Nota de los traductores
De un mundo que ya no está es una obra autobiográfica póstuma y, por añadidura, desgraciadamente inconclusa. Se publica -en lengua yiddish, como toda la producción literaria de Israel Yehoshua Singer- en 1946, dos años después de que un ataque al corazón segara la vida del autor a la temprana edad de cincuenta y un años y, a la vez, truncara su proyecto de una creación mucho más amplia. Su editor de entonces (Matunes, Nueva York) lo resume con estas palabras al presentar el libro en su lengua original:
Según el plan de Singer, esta obra debía ofrecernos un amplio cuadro artístico de su vida y sobre todo de la vida en su entorno, desde los años de su infancia hasta su llegada a Estados Unidos en 1933. Se compondría de tres gruesos volúmenes, alrededor de mil quinientas páginas. En la mañana del jueves 10 de febrero de 1944, todo quedó truncado. La repentina y prematura muerte del gran maestro de la prosa convirtió en nada el señalado plan y muchos otros importantes proyectos.
El destino lo quiso así y hoy únicamente podemos disfrutar de los que habrían sido los primeros veintidós capítulos de la obra completa, es decir, los que alcanzan hasta que el autor casi cumple los trece años (año 1906). Los episodios de los que es testigo el niño Singer en el humilde y agobiante entorno que le rodea -ortodoxia religiosa y, a la vez, tradiciones y costumbres en gran medida ancladas más en la superstición que en la religión- son narrados a modo de flashes independientes. Sus escenarios sucesivos son: el shtetl de Lentshin, hasta la edad de seis años (capítulos 1 al 6 ); la casa de los abuelos maternos en Bilgoray, durante los meses de verano, hasta cumplir el autor los diez años (capítulos 7 al 13 ), y, finalmente, de nuevo Lentshin, hasta poco antes de los trece años (capítulos 14 al 22 ).
Tipos y personajes de Lentshin a comienzos del siglo XX
Uno de los personajes más pintorescos de nuestro pequeño shtetl era reb Bóruj Wolf, a quien llamaban «el Kotsker» porque en su juventud había sido discípulo del viejo rebbe de Kotsk, reb Méndele.
El tal Bóruj Wolf, un anciano de elevada estatura y complexión sólida, huesudo y con abultadas venas, se enorgullecía de que en su juventud fue asiduo visitante del rebbe de Kotsk, y no paraba de contar milagros y maravillas de esos viajes. La narración de esas historias, todas ellas ligadas a Kotsk, le hacía disfrutar, pues habían afectado a toda su vida. Incluso el hecho de tener la cara torcida-mientras una mitad de ella subía, la otra bajaba-, guardaba relación con Kotsk.
—Esto me ocurrió en mi juventud, cuando en uno de los viajes a Kotsk me sorprendió una terrible helada y pillé un resfriado—explicaba—. El frío era tan intenso que hasta el aguardiente que llevaba conmigo, dentro de un barrilete, quedó congelado en el camino, y cada vez que quería echar un trago tenía que partir un trozo y chuparlo.
Los jóvenes jasídim de la casa de estudio a quienes reb Bóruj contaba esos prodigios lo interrumpían:
—¿Cómo puede uno imaginar tal cosa, reb Bóruj? ¡Es sabido que el alcohol no se congela ni siquiera en las heladas más intensas!
—¡Burros, más que burros!—se enfadaba reb Bóruj—.
¿Cómo podéis comparar vuestras heladas de hoy con las abrasadoras heladas de entonces? A su lado, los fríos de ahora son como un pellizco de rapé.
