Una educación gratuita y de calidad para todo el mundo y en todas partes
Me llamo Sal Khan. Soy el fundador y miembro del primer cuerpo docente de la Academia Khan, una institución dedicada a proporcionar educación gratuita a todo el mundo y en todas partes, y escribo este libro porque creo que nos encontramos ante un punto de inflexión en nuestra manera de enseñar y aprender que solo se da una vez cada mil años. El aula tradicional sencillamente no se ajusta a nuestras necesidades cambiantes. Es en esencia un método de aprendizaje pasivo, cuando el mundo requiere procesar la información de una manera cada vez más activa. El modelo antiguo se basa en embutir a los alumnos en grupos definidos por la edad, con un mismo temario para todos sea cual sea su ritmo, con la creencia de que aprenderán algo. No se sabe si este modelo era el mejor hace cien años, pero desde luego ya no lo es. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías brindan esperanza en sistemas de enseñanza y aprendizaje más eficaces, si bien también suscitan algo de confusión y hasta miedo, y demasiado a menudo se utilizan apenas como un elemento decorativo más.
Entre los dos sistemas de enseñanza, el antiguo y el nuevo, ha aparecido una grieta por la que a diario se precipitan niños de todo el mundo: un mundo que se transforma cada vez más rápido, aunque el cambio sistémico tiene lugar con gran parsimonia y, muchas veces, se dirige hacia donde no debe. Cada día, cada hora de clase, la grieta entre lo que se enseña a los niños y lo que estos necesitan aprender se ensancha más y más.
Es fácil decirlo, claro. Para bien o para mal, hoy en día todo el mundo habla sobre educación. Los políticos la sacan a relucir en todos sus discursos. Los padres se quejan de que sus hijos no alcanzan unos estándares relativos tan abstractos como imperiosos, o de que los pone en evidencia un competidor que se sienta dos filas más adelante o que vive a medio mundo de distancia. Es como discutir sobre religión: cada uno defiende su postura con vehemencia, y a menudo sin pruebas. ¿Los niños necesitan un entorno más estructurado o menos? ¿Hacemos demasiados exámenes o no los suficientes? Y ya que hablamos de exámenes, ¿miden el aprendizaje a largo plazo o solo la habilidad para responder a las preguntas de esos mismos exámenes? ¿Estamos promoviendo la iniciativa, la comprensión y el pensamiento original, o perpetuando un juego sin sentido? Además, los adultos no se preocupan solo por los niños. ¿Qué sucede con nuestra capacidad de aprender una vez terminada la educación reglada? ¿Se puede entrenar la mente para que no se vuelva perezosa y frágil? ¿Es posible seguir aprendiendo?
¿Dónde, cómo?
Está muy bien que se hable tanto sobre educación, porque esto confirma la importancia vital del aprendizaje en este mundo tan competitivo e interconectado. Lo malo es que tanto hablar no se ha traducido en mejoras. Las iniciativas que se toman suelen ser políticas gubernamentales verticales que perjudican más que benefician. Hay profesores y colegios excelentes que han demostrado que la excelencia no es un sueño imposible, pero resulta difícil reproducir ese éxito a gran escala. Toda la energía y el dinero invertidos apenas han dado resultados, lo que despierta un gran escepticismo: ¿es posible mejorar la educación sistematizada? Peor aún: mucha gente ni se para a pensar en el meollo de la crisis. No se trata de porcentajes de graduados ni de puntuación en los exámenes, sino de potencial alcanzado o desperdiciado, de ganar o perder dignidad.
