Me llamo Edward Joseph Snowden. Antes trabajaba para el Gobierno, pero ahora trabajo para el pueblo. Tardé casi treinta años en reconocer que había una diferencia, y cuando lo hice, me metí en algún que otro problemilla en la oficina. Como resultado, ahora dedico mi tiempo a intentar proteger a la ciudadanía de la persona que yo era antes: un espía de la CIA (Central Intelligence Agency o Agencia Central de Inteligencia) y la NSA (National Security Agency o Agencia de Seguridad Nacional) de Estados Unidos, otro joven tecnólogo más dedicado a construir lo que estaba seguro de que sería un mundo mejor.
Mi trayectoria en la IC (Intelligence Community o Comunidad de Inteligencia) estadounidense duró un breve periodo de siete años. Me sorprende darme cuenta de que eso es solo un año más del tiempo que ha transcurrido desde que me exilié a un país que no fue el que elegí. No obstante, durante ese periodo de siete años, participé en el cambio más significativo de la historia del espionaje estadounidense: el paso de la vigilancia selectiva de individuos a la vigilancia masiva de poblaciones enteras. Ayudé a hacer tecnológicamente posible que un solo Gobierno recopilase todas las comunicaciones digitales del mundo, las almacenase durante años y las explorase a voluntad.
Después del 11 de septiembre, la IC quedó sumida en la culpa por no haber protegido Estados Unidos, por haber permitido que, estando ellos de guardia, se produjese el ataque más devastador y destructivo contra el país desde Pearl Harbor. Como respuesta, sus dirigentes buscaron construir un sistema que evitase que los volvieran a pillar alguna vez con esa guardia bajada. Los cimientos de dicho sistema se iban a levantar sobre la tecnología, algo por completo ajeno a su ejército de comandantes de las ciencias políticas y maestros de la administración empresarial. Las puertas de las agencias de inteligencia más secretas se abrieron de par en par a jóvenes tecnólogos como yo. Y así, los frikis de la informática heredaron la tierra.
Si de algo sabía yo por entonces era de ordenadores, por lo que ascendí muy rápido. Con veintidós años, la NSA me concedió mi primera habilitación de seguridad de grado secreto para un puesto en la escala más baja del organigrama. Menos de un año después, estaba en la CIA como ingeniero de sistemas, con amplio acceso a algunas de las redes más confidenciales del planeta. La única supervisión adulta que tenía era la de un tipo que se pasaba sus turnos de trabajo leyendo libros policiacos y de espionaje de Robert Ludlum y Tom Clancy. En su búsqueda de talentos técnicos, las agencias quebrantaron todas las normas de contratación que tenían. En situaciones normales nunca habrían elegido a alguien que no hubiese tenido un título de grado, y luego, uno de grado superior al menos. Yo no tenía ni una cosa ni la otra. Con todas las de la ley, no me deberían haber dejado ni entrar en el edificio.
Entre 2007 y 2009, estuve destinado en la Embajada de Estados Unidos en Ginebra como uno de los pocos tecnólogos desplegados bajo protección diplomática, con la tarea de integrar a la CIA en el futuro conectando sus bases europeas a internet, y digitalizando y automatizando la red que usaba el Gobierno estadounidense para espiar. Mi generación hizo más que rediseñar el trabajo de inteligencia: redefinimos por completo lo que era la inteligencia. Lo nuestro no eran las reuniones clandestinas o los puntos de entrega, sino los datos
Con veintiséis años, pese a que de nombre era empleado de Dell, estaba trabajando de nuevo para la NSA. La contratación externa se había convertido en mi tapadera, como ocurría con casi todos los espías con dotes tecnológicas de mi cohorte. Me mandaron a Japón, donde ayudé a diseñar lo que terminaría siendo la copia de seguridad global de la agencia: una masiva red oculta que garantizaba que, aunque la sede central de la NSA quedase reducida a cenizas en una explosión nuclear, no se perdería ni un solo dato. Por entonces, no me di cuenta de que diseñar un sistema que conservara un expediente permanente de las vidas de todo el mundo era un trágico error.
