Jordi Viassolo consigue un trabajo de becario –temporal y mal pagado– en una agencia de detectives de Barcelona. La misión que le encargan es simple: mantener el despacho abierto durante el verano sin meterse en líos. Todo cambia cuando aparece un cliente desesperado asegurando que su mujer ha desaparecido. Se trata de una investigación aparentemente sencilla, perfecta para que el tímido e inexperto Viassolo comience a foguearse en la calle. Sin embargo, el caso se complica y el aprendiz de detective deberá alejarse de la burbuja en la que ha vivido como estudiante y empezar a poner en práctica lo que hasta ahora solo conocía de oídas.

Eduard Palomares recoge el legado del género negro barcelonés para darle una sacudida y adaptarlo a la realidad del siglo XXI: contratos basura, alquileres por las nubes, turismo masivo… El autor convierte así el crimen en una excusa para retratar con lenguaje fresco y directo una Barcelona que evoluciona a un ritmo vertiginoso, la mayor parte de las veces a pesar de sus vecinos. Una novela que es negra, pero también luminosa.

Siempre me han fascinado los detectives de novela. Personalidad de hierro, poco aprecio por la autoridad, empatía con el débil, talento para nadar a contracorriente y esa habilidad innata para crear metáforas tan afiladas como una maquinilla de afeitar recién estrenada. Son brillantes, duros, tenaces, ingeniosos, cínicos, íntegros, carismáticos... Pero hay una cosa que siempre me he preguntado: ¿cómo han llegado a ser así? Quizás ya les viene de serie. O no, tal vez han tenido buenos maestros o han ido mejorando con el tiempo. Eso nunca aparece en los libros. Seguramente porque a nadie le importa.

Sin embargo, a mí, Jordi Viassolo, sí que me importa. Porque hoy, con veinticinco años recién cumplidos, comienzo mi carrera como detective en la agencia Private Eye gracias a un generoso contrato de becario de dos meses, con un sueldo de doscientos cincuenta euros, sin alta en la Seguridad Social y con escasas posibilidades de continuidad tras el verano, periodo al que se circunscribe dicha colaboración.

Aunque el problema no es este.

El problema es que no soy extremadamente inteligente, ni atrevido, ni insolente, ni rebelde, ni mucho menos duro. Tampoco tengo una personalidad arrolladora y hasta ahora siempre he intentado no meterme en líos. De hecho, soy bastante inseguro, cosa que no juega muy a mi favor a la hora de convertirme en un implacable sabueso. Pero estoy trabajando en ello, de verdad.

Voy pensando en esto mientras subo por las escaleras de la estación de metro de Marina y pongo rumbo al Port Olímpic, uno de los epicentros de la Barcelona turística, que a principios de julio se encuentra en plena efervescencia.

Llego allí después de caminar un cuarto de hora bajo el sol, soportando además el pegajoso bochorno que invade la ciudad en esta época y que supone añadir a tu propio peso veinte kilos de más. Para sacárselo de encima, algunos turistas giran a la derecha para bañarse en la playa de la Barceloneta. Otros prefieren ir hacia la izquierda, en busca de la Nova Icària. Sea como sea, todos tendrán que pelearse por un trozo de Mediterráneo. Eso si las medusas o esa espumita que aparece de vez en cuando sobre la superficie del agua lo permiten, claro.

Mi destino, en cambio, se encuentra en el piso 22 de una de las torres que presiden la zona (la de la izquierda), donde están situadas las oficinas de la agencia.

Soy consciente de que, a priori, mi carácter no augura un futuro brillante en el sector, pero en mi defensa diré que estoy a punto de sacarme el grado de Investigación Privada de la Universitat de Barcelona con relativa facilidad (solo me queda una asignatura por aprobar, la de grafología). Tengo capacidad de observación, soy creativo, honesto y estoy muy motivado, sobre todo porque soy un fanático de la novela negra.

No obstante, la confusión propia de la adolescencia me llevó a escoger la carrera de Periodismo antes que mi verdadera vocación. Pronto me di cuenta de mi error y solo fui capaz de sacarme el primer curso en dos años. Dejé los estudios y empecé a vagar entre empleos temporales mal pagados: teleoperador, repartidor de comida a domicilio o dependiente en la librería de El Corte Inglés de la plaza de Catalunya. Hasta que decidí, por una vez, seguir mi instinto.

Expliqué todo esto, así como mis influencias en el terreno de la investigación privada, en la entrevista de trabajo que me hicieron hace tan solo un par de días. Parece ser que en la agencia tenían prisa por encontrar a alguien que se comiera el marrón de pasar el verano encerrado en las oficinas sin nada que hacer. Y es que las clases adineradas, las únicas que se pueden permitir un detective hoy en día, huyen a sus segundas residencias en cuanto el asfalto empieza a convertirse en un géiser.