Se suele citar el dato de que los alumnos estadounidenses de secundaria ocupan el puesto vigésimo tercero del mundo en ciencias y matemáticas. Desde la perspectiva estadounidense es preocupante, pero estos exámenes son una medida muy miope de lo que sucede en el país. Estoy convencido de que, al menos en un futuro próximo, Estados Unidos seguirá ocupando una posición de liderazgo en ciencia y tecnología pese a los posibles fallos de nuestro sistema escolar. Si dejamos a un lado la retórica alarmista, Estados Unidos no va a perder su primacía porque a los estudiantes de Estonia se les dé mejor factorizar polinomios. Hay otros aspectos de la cultura estadounidense -como la combinación de creatividad, espíritu empresarial, optimismo y capital- que hacen del país el terreno más fértil del mundo para la innovación. Por eso los niños y niñas más inteligentes del planeta sueñan con trabajar aquí en el futuro. Desde una perspectiva global y de miras amplias, las clasificaciones nacionales carecen de importancia. Pero, si bien el alarmismo es innecesario, el exceso de confianza puede ser desastroso: el ADN estadounidense no tiene nada que nos haga más propensos a crear empresas y a inventar, y nuestro liderazgo está destinado a desaparecer si no lo alimentamos con mentes frescas y cultivadas. Además, Estados Unidos sigue siendo el motor de la innovación, pero ¿a quién beneficia? Si solo una pequeña parte de los alumnos alcanza el nivel de educación necesario para contribuir a él, ¿tendrán las empresas que importar el talento que necesitan? ¿Veremos un porcentaje creciente de jóvenes estadounidenses desempleados o con empleos de bajo nivel porque carecen de las habilidades que requiere el mercado laboral? Lo mismo se aplica a los jóvenes de todo el mundo.
¿Se desperdiciará su potencial, o se canalizará en direcciones peligrosas porque no se les han proporcionado las herramientas y oportunidades para contribuir a la economía? ¿Fracasará la democracia incipiente en los países en desarrollo por falta de escuelas de calidad, por culpa de un sistema corrupto o ineficiente?
Son preguntas con dimensión práctica, pero también moral. Creo firmemente que todos nos beneficiaremos de la educación de todos. ¿Quién sabe dónde surgirá el genio? Puede que haya una niña en una aldea africana con el potencial para descubrir la cura del cáncer. El hijo de un pescador de Nueva Guinea puede tener una comprensión asombrosa de los océanos para recuperarlos. ¿Por qué vamos a permitir que se desperdicie su talento? ¿Cómo justificamos no ofrecer a esos niños una educación de primera, cuando tenemos los recursos y la tecnología para hacerlo? Solo nos faltan la decisión y el valor.
Sin embargo, en vez de ponerse manos a la obra, la gente sigue opinando sobre cambios cuantitativos. Por falta de imaginación o por miedo a alejarse de la tradición, no se habla de lo fundamental, de los fallos en la educación, sino que todo se centra en unas cuantas obsesiones tan habituales como erróneas: la puntuación en los exámenes y la cifra de graduados. No son asuntos triviales, claro, pero lo que de verdad importa es si el mundo contará, en las generaciones venideras, con una población empoderada, productiva, realizada, que ha alcanzado su potencial y puede cargar con la responsabilidad de una verdadera democracia.
Para tratar este tema vamos a repensar algunas cosas que damos por hechas. ¿Cómo aprendemos? ¿Tiene sentido el modelo tradicional de aula (lecciones en el colegio, deberes solitarios en casa por la tarde) en plena era digital?
¿Por qué los alumnos olvidan una parte tan importante de lo que han «aprendido» en cuanto terminan el examen?
¿Por qué perciben los adultos una distancia tan enorme entre lo que estudiaron en el colegio y lo que hacen en el mundo real? Estas son las preguntas básicas que deberíamos plantearnos; pero, aunque lo hagamos, seguirá existiendo un abismo entre lamentar el estado de la educación y actuar al respecto.
En 2004, casi por accidente, empecé a experimentar con algunas ideas que parecían dar resultado. Eran en buena medida versiones novedosas de principios ya establecidos, pero que apuntaban la posibilidad de repensar la educación tal como la conocemos gracias a la escalabilidad y accesibilidad que proporcionan las nuevas tecnologías. Hice varias pruebas, y la que cobró vida propia fue compartir lecciones de matemáticas en YouTube. No sabía bien cómo hacerlo, ni si daría resultado, ni si alguien vería lo que estaba compartiendo. Fue un camino de prueba y error (sí, se permiten errores), todo con las limitaciones de tiempo que me imponía mi absorbente empleo de analista de fondos de cobertura. Aun así, en pocos años resultó evidente que la enseñanza virtual era mi pasión y vocación: en 2009 dejé mi trabajo para dedicarme a tiempo completo a lo que ya se había convertido en la Academia Khan.