Nada que no proviniera de los antiguos tiempos valía para él ni un pellizco de rapé. El aguardiente de hoy no era aguardiente, los hombres santos de hoy no eran santos, los gansos asados no eran gansos ni las carpas eran peces, las melodías jasídicas no tenían encanto ni los héroes de hoy eran héroes. A él, por ejemplo, cuando era joven, en un viaje a Kotsk lo asaltaron doce bandidos en el bosque con intención de robarle y matarlo. ¿Y qué hizo reb Wolf? Agarró por los tobillos a uno de los bandidos y, haciéndolo girar con fuerza, empezó a propinar tales batacazos en la cabeza a los otros once que enseguida se dispersaron corriendo como ratones y Bóruj Wolf pudo seguir tranquilamente su viaje a Kotsk.
Los jóvenes estudiosos intentaron formular alguna duda sobre el relato:
—Reb Bóruj, ¿tal vez podría rebajar algo lo de los doce bandidos? Digamos que eran sólo seis.
—¡Burros, bestias, cabezas huecas! ¡Cuando digo doce bandidos quiero decir que eran doce!—se irritaba él—. ¿Acaso sabéis qué valor se tenía en mis tiempos?
Yo disfrutaba escuchando los fantásticos cuentos de este personaje: historias de manadas de lobos que lo atacaron en sus viajes a Kotsk y a los que venció con sus propios puños; historias sobre cómo en las tabernas de Kotsk, compitiendo con los jasídim para ver quién bebía más aguardien te, él, de un solo trago, engulló una jarra de alcohol de cien grados. Además, era tan rico en su juventud que, en cierta ocasión, al preparar un banquete para los jasídim de Kotsk, no frió la cebolla en la grasa de pollo sino en aceite de oliva virgen, que costaba nada menos que un rublo el botellín, y utilizó, dados los numerosos invitados a la mesa, al me nos cien botellines… Por mucho que sus jóvenes oyentes se esforzaron en que rebajara, siquiera un poco, el precio de esos botellines de aceite, el anciano se negó. De la mis ma manera, tampoco permitía que se dudara de la potencia de su voz cuando cantaba en la sinagoga de joven; tan estentórea era que en cierto Yom Kipur, mientras él rezaba en alta voz lo que el público leía en silencio, en un momento de especial vehemencia lanzó tal rugido que rompió los tímpanos del terrateniente polaco que vivía a un kilómetro del shtetl. Los jóvenes intentaron reducirlo a medio kiló metro, pero reb Bóruj no cedió ni medio paso.
—¡A la nada quedaréis reducidos vosotros, zopencos!—gritó él, hirviendo de cólera—. Cuando yo os digo un kilómetro es que fue un kilómetro.
Debido a estas constantes historias, el anciano descuidaba su tienda y era realmente pobre. Su anciana esposa entraba con frecuencia a llamarlo para sacarlo de la casa de estudio.
—Condenado Bóruj, ¿cuánto tiempo van a durar tus parloteos? Ven y atiende el negocio. Yo tengo que cocinar algo.
Pero reb Bóruj Wolf hacía caso omiso y seguía contando una historia prodigiosa tras otra. De la misma manera que le importaba poco cómo ganarse la vida, despreciaba los rezos o el estudio de la Torá.
—Para los jasídim de Kotsk, un trago de aguardiente y un bailecito valían más que un saco de oraciones y estu dios—solía comentar.
Según él, el propio rebbe de Kotsk se reía de sus piadosos jasídim porque rezaban demasiado; una vez le dijo a uno de ellos, siempre ataviado con el taled y las filacterias, que se quitara de encima «el arnés de cuero». Mi padre se estremecía al escuchar esas palabras, pero reb Bóruj Wolf juraba por su barba y sus tirabuzones que él mismo las había oído pronunciar en Kotsk.
Cierto día se atrevió a burlarse del Gaón de Vilna.
—Sentado en el Paraíso, sí que está—dijo—, pero como persiguió a los jasídim se sienta en un rincón, aislado de los demás hombres santos, y además su barba está llena de mocos.
Mi padre repuso que por esas palabras sobre el Gaón de Vilna habría que rasgarse las vestiduras y guardar luto.
