ser el más cruel de los castigos, la Aniquilación siempre pende sobre uno.
Ser Aniquilado no equivale a ser Ejecutado.
La Ejecución es un tema de educación pública. No es un secreto de Estado.
Cierto porcentaje de ejecuciones, bajo los auspicios del Programa Federal de Ejecuciones Educativas (PFEE), se retransmiten por televisión al pueblo, con el propósito de educarlo moralmente.
(En la cámara de ejecución, diseñada para que parezca un quirófano, los agentes carcelarios atan a una camilla al IC [Individuo Condenado]; luego, miembros de la dotación de la cárcel, con uniformes blancos de «enfermeros», administran al IC una dosis letal de veneno, mientras, desde sus hogares, millones de espectadores contemplan el espectáculo por televisión.)
(Nosotros no veíamos las ejecuciones. Aunque la situación de mi padre era ya de IM [Individuo Marcado], y de vulnerable por su Clasificación de Casta [CC], ni papá ni mamá permitían que se encendiera el televisor durante las Horas de Ejecuciones que solían programar varias veces por semana. En sus tiempos de instituto, Roderick, mi hermano mayor, ponía objeciones a aquella «censura», alegando que, si sus profesores analizaban en clase el aspecto educativo de una Ejecución, no estaría en condiciones de participar y destacaría como «sospechoso»; pero su argumento no convenció a nuestros padres para que encendieran el televisor en esos casos.)
La Aniquilación es algo completamente distinto, porque, si bien la Ejecución está abierta a un debate público, el simple hecho de aludir a una Aniquilación es un delito federal tan digno de castigo como la Incitación a la Traición.
Eric Strohl, mi padre, había sido un IM desde antes de que yo naciera. En su calidad de joven médico residente en el Centro Médico de Pennsboro, se había visto sometido a observación como persona de mentalidad científica, porque se daba por sentado que individuos como él «pensaban por sí mismos», una notoriedad que nadie hubiera querido para sí. Por añadidura, a papá se le acusaba de asociación con un IS (Individuo Subversivo) bajo vigilancia, que más adelante sería detenido y juzgado por Traición. Aquel individuo hablaba a un pequeño grupo en un parque público; papá se había limitado a escucharlo comprensivo cuando una «redada» de la Seguridad Nacional los capturó a él y a otros allí presentes… y la vida de mi padre cambió para siempre.
Se le apartó de su puesto de residente en el centro médico donde trabajaba. Aunque poseía una licenciatura en medicina, con formación especial en oncología pediátrica, solo encontró trabajo mal remunerado como auxiliar de enfermería en el mismo centro, donde lo mantuvieron en cuarentena permanente para que nunca se le permitiera ya «ejercer» de médico. Aun así, mi padre nunca se quejó (en público); solía decir (en público) que se consideraba afortunado por no estar en la cárcel y por seguir vivo.
De cuando en cuando los IM estaban obligados a repasar sus delitos y el castigo correspondiente y a expresar (en público) gratitud por su exoneración y empleo actual. En tales ocasiones, papá respiraba hondo y, como él decía, canjeaba su alma una vez más.
¡Pobre papá! Tenía tan buen humor en casa que no creo que me diera cuenta de lo mal que lo pasaba. De lo destrozado que se sentía.
En nuestra familia se daba por hecho que no hablábamos de la situación per se de papá, pero al parecer se nos permitía —es decir, no se nos prohibía expresamente— aludir a su estatus de IM de la manera en que se podría mencionar una dolencia crónica de un miembro de la familia, la esclerosis múltiple, por ejemplo, o el síndrome de Tourette, o una tendencia a los accidentes raros. Ser IM era algo vergonzoso, embarazoso, potencialmente peligroso, pero dado que se trataba de una categoría delictiva (relativamente) menor comparada con otras mucho más graves, no se consideraba delito de Traición reconocer su existencia. Pero, incluso así, papá corría peligro.
Porque uno de los recuerdos que me vienen a la memoria, claro e independiente, como un sueño perturbador que reaparece de pronto a la luz del día, es cómo en cierta ocasión, cuando no había nadie en casa excepto nosotros dos, papá me llevó escaleras arriba hasta una habitación en el ático que, para mí, siempre había estado cerrada con un candado; y en aquel cuarto papá sacó —de debajo de una lama suelta de la tarima, cubierta además con una alfombra raída— un montón de fotografías de un hombre que me resultó extrañamente familiar, pero al que no conseguía ubicar.