Regresé a Estados Unidos con veintiocho años, y me dieron un ascenso estratosférico al equipo de enlace técnico que gestionaba la relación de Dell con la CIA. Mi trabajo era sentarme con los directores de las divisiones técnicas de la CIA para diseñar y vender soluciones a cualquier problema que se les pudiese ocurrir. Mi equipo ayudó a la agencia a construir un nuevo tipo de arquitectura informática: una «nube», la primera tecnología que permitía a cualquier agente, independientemente de su ubicación física, acceder a los datos que necesitase y hacer búsquedas en ellos, estuviese a la distancia que estuviese.
En resumen, un puesto de trabajo destinado a gestionar y conectar el flujo de información de inteligencia dio paso a otro centrado en averiguar cómo almacenar dicha información para siempre, y que a su vez dio paso a un trabajo destinado a garantizar el acceso y las búsquedas a escala universal de esa información. Vi con absoluta claridad estos proyectos estando en Hawái, donde me mudé con un nuevo contrato con la NSA a la edad de veintinueve años. Hasta entonces, había trabajado bajo la doctrina de la «necesidad de conocer», incapaz de entender la finalidad acumulativa que se escondía detrás de mis tareas, especializadas y compartimentadas. Fue en el paraíso donde por fin estuve en posición de ver cómo encajaba todo mi trabajo, cómo se ajustaba igual que el engranaje de una máquina gigantesca para formar un sistema de vigilancia masiva global.
En las profundidades de un túnel bajo un campo de piñas (una antigua fábrica de aviones subterránea de la época de Pearl Harbour), me sentaba ante un terminal desde el que tenía acceso casi ilimitado a las comunicaciones de casi todos los hombres, mujeres y niños de la tierra que alguna vez hubiesen marcado un número de teléfono o tocado un ordenador. Entre esas personas había unos trescientos veinte millones de compatriotas estadounidenses, que en el transcurso normal de sus vidas diarias estaban siendo vigilados en una crasa infracción no solo de la Constitución de Estados Unidos, sino también de los valores básicos de cualquier sociedad libre.
El motivo de que estéis leyendo este libro es que hice algo peligroso para un hombre de mi posición: decidí contar la verdad. Recopilé documentos de la IC que demostraban la actividad ilegal del Gobierno estadounidense y se los entregué a algunos periodistas, que los analizaron y los hicieron públicos ante un mundo escandalizado.
Este libro trata sobre lo que me llevó a tomar esa decisión, sobre los principios morales y éticos que le dieron forma y cómo nacieron estos, por lo que también es un libro sobre mi vida.
¿Qué es lo que conforma una vida? Más de lo que decimos, más incluso de lo que hacemos. Una vida es también lo que amamos y aquello en lo que creemos. Para mí, lo que amo es la conexión, y es eso en lo que más creo: la conexión humana y las tecnologías con las que se alcanza. Entre esas tecnologías se encuentran los libros, claro, aunque para mi generación, la conexión en gran medida ha sido sinónimo de internet.
Antes de que echéis a correr, conscientes de la locura tóxica que infecta ese avispero digital en nuestros tiempos, os pido que entendáis que, para mí, cuando lo conocí, internet era algo muy distinto. Era un amigo, y un padre. Era una comunidad sin barreras ni límites, una voz y millones de voces, una frontera común que habían colonizado —pero no explotado— tribus diversas que vivían bastante amistosamente unas junto a otras, y cuyos miembros, todos, eran libres de elegir su nombre, su historia y sus costumbres. Todo el mundo llevaba máscara, y aun así esa cultura de «anonimia por polinomia» generaba más verdad que falsedad, porque era algo creativo y cooperativo, más que comercial y competitivo. Había conflictos, por supuesto, pero pesaban más la buena voluntad y los buenos sentimientos: el auténtico espíritu pionero.
Comprenderéis entonces que diga que el internet de hoy es irreconocible. Cabe señalar que ese cambio ha sido una elección consciente, el resultado de un esfuerzo sistemático por parte de unos pocos privilegiados. Las prisas prematuras por convertir el comercio en comercio electrónico condujeron rápidamente a una burbuja, y a continuación, nada más entrar el nuevo milenio, a un colapso. Después de eso, las empresas se dieron cuenta de que la gente que accedía a internet estaba menos interesada en gastar que en compartir, y de que la conexión humana que internet hacía posible podía monetizarse. Si lo que la gente quería hacer online era principalmente contarles a familiares, amigos y ajenos lo que estaba haciendo, y enterarse de lo que familiares, amigos y ajenos estaban haciendo a su vez, lo único que tenían que hacer las empresas era averiguar cómo meterse en mitad de esos intercambios sociales y convertirlos en beneficios.