Reb Bóruj Wolf rompió a reír desdeñosamente:
—Gaón…, góner!—dijo en son de burla—. ¡Genio…, ganso! En Kotsk, un trago de aguardiente tenía más valor que toda la erudición del Gaón de Vilna…
Precisamente en el comienzo del Yom Kipur, durante la solemne oración del Kol nidréi (en hebreo, Todos los votos), se le antojó a reb Bóruj Wolf sentarse a estudiar la Guemará. Los fieles estaban horrorizados.
—¡Reb Bóruj Wolf, precisamente al llegar a la oración del Kol nidréi…!
Pero reb Bóruj Wolf no se dejó intimidar:
—Kol nidréi…, Kol nidréi…—les imitó, y siguió con su estudio en voz alta, para fastidiarlos—: Shor she’nagaj et ha’pará [‘El buey que corneó a la vaca’].
No podían hacerle nada, primero porque era un ancia no, y segundo porque era cierto que alguna vez había ido a visitar al rebbe de Kotsk, a reb Méndele en persona.
En eso consistía, literalmente, su vida: en sus pequeñas historias, sus cabezonadas, su manía de llevar la contraria y, sobre todo, de tumbarse en el baño de vapor sobre el banco más alto, donde nadie era capaz de aguantar la elevadísima temperatura. Por muchos cubos de agua caliente que añadiera el encargado del baño, reb Bóruj Wolf gritaba que quería más vapor. Su viejo cuerpo huesudo se volvía rojo, como si se cociera. No había límite al calor que el anciano era capaz de aguantar. Tumbado allí arriba él solo, insistía en su circo:
—¡Judíos, bandidos, me estoy helando!—bramaba. Los jóvenes se asombraban.
—Reb Bóruj Wolf, ¿cómo puede soportar quedarse tum bado en ese infierno?
—¡Borricos! Cuando yo era joven, me bañé una vez en una caldera de agua hirviendo—gritaba él desde arriba.
Eso ya era demasiado, y los jóvenes desnudos se partían de risa.
—Reb Bóruj Wolf—le rogaban—, relájese un poco, re conozca que el agua de la caldera no hervía.
—¡Burros, más que burros! Hervía, sí, burbujeaba—gritaba él.
Con ello quería dar a entender que el agua hervía a la máxima temperatura imaginable.
Esa clase de persona era reb Bóruj Wolf. Yo lo apreciaba y disfrutaba con esas curiosas historias que contaba, llenas de colorido. Cuando falleció su esposa, él era prácticamente un octogenario, pero se volvió a casar con una mujer a la que doblaba la edad. Ella aportó una hijastra, que enseguida recibió en el shtetl el apodo de «Dodatek», que en polaco significa ‘suplemento’. El matrimonio no acabó bien, y el pobre hombre se deterioró muy rápidamente, dejó de contar sus cuentos y fue a reunirse con su primera esposa en el otro mundo…
Otro personaje curioso era Jane Rujl, la mujer que dis frutaba despertando la animosidad de los maridos contra sus esposas y, a la vez, creando conflictos entre ellos.
La tal Jane Rujl, una mujercita fogosa, parlanchina, difamadora y guasona, era experta en cocina y en repostería. Sus tartas y strudels, sus asados, su guefilte fish y su kíguel eran célebres en el shtetl; pero la mujer no se contentaba con preparar esas exquisiteces para sí misma y para su familia, sino que le gustaba enviarlas como regalo a los vecinos. Tenía dos hijitas, y con ellas mandaba esos platos de comida a las casas, sobre todo los sábados. Una de esas hijitas suyas era la que, con mayor frecuencia, venía a nuestra casa.