—Es tu tío Tobias, al que aniquilaron cuando tú solo tenías dos años.
Por aquel entonces yo ya había cumplido los diez. Mi yo perdido de los dos años de edad era irrecuperable. Con voz temblorosa, papá me contó que su «insensato y muy querido» hermano pequeño Tobias vivía con nosotros mientras estudiaba medicina, pero había llamado la atención del FBE/FBI —como se conocía a la Oficina Federal de Examinadores, Oficina Federal de Inquisidores— cuando un Primero de Mayo ayudó a organizar una manifestación en favor de la libertad de expresión. A los veintitrés años a «tu tío Tobias» lo detuvieron en esta misma casa, se lo llevaron, fue supuestamente juzgado y… Aniquilado.
Es decir, «vaporizado».
—¿Qué es eso, papá? ¿«Vaporizado»? —aunque sabía que la respuesta iba a entristecerme, tenía que preguntarlo.
—Nada más que… desaparecido, cariño. Como cuando se apaga una llama.
Yo era demasiado pequeña para captar en los ojos de mi padre el dolor de aquella pérdida.
Porque a menudo papá tenía esa misma expresión. Agotado por su trabajo en el hospital, con la piel cenicienta y una cojera en la pierna derecha, a raíz de algún accidente después del cual el hueso no se le había soldado como es debido. Aun así, papá tenía una manera de sonreír que hacía que todo pareciera ir bien.
¡Solo nosotros, chicos! Aquí estamos, resistiendo.
Aunque ahora mismo papá no sonreía. Me daba un poco la espalda, (quizás) para que no notara que se estaba secando las lágrimas.
—No se nos permite «recordar» a Tobias. Y menos aún, desde luego, proporcionar información a un niño. ¡Ni enseñarle fotografías! Me podrían detener… si alguien se enterase.
Con alguien papá se refería al Gobierno. Aunque nadie decía esa palabra, Gobierno. Tampoco se utilizaban las palabras Estado ni Dirigentes Federales. Estaba prohibido utilizar palabras como aquellas, así que, tal y como hacía papá, se hablaba de manera vaga, con una mirada furtiva… Si alguien se enterase.
O podías decir Ellos.
Podías pensar en alguien o en ellos como en un cielo encapotado. Un cielo muy bajo con esas grandes nubes semejantes a dirigibles, de las que se rumoreaba que eran instrumentos de vigilancia, formas esculpidas como grandes barcos, a menudo de tonos amoratados y tornasoladas por la contaminación, que se movían de forma imprevisible pero siempre estaban ahí.
En la planta baja, cerca de nuestros aparatos electrónicos, papá nunca habría hablado con tanta claridad. Por supuesto, jamás te fiarías ni de tu ordenador —por muy cordial y guturalmente seductora que fuese su voz—, ni de tu móvil, ni de tu lápiz dictáfono, ni tampoco de termostatos, lavaplatos, microondas, llaves de coche o automóviles (autónomos).
—Pero echo de menos a Toby. Todo el tiempo. Cuando veo estudiantes de medicina de su edad… Echo de menos cómo habría sido para ti y para Rod un tío maravilloso.
Todo aquello me resultaba confuso. Había olvidado las palabras de papá: ¿Vaporizado? ¿Aniquilado?
Pero me daba cuenta de que no tenía que seguir preguntándole en aquel momento, porque se pondría aún más triste.
Emocionante ver fotografías de aquel «tío Toby» que mi hermano y yo habíamos perdido y que parecía algo así como una versión más joven de mi padre: la peculiar sonrisa del tío Toby, entre la bizquera y el ceño fruncido, se parecía mucho a la de papá. Y la nariz era larga y estrecha como la suya, con un bulto diminuto en el hueso. ¡Y los ojos! De color castaño oscuro, brillantes, como los míos.
—El tío Toby parecía divertido.
¿Era una estupidez decir aquello? Me arrepentí de inmediato, pero papá se limitó a obsequiarme con una sonrisa triste.
—Sí. Toby era muy divertido.