—La mayoría de críos que me envían de la universidad creen que este trabajo es como el que ven en la tele. Que investigarán asesinatos, conspiraciones, chantajes o qué sé yo. Y que en unos días habrán resuelto todo. No tienen ni idea. Pero he de reconocer que pocos vienen citando a Chandler o Simenon, como tú. Pues bien, tampoco tienes ni idea, así que olvídate de todo lo que hayas visto o leído. Método, paciencia y discreción, así funcionamos. Supongo que algo de esto te enseñan, ¿no?

Esta es Marina del Duque, propietaria de la agencia, vestida de forma impecable con traje de chaqueta azul marino y blusa blanca, como mandan los cánones. Todo en ella parece sacado del manual de alguna escuela de negocios de élite: espalda en perfecta posición vertical, movimientos asertivos que transmiten seguridad y un ritmo al hablar que deja claro quién manda aquí. Como si yo fuera a ponerlo en duda.

A su pregunta le contesté que en la facultad he aprendido conceptos básicos de derecho, el marco legal vinculado a la investigación privada, criminología y criminalística, algo de sociología aplicada al individuo, unas dosis de medicina legal, psicología forense, metodología investigadora y técnicas de obtención de pruebas concluyentes. Preferí no mencionar otros detalles, como que hemos pasado de puntillas por todas las asignaturas, que el grado abarca mucho pero no concreta nada y que peca de una alarmante falta de práctica.

Cuando mi futura jefa acabó de adoctrinarme sobre el comportamiento de todo buen empleado, me reveló las claves de mi futura contratación:

—No quiero chulitos ni gente con ansias de gloria. Necesito personas normales, sin ningún rasgo que destaque por encima de otro. Que desaparezcan de la memoria de la gente, creo que tú encajas bastante bien en ese perfil.

No es que me hiciera especial ilusión esta última frase, pero bueno, eso me dijo.

Sin embargo, es falso que no tenga ninguna característica física especial. No soy ni alto ni bajo, tiro a delgaducho y mi cara resulta bastante ordinaria, excepto por una nariz que se desvía hacia la izquierda como si quisiera esquivar una pedrada. Para compensarlo, un peluquero con ínfulas de catedrático me convenció de que me dejara flequillo y me lo peinara ladeado hacia la derecha. Así lo hago desde entonces, aunque como contrapartida he adquirido el tic de toquetearme ese flequillo una y otra vez, sobre todo cuando estoy nervioso. En esa entrevista lo estaba, sin duda.

—Viassolo, ¿no? ¿Eres italiano?

—No —contesté con la lección aprendida, porque todo el mundo me lo pregunta—. De joven, mi bisabuelo emigró de Italia para instalarse en Barcelona, conoció a una catalana y nunca más se preocupó de volver a su pueblo. Fueron como el antecedente de las parejas Erasmus de hoy en día, ya sabe…

No, no sabía. De hecho, es una broma que no todo el mundo entiende. O quizás soy yo que no pongo la entonación adecuada.

—Veo en tu currículum que empezaste la carrera de Periodismo, pero luego no continuaste. ¿Por qué?

Aquí sí me puse en estado de alerta: a los entrevistadores no suelen gustarles la inconsistencia ni la falta de voluntad. Me arreglé el flequillo para que permaneciera en la posición adecuada y recité la respuesta preparada con antelación:

—Creo que siempre he querido ser detective, pero no me atrevía a tomármelo en serio. Tenía miedo de que solo fuera un sueño infantil, como cuando dices que quieres ser bombero o futbolista. Además, a mis padres no les hubiera hecho nada de gracia en ese momento, porque no paraban de recordarme los esfuerzos que habían tenido que hacer para darme una buena educación. Pensé que un periodista era lo más parecido a un detective, pero las clases me aburrían. Me parece mucho más interesante el tipo de trabajo que llevan a cabo en agencias de detectives como la suya.

—Prefiero definirnos como Consultoría de Inteligencia y Seguridad y, además, estoy buscando precisamente a alguien que tenga nociones de periodismo —respondió de forma seca, con una mirada que venía a significar «mierda, tendré que buscar a otro».

—Ehhh, bueno, si a mí siempre me ha gustado el periodismo —intenté rectificar, con las mejillas convertidas en fuego—. Solo digo que lo que enseñaban en la facultad me decepcionó y nunca acabé de sentirme a gusto. Pero sigo en contacto con muchos compañeros de clase. Además, ellos aseguran que las cosas realmente útiles se aprenden el primer año y que el resto es de relleno. También sigo con atención todos los medios de comunicación, me interesa la actualidad y todo eso. De verdad.

—Ya… Mira, te seré sincera. No tengo mucho tiempo para buscar a alguien. Este verano ha coincidido que una de nuestras especialistas se ha casado, otro acaba de ser padre y los demás disponen de días libres acumulados. En agosto nunca hay mucho trabajo, pero no puedo cerrar la agencia porque daría mala imagen, así que tengo que contratar a un sustituto. Como no quiero que esté de brazos cruzados, voy a poner en marcha una idea que me ronda la cabeza desde hace tiempo.