—Rébbetsin, mi mami le envía este kíguel—decía la mu chacha a toda prisa, y se marchaba volando—. Mi mami le envía este pescado…
En nuestra casa esos sabrosos manjares no llegaron a ser motivo de reproches. Mi padre sin duda los prefería a los que preparaba mi madre, nada experta en la cocina, aunque no comentaba nada. Algo diferente sucedía en otros hogares cuyas amas de casa tampoco eran buenas cocineras. Era precisamente a estas mujeres a quienes Jane Rujl destinaba sus más exquisitas delicias culinarias; y ocurría a menudo que el marido de alguna de ellas, después de haber proba do el kíguel de Jane Rujl, comenzaba a quejarse, diciendo que aquél era un kíguel que sabía a kíguel y que el de su inútil esposa no sabía a nada. En alguna familia, esa mujer creó tal conflicto que la pareja a punto estuvo de divorciarse. Mi padre mandó llamar entonces a Jane Rujl y le prohibió enviar regalos a sus vecinos. En lo que a mí respecta, esa prohibición rabínica no me agradó demasiado, y eché mucho de menos los sabrosos pescados y el kíguel de Jane Rujl…
Recuerdo también otros dos tipos curiosos, ambos de nombre Mendel. A uno de ellos se le conocía como Mendel el Grande y al otro como el Pequeño Mendel.
Estos dos personajes eran de los más respetados cabezas de familia del shtetl, pero entre ellos nunca hubo paz. Mendel el Grande estaba encargado de los registros forestales y de contabilizar la tala de los árboles. Era un hombre alto, corpulento, estudioso del Talmud y ferviente discípulo del rebbe de Guer. Era extremadamente fuerte y cuando pillaba en el bosque a un campesino robando madera lo agarraba por la nuca y lo llevaba a su «oficina» bajo los árboles, donde lo mantenía arrestado hasta que la familia del campesino venía a pagar la compensación de un rublo por lo robado. Al lado de su casa siempre tenía campesinos serrando troncos, de los que luego cortaban las tablas; trabajaban desde la madrugada hasta la noche. Otros se ocupaban del transporte de los troncos cortados hasta el río Vístula, donde los juntaban para formar balsas y los llevaban río abajo, a Danzig. Todos los sábados por la noche se reunían decenas de campesinos en la casa de Mendel, se sentaban en el suelo, fumaban, escupían y charlaban, mientras esperaban a que les pagaran el sueldo por el trabajo de la semana. Provistos de sierras y hachas parecían una cuadrilla de bandidos, pero Mendel, todavía sin quitarse el gabán sabático de raso, se movía entre ellos, calculaba y pagaba, y si alguno intentaba iniciar una pelea con otro, él mismo agarraba al camorrista y lo echaba de la casa. Los campesinos tenían en gran estima a su Mendel; lo valoraban y lo temían. Y aún más lo temían su esposa y sus hijos. Su palabra era ley. Era firme, pero honesto y justo. Además, estaba capacitado para dirigir los rezos y la lectura de la Torá en la sinagoga. Hombre jovial, inteligente y agudo, desprendía una fragancia a bosque y a viento. Recuerdo un viernes en el que algo trágico le ocurrió a este Mendel el Grande. Solía pasarse la semana entera en los bosques, llevando la contabilidad para los ricos comerciantes madereros, y los viernes regresaba a casa. En una ocasión, mientras se encontraba en el bosque trabajando, un hijo suyo enfermó y, de forma repentina, falleció. Los mensajeros enviados para localizar al padre no lograron encontrarlo. Como en nuestro shtetl no había cementerio y era viernes por la mañana, decidieron llevar el cadáver del niño a Zakroczym para enterrarlo, como manda la ley, antes del comienzo del sabbat. Cuando el cortejo fúnebre avanzaba por el camino, topó de frente con Mendel el Grande. Fue un encuentro trágico. No obstante, ese robusto hombre no pronunció ni una palabra y, en silencio, se unió al cortejo para acompañar a su hijo al cementerio. Nada podía quebrar a esa persona tenaz e inalterable. Al cabo de menos de un año, su mujer trajo al mundo otro niño.