El nombre era imponente, pero los recursos con los que contaba la nueva entidad resultaban más bien cómicos. La Academia era propietaria de un ordenador, un programa de captura de pantalla que costaba 20 dólares, y una tableta gráfica de 80 dólares; los gráficos y las ecuaciones se dibujaban, a menudo con mano temblorosa, gracias a un programa gratuito, el Microsoft Paint. Aparte de los vídeos, disponía de un programa para simular exámenes instalado en mi alojamiento web de 50 dólares mensuales. El cuerpo docente, el equipo de informáticos, el personal de apoyo y el de administración se componían de una sola persona: yo. El presupuesto eran mis ahorros. Me pasaba casi todo el día en camiseta y pantalones de chándal, hablando con un monitor y atreviéndome a soñar.
No soñaba con crear una página web superpopular ni con convertirme en una estrella fugaz en el debate sobre la educación. Puede que me engañara, pero mi sueño era crear algo que perdurase, que marcase la diferencia, una institución mundial para el próximo siglo que nos ayudara a repensar el sistema académico desde la base.
Creía que era el momento ideal para un replanteamiento así. En los puntos de inflexión de la historia es cuando surgen nuevas instituciones y modelos educativos. Harvard y Yale nacieron poco después de la colonización de Norteamérica. El MIT, Stanford y el sistema de universidades estatales fueron fruto de la Revolución Industrial y la expansión territorial en Estados Unidos. Ahora mismo nos encontramos en los albores de un punto de inflexión que será, en mi opinión, el más transcendente de la historia: la revolución de la información. Y en esta revolución, el ritmo del cambio es tan rápido que la creatividad a nivel profundo y el pensamiento analítico ya no son opcionales; no son extras, sino habilidades necesarias para la supervivencia. No nos podemos permitir que la educación de alto nivel esté limitada a una parte de la población mundial. Tuve todo esto presente a la hora de marcarme, gracias a la ayuda de una tecnología de la que disponíamos y que, sin embargo, elegíamos no utilizar, un objetivo ambicioso pero factible: proporcionar una educación gratuita y de calidad para todo el mundo y en todas partes. Mi filosofía básica de enseñanza era directa y, a la vez, muy personal: quería enseñar como me habría gustado que me enseñaran; es decir, esperaba transmitir el puro gozo de aprender, la emoción de comprender el universo. Quería que mis alumnos vieran no solo la lógica de las matemáticas y las ciencias, sino también su belleza. Más aún, quería hacerlo de manera útil tanto para los niños que aprenden sobre el tema por primera vez, como para los adultos que buscan refrescar conocimientos; para estudiantes que tienen que hacer los deberes y para personas mayores que desean mantener la mente activa y ágil.
Lo que no quería bajo ningún concepto era ese proceso terrible que tiene lugar a veces en las aulas: la memorización rutinaria, las fórmulas sin explicación y sin más significado y objetivo que una buena nota en el examen. Esperaba ayudar a los alumnos a ver las conexiones, la progresión de una lección a la siguiente; afinar su intuición para que la mera información, absorbida concepto a concepto, se desarrollara y se convirtiera en un dominio auténtico del tema. Es decir, quería devolver la emoción, la participación activa en el aprendizaje y la natural alegría que conlleva, que tantas veces vemos aniquiladas en los planes convencionales de estudios.
