En la mesa había un ramillete de violetas frescas; una jarra amarilla con la tapa en forma de pico de pato, que se abría con un leve chasquido para dejar pasar el agua; un salero de cristal rosa con la leyenda «Recuerdo de la Exposición Universal, 1900». (En doce años, las letras que la formaban se habían descolorido y medio borrado.) Había un enorme pan dorado, vino y el plato único: un estupendo ragú, con los jugosos trozos de ternera púdicamente cubiertos por la salsa cremosa, entre los tiernos y aromáticos champiñones y las rubias patatas. Ningún entrante, nada para abrir boca: la comida es cosa seria. En casa de los Brun, se atacaba el plato fuerte desde el principio. No hacían ascos a los asados, equiparables al arte clásico por la sencillez y la rigurosidad de sus reglas, pero la cocinera ponía todo su amor y todo su esmero en la preparación de elaborados guisos. En casa de los Brun, la cocina era cosa de la suegra, la anciana señora Pain.
Los Brun eran pequeños rentistas parisinos. Como su mujer había muerto, Adolphe Brun presidía la mesa y servía su ración a cada uno. Aún era un hombre apuesto. Tenía la frente grande y despejada; la nariz, pequeña y respingona; las mejillas, gruesas, y un largo bigote pelirrojo, cuyos extremos retorcía y estiraba entre los dedos hasta que sus afiladas puntas casi se le metían en los ojos. Frente a él, su suegra, menuda, rolliza, colorada y coronada de cabellos blancos, leves y volátiles como la espuma del mar, sonreía enseñando los dientes intactos y, con un gesto de la pequeña y regordeta mano, rechazaba las alabanzas («Delicioso... Lo mejor que ha cocinado usted nunca, querida suegra...» «¡Está riquísimo, señora Pain!»).
—Sí, hoy el carnicero me ha atendido bien. Era un buen costillar —murmuraba ella, esbozando una leve mueca de falsa modestia, como la prima donna que finge ofrecer a su compañero el ramo de rosas que le suben al escenario.
Adolphe Brun tenía a su derecha a sus invitados, los tres Jacquelain, y a su izquierda, a su sobrino Martial y a su hija adolescente, Thérèse. Como había cumplido quince años hacía unos días, Thérèse se recogía los rizos en un moño; pero los sedosos mechones aún no habían adoptado la forma que las horquillas querían darles y escapaban en todas direcciones, lo que desesperaba a la joven, pese a los cumplidos que su tímido primo Martial le había hecho a media voz y poniéndose muy rojo:
—Es muy bonito, Thérèse. Tu peinado es... como una nube de oro.
—La niña tiene mi pelo —dijo la señora Pain, que había nacido en Niza y conservaba el acento de su tierra, sonoro y suave como un canto, pese a haberla abandonado a los dieciséis años para casarse con un comerciante de cintas y velos establecido en París.
Tenía unos ojos negros muy bonitos y una mirada alegre. Su marido la había dejado en la ruina, había perdido una hija de veinte años —la madre de Thérèse— y vivía a expensas de su yerno, pero nada había hecho mella en su buen humor. A los postres, se bebía de buena gana una copita de licor dulce y canturreaba:
Alegres panderetas, acompañad la danza...
Los Brun y sus invitados estaban en un comedor muy pequeño, pero inundado de sol. Los muebles —el aparador Enrique II, las sillas de rejilla con respaldo de columnitas, la chaise longue, tapizada con una tela oscura estampada con ramilletes de flores rosa, y el piano vertical— se apretujaban en el reducido espacio. Las paredes estaban decoradas con ilustraciones compradas en los Grandes Almacenes del Louvre, en las que aparecían muchachas jugando con gatitos o pastores napolitanos con el Vesubio al fondo, y una reproducción de La abandonada, obra conmovedora en la que se ve a una mujer visiblemente embarazada, llorando en un banco de mármol, en otoño, mientras un húsar del ejército napoleónico se aleja entre las hojas secas.
Los Brun vivían en el corazón de un barrio po puloso, cerca de la Gare de Lyon. Hasta ellos llegaban los melancólicos y prolongados silbidos de los trenes, llenos de llamadas a las que no prestaban atención. Pero les gustaba la argentina y aérea vibración musical que, a ciertas horas del día, emitía el gran puente metálico cuando, emergiendo de las profundidades subterráneas, el metro aparecía unos instantes a la luz del sol, antes de desaparecer entre sordos gruñidos. Los cristales temblaban a su paso.
En el balcón, unos canarios cantaban en una jaula y unas tórtolas zureaban en la de al lado. De abajo llegaban ruidos dominicales: tintineo de vasos y platos en todas las plantas, al otro lado de las ventanas abiertas, y alegres gritos infantiles en la calle. La piedra gris de las casas, bañada de claridad, parecía rosa. Hasta los cristales del piso de enfrente, sucios y oscuros todo el invierno, chorreaban ahora, recién fregados, una luz que parecía agua lustral. Allí está el tabuco donde el castañero se ha resguardado del frío desde octubre, pero el hombre ya no está y una chica pelirroja que vende violetas ha ocupado su lugar. Un humo dorado penetra también en ese cubículo: sol iluminando el polvo, ese polvo de París en primavera, en la estación feliz, que parecía estar hecho de polvo de arroz y del polen de las flores (hasta que la gente se dio cuenta de que olía a estiércol).