Así como Mendel el Grande era fuerte y jovial, el Pequeño Mendel era menudo, poca cosa, tozudo y triste, y siempre competía con el otro por el gobierno de la comunidad.
El Pequeño Mendel era considerado un ricachón, pues poseía el comercio de tejidos más importante del pueblo. Además, era gran estudioso de la Torá y profundamente devoto. Sin embargo, Mendel el Grande, con su tamaño y su fuerza, le hacía sombra, por lo que entre ambos existía un antagonismo y una lucha permanentes. El Pequeño Mendel, de piel muy oscura y ojos negros de mirada afilada, tenía una barbita también negra que sólo le crecía en el mentón. Todo su rostro era nariz, una nariz aguileña y puntiaguda como el pico de un ave rapaz. Nunca sonreía y, pese a lo diminuto que era, inspiraba miedo a su corpulenta esposa y a sus hijos. Tan pío era que no permitía que su esposa usara peluca, sino un bonete de satén, como sólo llevaban las ancianas; y ella no se atrevía a contradecir a su pequeño marido. Igualmente imponía respeto a los demás cabezas de familia del pueblo. El único ante quien no se las arreglaba bien era ante Mendel el Grande, que acostumbraba a burlarse de él en cualquier ocasión, y sobre todo de su rebbe, el rebbe de Warka.
En realidad, Mendel el Grande se burlaba de todos los rebbes. El único que se salvaba era el suyo, el de Guer, de quien presumía porque contaba con miles de seguidores, entre ellos eruditos y rabinos; eran tan numerosos que no cabían todos sentados a la mesa y debían quedarse de pie, como los jasídim ordinarios. El rebbe de Guer, a juicio de Mendel el Grande, era el más erudito, sabio y santo, y sus enseñanzas superaban la comprensión humana; las melodías jasídicas de Guer eran las más bellas. En una palabra, había un solo Dios y un solo rebbe, el de Guer; los demás solo hacían el ridículo; si fueran inteligentes, dejarían su puesto y seguirían al de Guer. Mi padre solía discutir esto con Mendel el Grande.
—¿Por qué un emperador puede tener muchos genera les y el Todopoderoso no puede tener más que un general?—le preguntaba.
Pero esa analogía no impresionaba a Mendel el Grande; realmente no toleraba ni oír hablar de otro rebbe que no fuera el de Guer. Se refería con gran desprecio al de Warka, a cuya corte acudía el pequeño Mendel. Y es que el rebbe de Warka, que residía en Otwock, un shtetl próximo a Varsovia, no era—y perdón por decirlo—un erudito notorio. Se rumoreaba que no sólo era incapaz de leer una página entera de la Guemará, sino que ni siquiera conocía muy bien el Pentateuco. Eso sí, era un fervoroso creyente y temeroso de Dios, e igual de píos eran sus jasídim. Éstos rezaban frecuentemente, lloraban, se lamentaban y sobre todo transmitían una sensación de tristeza; sus melodías eran fúnebres; sus parábolas, quejosas. Mendel el Grande deseaba oír algún comentario inteligente del rebbe de Warka, pero el pequeño Mendel no tenía nada que contar acerca de las enseñanzas de su rebbe. Sólo insistía en elogiar su profunda devoción religiosa. Contaba que en su patio tenía dos pozos: uno para los productos lácteos y otro para los cárnicos; de éste se sacaba el agua para cocinar la carne y del otro, para cocinar alimentos lácteos. Tampoco permitía que sus discípulos abotonaran los cuellos de sus camisas -ése era el estilo de los judíos alemanes ilustrados-, sino que les exigía que los cerraran con cintas; además, los jasídim no podían presentarse en casa del rebbe con sombreros corrientes, al estilo de los judíos polacos, sino con un sombrero negro rabínico. Como los judíos de Polonia no tenían esos sombreros, en la corte del rebbe guardaban uno que los visitantes se intercambiaban cuando entraban a presentarle alguna petición. En la corte de Warka, un jasid de otro rebbe no tenía derecho a entrar, pero sobre todo se vigilaba a las esposas de sus seguidores. Les estaba prohibido llevar peluca, por considerarlo demasiado herético; tenían que rasurarse la cabeza y llevar bonete. También había un vigilante del rebbe en cada ciudad, el cual supervisaba el comportamiento de las esposas. Si se enteraba de que alguna llevaba peluca, enseguida se lo comunicaba al rebbe, y éste, cuando el marido se presentaba en Warka, ordena ba que lo expulsaran con un gran ceremonial.