Ese fue el inicio del capitalismo de vigilancia, y el final de internet tal y como yo lo conocía.
Lo que colapsó entonces fue la red creativa, ya que se cerraron un sinfín de sitios web preciosos, complicados, individualistas. La promesa de la comodidad llevó a la gente a sustituir sus sitios web personales —que exigían un mantenimiento constante y laborioso— por una página de Facebook y una cuenta de Gmail. La apariencia de propiedad era fácil de confundir con la realidad de ostentar esa propiedad. Pocos de nosotros lo comprendimos en su momento, pero ninguna de las cosas que íbamos a compartir nos pertenecería nunca más. Los sucesores de las empresas de comercio electrónico que habían fracasado por no saber encontrar algo que nos interesara comprar se toparon con un producto nuevo que vender.
Ese producto nuevo éramos nosotros. Nuestra atención, nuestras actividades, nuestra ubicación, nuestros deseos... Todo lo que revelásemos sobre nosotros mismos, conscientes o no de estar haciéndolo, se vigilaba y se vendía en secreto, en un intento por retrasar la inevitable sensación de intromisión que está surgiendo ahora en la mayoría de nosotros. Además, dicha vigilancia iba a seguir fomentándose activamente, e incluso a financiarse, a cargo de un ejército de Gobiernos ávidos de obtener ese enorme volumen de información de inteligencia que se presentaba ante ellos. A principios del nuevo milenio, no se encriptaba casi ninguna comunicación online, a excepción de inicios de sesión y transacciones financieras, lo que significaba que en muchos casos los Gobiernos ni siquiera tenían que molestarse en consultar a las empresas para saber lo que sus clientes estaban haciendo. Simplemente, podían espiar al mundo sin decírselo a nadie.
El Gobierno estadounidense, en total desacato de su acta de fundación, cayó víctima de esa tentación, y en cuanto probó el fruto del árbol venenoso empezó a sufrir una fiebre implacable. En secreto, asumió el poder de la vigilancia masiva, una autoridad que, por definición, aflige mucho más al inocente que al culpable.
Cuando entendí en mayor profundidad esa vigilancia y los daños que conllevaba, me obsesioné ante la certeza de que nosotros, el pueblo —y no solo el de un país, sino el de todo el mundo—, nunca habíamos tenido voto para expresar nuestra opinión en este proceso, y ni siquiera nos habían dado oportunidad de tener voz. El sistema de vigilancia casi universal se había establecido no solo sin nuestro consentimiento, sino también de un modo que ocultaba deliberadamente a nuestro conocimiento todos los aspectos de sus programas. En todos y cada uno de los pasos, los procesos de cambio y sus consecuencias se ocultaron a todo el mundo, incluso a la mayoría de los legisladores. ¿A quién podría recurrir? ¿Con quién podría hablar? Tan solo susurrar la verdad, incluso a un abogado, a un juez o ante el Congreso, se había convertido en un delito tan grave que una somera descripción de los hechos, a muy grandes rasgos, supondría una condena a cadena perpetua en una cárcel federal.
Me sentía perdido y me hundí anímicamente en la miseria mientras luchaba con mi conciencia. Quiero a mi país y creo en el servicio público. Toda mi familia, mi linaje familiar a lo largo de siglos, está llena de hombres y mujeres que han dedicado la vida a servir a este país y a sus ciudadanos. Yo mismo había prestado juramento de servir no a una agencia, ni siquiera a un Gobierno, sino al pueblo, en apoyo y defensa de la Constitución, cuya garantía de las libertades civiles se había violado de forma tan flagrante. A esas alturas, había hecho más que formar parte de esa violación: era cómplice de ella. Todo mi trabajo, durante tantos años...
¿Para quién había estado trabajando? ¿Cómo podía encontrar un equilibrio entre mi contrato de confidencialidad con las agencias que me tuvieron empleado y el juramento que había hecho ante los principios fundacionales de mi país? ¿A quién, o a qué, le debía la mayor lealtad? ¿Hasta qué punto estaba moralmente obligado a quebrantar la ley?