En los primeros días de lo que acabaría por convertirse en la Academia, solo tenía una alumna: Nadia, mi prima. Pero, para mediados de 2012, la Academia Khan me había sobrepasado. Estábamos ayudando a formar a más de seis millones de alumnos al mes, diez veces más que el número de personas que han ido a Harvard desde su creación en 1636, y la cifra crecía un 400 % al año. Los vídeos se habían visto 140 millones de veces y los alumnos habían hecho 500 millones de ejercicios con nuestro programa informático. Yo había compartido más de tres mil lecciones en vídeo, todas gratuitas y sin publicidad, que abarcaban desde aritmética básica a cálculo avanzado, de física a finanzas y a biología, de química a la Revolución francesa. Además, estábamos contratando de manera activa a los mejores educadores e ingenieros informáticos del mundo. La Academia se había convertido en la plataforma de educación más utilizada de internet y, según Forbes, era «una de estas historias de “cómo es que a nadie se le ocurrió antes” (…) que lleva camino de convertirse en la organización educativa más influyente del planeta». Bill Gates nos hizo el mejor de los cumplidos: dijo en público que utilizaba nuestra web para ayudar a sus hijos con las matemáticas.
Este libro es, en parte, la historia de la asombrosa acogida y crecimiento de khanacademy.org; y, más importante aún, lo que ese crecimiento nos dice sobre el mundo en el que vivimos.
Hace apenas unos años, los únicos que conocían la Academia Khan eran unos cuantos niños en edad escolar, mi familia y amigos. Partiendo de un origen tan cercano a mí, ¿cómo y por qué se corrió la voz sobre la existencia de una comunidad virtual mundial para personas de todas las edades y niveles económicos deseosas de aprender? ¿Por qué los alumnos se lo contaron a sus amigos, y luego a sus profesores? ¿Por qué informaron los profesores a sus jefes de departamento? ¿Por qué adoptaron los padres nuestra academia, y no solo para ayudar a sus hijos, sino también para refrescar lo que sabían y despertar de nuevo el deseo de aprender? En pocas palabras: ¿qué necesidades estaba satisfaciendo la Academia? La Academia conseguía motivar y animar a los alumnos, mientras que los planes de estudios convencionales, no.
¿Por qué? Y en cuanto a resultados, ¿podíamos demostrar con datos que la Academia ayudaba a aprender? ¿Mejoraba la puntuación en los exámenes? Más importante todavía, ¿la manera de enseñar de la Academia hacía que los estudiantes retuvieran lo aprendido más tiempo? ¿Los ayudaba de manera consistente a superar su nivel escolar? ¿Las lecciones en vídeo y los programas interactivos eran más útiles como añadido al aula convencional, o apuntaban hacia un futuro de la educación completamente diferente, un futuro activo y adaptado al ritmo del individuo?
Para cada alumno, tenga ocho u ochenta años, el siguiente vídeo siempre va a ser un descubrimiento. El siguiente conjunto de problemas y ejercicios constituirá un desafío al que cada persona puede enfrentarse a su propio ritmo. No habrá nada vergonzoso en un progreso pausado; nunca se vivirá ese momento temible en el que «los demás alumnos no se pueden quedar atrás por tu culpa». El archivo de vídeos nunca desaparecerá, con lo que los alumnos podrán repasar tanto como necesiten. ¡Y está permitido cometer errores! No existe el miedo a decepcionar a un profesor que te mira desde arriba ni a parecer torpe en una sala llena de compañeros.
Me siento entusiasmado de que la Academia Khan sea una herramienta capaz de impulsar un modelo que, como mínimo, se aproxima a lo que será el futuro de la educación: una manera de combinar el arte de la enseñanza con la ciencia de presentar la información y analizar los datos, y hacer llegar el plan de estudios más claro, amplio y relevante con el menor coste posible. Tengo muchos motivos para creerlo: unos tienen base tecnológica; otros, económica. Pero el más convincente es la respuesta que he recibido del alumnado.