Tales eran las historias que contaba el Pequeño Mendel acerca de su rebbe, y Mendel el Grande no hacía más que reírse de los milagros del hombre santo.
—¿Sabe lo que le digo? Pozos para lácteos, pozos para cárnicos, pelucas, bonetes, todo eso no vale nada—insistía—. Lo que quisiera, reb Méndele, es que me contara qué palabras sabias hay en lo que enseña su rebbe.
Desafortunadamente, reb Méndele no tenía respuesta para esto y, por lo tanto, se escabullía con algún pretexto.
—Mi rebbe, larga vida tenga—respondía—, no pierde su tiempo en eso… No es partidario…
—Cuando se sabe de algo, se dice—respondía Mendel el Grande.
Cierto día en que discutían de este modo, Mendel el Grande se pasó de la raya en sus burlas del rebbe de Warka.
—Bueno, reb Méndele, su… rebbe, ¿ha innovado algo en el tema de los bonetes de las mujeres?—le preguntó.
Al instante, el Pequeño Mendel dio un brinco, lo más alto que pudo, y propinó tal bofetada en la mejilla del otro que dejó patidifusos a los demás fieles de la sinagoga.
Mendel el Grande no devolvió el golpe. El tortazo que le dio el menudo hombrecito pilló tan desprevenido al gi gante que amedrentaba a los campesinos que se quedó de piedra. El Pequeño Mendel, por su parte, había espera do la respuesta encogido, dispuesto a morir por su rebbe.
La víspera del Yom Kipur, Mendel el Grande se acercó a él y le tendió la mano.
—Reb Méndele, le ruego que me perdone—le dijo. Y le ofreció una copa de aguardiente junto con un trozo de bizcocho.
Mendel el Grande era incapaz de guardar rencor a nadie durante mucho tiempo. Este hombre del bosque desprendía coraje y jovialidad. También le gustaba beber, y buscaba cualquier ocasión para hacer un brindis junto a los jasídim de la casa de estudio: ya fuera por el aniversario del fallecimiento de alguien, por una boda, por un Bar Mitzvá o por haber concluido la lectura de un tratado del Talmud. En la fiesta del Pésaj acostumbraba a traer a mi padre como regalo una botella de vino añejo. Cuando entraba en la casa, la inundaba de alegría. El Pequeño Mendel, en cambio, transmitía melancolía. Siempre se le veía descontento, siempre preocupado por no haber cumplido suficientemente los preceptos del judaísmo. Me sermoneaba por corretear junto con muchachos corrientes y me ponía como ejemplo a su hijo Yitsjok, que se comportaba de manera decente y devota. Desde muy pequeño, aquel hijo suyo ya era un verdadero jasid del rebbe de Warka, extremadamente pío y lloriqueante. Yo no podía soportar verlo balancearse al rezar mientras elevaba los ojos al cielo; y, so bre todo, no podía aguantar que continuamente me lo presentaran como un modelo a seguir.