Reflexionar sobre esos principios me dio las respuestas que necesitaba. Entendí que dar un paso al frente y desvelar a los periodistas la dimensión de los abusos de mi país no suponía defender ninguna postura radical, como la destrucción del Gobierno, o ni siquiera el desmantelamiento de la IC. Por el contrario, sería una vuelta a los ideales del Gobierno y de la IC, promulgados por ellos mismos.
La libertad de un país solo puede calibrarse según el respeto que tiene por los derechos de sus ciudadanos, y estoy convencido de que esos derechos son en realidad limitaciones del poder estatal que definen exactamente dónde y cuándo un gobierno no debe invadir el terreno de libertades personales o individuales, que durante la revolución estadounidense se denominó «libertad» y en la revolución de internet se llama «privacidad».
Han pasado seis años desde que di un paso al frente porque fui testigo de un declive por parte de los llamados «Gobiernos avanzados» de todo el mundo en su compromiso de proteger dicha privacidad, que considero —al igual que Naciones Unidas— un derecho humano fundamental. En el transcurso de estos años, sin embargo, ese declive no ha hecho más que continuar, mientras las democracias han retrocedido hacia un populismo autoritario. En ningún punto se ha hecho tan evidente dicho retroceso como en la relación de los Gobiernos con la prensa.
Los intentos de funcionarios electos por deslegitimar el periodismo han contado con la ayuda y la complicidad de un asalto frontal contra el principio de la verdad. Lo real se combina intencionadamente con lo falso, mediante tecnologías capaces de hacer mutar esa combinación en una confusión global sin precedentes.
Conozco este proceso desde dentro bastante bien, porque la creación de la irrealidad siempre ha sido el arte más oscuro de la Comunidad de Inteligencia. Las mismas agencias que, tan solo en el breve transcurso de mi carrera, habían manipulado la información de inteligencia para crear un pretexto para la guerra (y habían utilizado políticas ilegales y a un oscuro poder judicial para validar el secuestro como «rendiciones extraordinarias», la tortura como «interrogatorios avanzados» y la vigilancia masiva como «recopilación indiscriminada» de datos) no dudaron ni un momento en calificarme de doble agente de China, triple agente de Rusia y algo peor: milenial.
Tuvieron la posibilidad de decir tantas cosas, y con tanta libertad, en gran medida porque yo me negué a defenderme. Desde que di ese paso adelante hasta ahora, he mantenido en todo momento la firme determinación de no revelar nunca ningún detalle de mi vida personal que pudiera provocar más angustia a mi familia y amigos, que ya estaban sufriendo lo suficiente a causa de mis principios.
Fue esa preocupación por no aumentar el sufrimiento lo que me hizo dudar sobre escribir este libro. En última instancia, la decisión de presentarme al público con evidencias de los delitos del Gobierno me resultó más fácil de tomar que la decisión, esta, de ofrecer un relato de mi vida. Los abusos que presencié exigían actuar, pero nadie escribe unas memorias porque sea incapaz de resistir a los dictados de su conciencia. Por este motivo he procurado buscar el permiso de todos los miembros de mi familia, mis amigos y los colegas que aparecen mencionados en estas páginas, o que puedan identificarse públicamente de algún otro modo.
Al igual que me niego a presumir de ser el árbitro único de la privacidad ajena, nunca he pensado que yo solo deba ser capaz de elegir cuáles de los secretos de mi país han de hacerse públicos y cuáles no. Por eso revelé los documentos del Gobierno únicamente a periodistas. A decir verdad, el número de documentos que desvelé directamente al público es igual a cero.
Creo —igual que lo creen esos periodistas— que un gobierno puede mantener oculta cierta información. Incluso la democracia más transparente del mundo debe tener permitido clasificar, por ejemplo, la identidad de sus agentes secretos o los movimientos de sus tropas sobre el campo de batalla. Este libro no incluye ningún secreto de ese calibre. Ofrecer un relato de mi vida y, al mismo tiempo, proteger la privacidad de mis seres queridos, sin con ello exponer secretos gubernamentales legítimos, no es una tarea nada sencilla, pero es mi tarea. A mitad de camino entre estas dos responsabilidades: ahí es donde me encuentro.