En los últimos años nos han llegado miles de mensajes de correo electrónico con testimonios de los alumnos a los que la Academia ha ayudado. Proceden de ciudades europeas, de barrios residenciales estadounidenses, de aldeas indias, de lugares en Oriente Próximo donde algunas jóvenes, a veces en secreto, han tenido acceso a la educación. Unos mensajes son breves y divertidos; otros, detallados y emotivos, a veces de niños que no conseguían avanzar en el colegio y con falta de autoestima, y otras de adultos que temían haber perdido la capacidad de aprender.
Hay algunas cosas que destacan al analizar todos estos mensajes. Demasiados niños inteligentes y motivados no tienen una buena experiencia educativa, bien sea en colegios de élite o en instituciones sin suficiente financiación. Demasiados niños pierden la confianza en ellos mismos. Demasiados estudiantes «con éxito» afirman que han sacado buenas notas sin aprender gran cosa. Tanto niños como adultos ven languidecer la curiosidad en aulas o lugares de trabajo por el aburrimiento y el constante ruido de fondo de una cultura insustancial.
La Academia Khan ha sido un refugio para estos estudiantes, un lugar donde pueden hacer por sí solos lo que no han conseguido con su experiencia en las aulas o lugares de trabajo. ¿Ver lecciones en vídeo o utilizar un programa interactivo puede volver más lista a una persona? No, pero puede hacer algo aún mejor: crear un contexto en el que dará rienda suelta a su curiosidad y amor por el aprendizaje, y así entender que ya es lista, que siempre lo ha sido.
Los testimonios de los alumnos son la principal razón de que escriba este libro. Lo veo como una especie de manifiesto, a la vez declaración personal y llamada a las armas. Es hora de cambiar la educación reglada. Hay que hacerla más coherente con el mundo tal como es; hay que armonizarla con la manera de aprender y crecer de los seres humanos.
¿Cuándo y dónde nos concentramos mejor? La respuesta es que depende del individuo, claro. Hay quienes están en su mejor momento a primera hora de la mañana. Otros son más receptivos por la noche. Unos requieren silencio en la casa para centrarse. Otros piensan mejor con música, o con el ruido blanco de una cafetería de fondo. Con tantas variables, ¿por qué nos empeñamos en que la parte del león de la enseñanza y el aprendizaje tenga lugar en los confines del aula, al ritmo impersonal del timbre que marca la frontera entre una clase y la siguiente?
La tecnología tiene el poder para liberarnos de esas limitaciones; para hacer que la educación sea más portátil, flexible y personal; para alentar la iniciativa y la responsabilidad individual; para devolver la emoción del descubrimiento al proceso de aprendizaje. Y tiene otro posible beneficio adicional: internet puede hacer que la educación sea muchísimo más accesible, de modo que el conocimiento y las oportunidades se distribuyan más y mejor. La educación de calidad no tiene que depender de un campus idílico. No hay ninguna razón económica para que los escolares del mundo entero no tengan acceso a las mismas lecciones que los hijos de Bill Gates.
Siempre se habla de la «escuela de la vida». Si es verdad que la vida enseña, también lo es que, a medida que nuestro mundo se vuelve más pequeño y quienes vivimos en él quedamos más conectados, ese mismo mundo se convierte en un aula vasta, inclusiva. Hay jóvenes y personas mayores, unos han recibido más educación y otros menos, o han avanzado más o menos en el estudio de un tema concreto. Somos, en todo momento, profesores y alumnos a la vez. Aprendemos al estudiar, pero también al ayudar a otros, al compartir y explicar lo que sabemos.
Quiero creer que la Academia Khan es una extensión virtual de esta «escuela del mundo». Es un lugar donde se acoge a todo el mundo, donde todo el mundo está invitado a enseñar y a aprender, donde se nos anima a llegar tan lejos como podamos. El éxito es lo que cada uno quiere que sea; el único fracaso es rendirse. Personalmente, he aprendido de la Academia tanto como he enseñado. He recibido más de lo que he dado, ya sea en placer intelectual, en curiosidad renovada o en sentirme conectado a otras mentes, otras personas. Espero que cada alumno de la Academia y cada lector de este libro puedan decir lo mismo.