—Yitsjok nunca se queda allí, junto a la puerta, entre los artesanos…—me reprochaban para avergonzarme—. Yitsjok no corretea por los campos… Yitsjok no destroza su gabán…
En resumen, el cielo y la tierra eran Yitsjok…
Otro personaje pintoresco de Lentshin era Yoine Podgure, un carbonero que, además, recogía la resina de los pinos en el bosque. Vivía en las afueras del shtetl y siempre estaba discutiendo con su mujer. Ambos se comportaban como verdaderos campesinos: la esposa solía llevar botas y un pañuelo aldeano en la cabeza; Yoine, en invierno, vestía una zamarra roja ceñida con un cinturón de cuero, y a las ferias del shtetl acudía con los campesinos. Con ocasión de cada feria venía a visitarnos, y nos ofrecía un poco de miel o un pequeño queso mientras rogaba, con un vozarrón que arrastraba las erres:
—Rrrrabino, divórrrcieme de mi arrrpía… Va a enterrrarme en mi juventud.
Su esposa se lamentaba:
—Rabino, me pega, me deja moratones en el cuerpo…—dijo una vez, y acto seguido se desabrochó la blusa ante mi padre e intentó mostrarle las señales. Mi padre giró bruscamente la cabeza a fin de no mirar a la mujer.
—Ea, ya vale—le reprendió—. Una hija del pueblo ju dío no debe hacer eso.
Pero la mujer ya había hecho lo que quería. Yoine per maneció en pie, con el látigo enganchado en el cinturón. Apenas se mantenía erguido, debido a unos tragos que había tomado con sus amigotes campesinos.
—Rrrabino, deberría usted probarr la comida que me cocina—se quejó—. Ni los cerrdos, con perrdón, la prrobarían… Con ella, mi vida no es vida.
Mi padre acostumbraba a mandarlo a casa, tras pedir le que volviese cuando estuviera sobrio. Y cierto día Yoine se divorció, pero no precisamente de su mujer, sino de un «judío barbudo».
Sucedió durante la fiesta de circuncisión de un nieto de Yoine. Su hijo, el vigilante de los bosques propiedad de Eliézer Falts, fue quien preparó la ceremonia. Era un día de invierno con un frío glacial, y el hijo de Yoine envió a un campesino para que recogiera en su trineo a mi padre y a reb Hénoj, el matarife ritual y mohel. Yo le rogué a mi padre que me dejara ir con él al bosque, y aceptó. El campesino nos envolvió a los tres con paja antes de poner en marcha a los caballos sobre una capa de nieve congelada, de quizá medio metro de espesor. La helada era terrible; los bigotes del cochero eran dos trozos de hielo; de las fosas nasales de los caballos colgaban pequeños carámbanos; el vapor que salía de nuestras bocas enseguida se congelaba. Reb Hénoj, un hombre menudo con perilla, no paraba de gemir:
—Qué frío, rabino, frío, frío.
Mi padre lo consolaba:
—Durante la ceremonia entrará en calor, reb Hénoj. Y por su esfuerzo recibirá una retribución.
—Querrá decir una retribución… ridícula—gimió él.
Reb Hénoj tenía la manía de quejarse. Cuando sacrificaba un buey decía que había sacrificado un ternerito; cuando sacrificaba un ganso decía que había sacrificado un pollito; y cuando le pagaban un rublo, decía que le habían dado sólo quince kopeks.
—Una miseria, rabino, una miseria—decía siempre suspirando para no sentirse obligado a ingresar en la comunidad un porcentaje de la retribución por cada sacrificio…
«Miseria» era asimismo su respuesta cuando presentaba ante el rabino algún pulmón o un hígado de buey y mi padre lo consideraba no kósher por encontrarle algún defecto… Reb Hénoj gemía y suspiraba, sacudía la víscera que había traído, escupía sobre ella.