Silencio expectante. Luego continúa:

—Hacerse pasar por periodista es una estrategia que nos suele funcionar muy bien para extraer información de empresas, políticos o incluso particulares. ¿Sabes por qué?

—Bueno…

—Porque a todo el mundo le gusta que le hagan una entrevista. Cosas del ego. Y se les suelta la lengua. Utilizamos otras técnicas, pero esta es la más eficaz. El problema viene cuando nos preguntan dónde y cuándo se va a publicar, y nos vemos obligados a inventarnos alguna excusa. Y cada vez nos cuesta más. Así que he pensado que lo mejor será crear nosotros mismos un periódico digital. ¿Tú serías capaz de hacerlo?

—Sí, sí, sin duda —repliqué rápidamente, todavía algo avergonzado por mi súplica anterior. Eso sí, consciente de que me estaba metiendo en un lío porque obviamente no tenía ni idea de cómo hacerlo.

—Tomo nota. Si pasas a la siguiente fase te avisaremos y nos volveremos a reunir para proseguir con las pruebas de selección —remarcó mientras se levantaba, me tendía una mano, abría la puerta con la otra y me invitaba a salir, todo al mismo tiempo y con precisión de controlador aéreo.

Eso sucedió el miércoles por la tarde, y hoy viernes, a primera hora, ya recibía una llamada de la agencia convocándome de inmediato para firmar el convenio de prácticas y enseñarme «cómo funciona todo». Sin más pruebas, ni preguntas, ni test psicotécnico. Aunque tendría que haberme puesto a dar botes de alegría, he acogido la noticia con bastante indiferencia, seguramente porque anoche bebí un poco más de la cuenta.

Para ser exacto, no fue tanto la cantidad sino la mezcla ingerida, cosa habitual en la típica fiesta de piso de estudiantes de la que se suele enterar mi amigo Berni, que ha encontrado en el hecho de cursar un doctorado de Sociología la excusa perfecta para convertirse en un eterno estudiante.

Se trata de ese tipo de convocatoria en la que cada invitado debe llevar alguna botella, algo que se traduce en una gran diversidad alcohólica, si bien de calidad

ínfima. Lo primero que se termina suele ser la cerveza, así que continuamos con el vino peleón comprado en cualquier paki, mientras engullimos las pizzas congeladas que salen del horno con una regularidad digna de la cadena de montaje de la Seat. Después aparece alguna botella de licor de manzana o melocotón, toque anacrónico de cada velada, para finalmente atacar los destilados de marcas sospechosas.

Cuando te has acabado el primer gintónic y pretendes servirte el siguiente, ya no queda ni una gota de ginebra. Así que te pasas al whisky. Pero luego sucede lo mismo, y tienes que buscar otras alternativas. Aparte, como los refrescos para mezclar se acaban a las primeras de cambio, terminas con chupitos a palo seco. Y yo, como cuando bebo me vuelvo más extrovertido, algo que me gusta, sigo adelante aunque sepa que a la mañana siguiente me encontraré fatal. Total, tampoco tenía nada que hacer. Hasta ahora.

La resaca me suele llenar la cabeza de ideas pesimistas. Dudo de si seré capaz de dar la talla. También me da pánico introducirme en un grupo de adultos que no tienen por qué perder el tiempo con becarios recién salidos del cascarón. Y, por si fuera poco, estoy convencido de que la premura con la que me han llamado no se debe  a que la señora Del Duque haya quedado impresionada por mi potencial, sino a que no ha podido encontrar a nadie más dispuesto y barato que yo.

No obstante, aquí estoy, vestido con unos pantalones tejanos que se me pegan a las piernas a causa de la humedad y una camisa azul de manga larga comprada a toda prisa en el Zara, acercándome a la imponente torre de la forma más lenta posible.

Intento así retrasar el momento de cruzar las puertas de esta nueva etapa. La cosa empieza a ir en serio e imagino una jungla de depredadores ansiosos por zamparse al indefenso cachorrillo.

Suerte que un grupo de turistas a bordo de sus segways se me cruza a una velocidad de vértigo y me saca del estado de autosabotaje.

Respiro hondo un par de veces, me abrocho el penúltimo botón de la camisa, me retoco el peinado, recito diversas frases de ánimo y cruzo las puertas giratorias con cuidado, como si fuera el portal de entrada a una dimensión desconocida. Luego me dirijo hacia el ascensor que me conducirá al piso 22, sede de la agencia de detectives Private Eye, donde el plan es pasar un soporífero verano como becario para volver en septiembre a un futuro laboral incierto.

Aunque como dicen mis padres, «lo importante es meter un pie y luego, un paso tras otro».