Sus suspiros y gemidos en el trineo y su forma de repetir «miseria» hacían que el frío fuera aún más glacial y cortante. Sólo cuando llegamos a la casita del padre del bebé, que estaba en pleno bosque y hundida en la nieve, nos envolvió el calor. Las velas llameaban en candelabros de estaño. Los presentes, judíos del bosque y sus esposas, personas sanas y fuertes, bronceadas y animadas, respiraban vida y alegría. El padre del recién nacido, un hombre fornido, no paró de servir refrigerios; los invitados tragaban todo lo que podían, y bebían más de lo que comían. Sobre todo Yoine Podgure, el abuelo, que empinaba el codo más que ninguno, y realmente vaciaba botellas enteras de aguardiente. Además, cantaba y bailaba como un auténtico campesino. Esa gente del bosque se divertía a lo grande, y más que nadie el patrono maderero, Eliézer Falts, un ricachón de ancho rostro rubicundo y barba de color oro recortada en círculo, vestido al estilo germano, con camisa blanca almidonada y una yármulke, no de terciopelo, sino de seda, como los judíos alemanes ilustrados. Era un gran bromista y tenía algo de hereje; se decía que el Pentateuco que él utilizaba en los rezos era el de la traducción alemana de Moisés Mendelssohn, considerado blasfemo. Yo lo quería mucho porque, cuando venía a nuestra casa a for malizar alguna escritura de venta, solía entregar a mi padre un billete de tres rublos y a mí una moneda de plata de cuarenta kopeks.
Durante aquella celebración, Eliézer Falts se explayó contando chistes y burlándose de todo y de todos. De pron to, empezó a imitar con voz femenina a la esposa de Yoine Podgure y a discutir con éste. Yoine, borracho como una cuba, tomó a ese hombre de barba recortada por su esposa. Una palabra iba llevando a otra, y entonces Yoine empezó a exigir el divorcio. Su «esposa» se mostró de acuer do y accedió a divorciarse de su Yoine ante mi padre. Seguramente mi padre también estaba algo ebrio y se prestó a aquella farsa… En mi vida me había divertido tanto como en esa fiesta aldeana.
Entre las diferentes anécdotas que los invitados con taron durante el banquete, también mi padre relató una historia acerca de un tal Moyshe Jáyim Kamínker, hijo de un rebbe que había abandonado a su mujer, hija a su vez del rebbe de Sieniawa. Cuando, al cabo de muchos años, qui so volver a ver a su antigua esposa, la gente lo acusó de no ser realmente Moyshe Jáyim, sino un mendigo de nombre Yoshe Kalb, que también había abandonado a su mu jer, una retrasada mental. Mi padre había conocido a ese Yoshe Kalb, y describió de forma sugestiva el enredo que se produjo en la comunidad en torno a esa historia. Los asistentes escucharon boquiabiertos y con la máxima atención, intrigados por aquel enigma que nadie fue capaz de resolver. A mí me dejó lleno de asombro.
Cuando emprendimos el regreso a casa por la tarde, el frío era aún más implacable y mortificante. El cochero nos advirtió que procuráramos no quedarnos dormidos porque podíamos congelarnos. Reb Hénoj suspiraba:
—¡Qué frío, rabino, qué frío! Me han arrastrado hasta allí por nada…
—¿No le han entregado un billete de tres rublos?—le objetó mi padre.
—¿Tres rublos? ¡Qué va, tres miserables kopeks!—replicó reb Hénoj, convirtiendo los rublos en kopeks, como era su costumbre—. Una miseria, rabino, una miseria.
Acerca de este personaje menudo se contaba en Lentshin otra curiosa historia. Cuando lo contrataron como matarife ritual, le exigieron que además aprendiera el oficio de mohel. Sólo que a reb Hénoj, que tenía buena mano para sacrificar un buey, le aterrorizaba rozar a un bebé con la cuchilla. Por lo tanto, lo mandaron a que se entrenara en el oficio cortando una raíz de perejil, pero el hombre sentía tanto miedo que incluso apartaba la mano de la raíz del perejil.
—Ay, judíos, no tengo corazón para esto—les rogaba. Esto hizo que los bromistas lo llamaran en adelante Hénoj el Perejil. Reb Hénoj negaba la veracidad de esta historia.
—¡Pero qué decís, eso es mentira! Ah, cuánta miseria…—murmuraba.