Era un hermoso domingo. Martial Brun había llevado el postre: una tarta de moca que hizo brillar de alegría los ojos del joven Bernard Jacquelain. Se la comieron en silencio. Sólo se oía el tintineo de las cucharillas en los platos y el crujido de los granos de café, ocultos en la nata y llenos de un licor aromático, entre los dientes de los comensales. Luego, tras esos instantes de recogimiento, se reanudó la conversación, tan tranquila, tan carente de pasión como el ronroneo de una tetera. Martial Brun, que tenía veintisiete años, la nariz alargada y puntiaguda, siempre un poco roja en el extremo, el cuello largo y cómicamente ladeado, como si escuchara una confidencia, y unos hermosos ojos de cervatillo, estudiaba Medicina y habló de los exámenes que se acercaban.
—Los hombres tienen que trabajar mucho —dijo Blanche Jacquelain, y, soltando un suspiro, miró a su hijo.
Lo quería tanto que todo lo relacionaba con él. No podía leer que en París se había declarado una epidemia de tifus sin imaginárselo enfermo, muerto quizá, ni oír a la banda de un regimiento sin verlo soldado. Posó en Martial Brun una mirada triste y profunda, dibujando sobre sus rasgos anodinos otros adorables a sus ojos, los de su hijo, y pensando en el día en que saldría de una gran universidad cargado de laureles.
Martial describió sus estudios y sus noches en vela con cierta complacencia. Era modesto hasta el exceso, pero un dedo de vino le daba unas repentinas ganas de charlar, de mostrar su valía. Mientras peroraba, se pasaba el dedo índice bajo el cuello alto, que le molestaba, y sacaba pecho como un gallo. Pero, de pronto, sonó el timbre de la puerta de entrada. Thérèse quiso levantarse para ir a abrir, pero se le adelantó el pequeño Bernard, que volvió al cabo de unos instantes acompañado por un joven barbudo y más bien grueso, amigo de Martial, que estudiaba Derecho: Raymond Détang. La vivacidad, el don de palabra, la hermosa voz de barítono y el éxito con las mujeres del tal Raymond inspiraban a Martial una mezcla de envidia y melancólica admiración. Al verlo, se calló al instante y se puso a recoger las migas de pan de alrededor de su plato con gestos nerviosos.
—Estábamos hablando de sus estudios, muchachos
—dijo Adolphe Brun, y se volvió hacia Bernard—. Y, tú, aplícate el cuento —añadió.
El chico no rechistó, porque, a sus quince años, el trato con las personas mayores aún lo intimidaba. Llevaba pantalón corto. («Pero es el último año —decía su madre con una mezcla de orgullo y pena—. Pronto será demasiado mayor.») Tras la exquisita comida, las mejillas le ardían y la corbata no paraba de torcérsele. Bernard le daba una enérgica sacudida y se echaba hacia atrás los mechones rizados que le caían sobre la frente.
—Tiene que salir de la Politécnica entre los primeros —dijo su padre con voz cavernosa—. He hecho locuras respecto a su educación: los mejores profesores particulares, y todo eso. Pero él sabe lo que me debe: tiene que salir de la Politécnica entre los mejores. De todos modos, es muy estudioso. Va el primero de su clase.
Todos miraron al chico. El corazón de Bernard se llenó de orgullo. Era una sensación tan agradable que casi no se podía soportar. Se puso aún más rojo.
—¡Bah, eso no es nada! —exclamó con una voz en pleno cambio, tan pronto aguda, casi chillona, como suave y grave.
Luego hizo un gesto de desafío con la barbilla, como si dijera «¡Lo que sea ya se verá!», y se tiró del nudo de la corbata hasta casi romperla.
Bernard se entregó a una confusa ensoñación en la que se veía como un gran ingeniero, matemático, inventor, o quizá explorador y soldado, con toda una comitiva de mujeres brillantes en su camino, y a su alrededor, fieles amigos y discípulos. Entretanto, no le quitaba ojo al trozo de tarta que le quedaba en el plato, preguntándose cómo se las arreglaría para comérselo, con todas aquellas miradas posadas en él. Por suerte, su padre se dirigió a Martial y, desviando la atención de él, lo devolvió a la oscuridad, lo que Bernard aprovechó para zamparse el trozo de tarta de moca de un solo bocado.
—¿En qué rama de la Medicina piensa usted especializarse? —le preguntó el señor Jacquelain a Martial. El señor Jacquelain padecía una dolorosa enferme dad de estómago. Tenía el bigote amarillo, pálido como el heno, y una cara que parecía de arena gris, con la piel surcada de arrugas, como la superficie de las dunas
barrida por el viento del mar. Miraba a Martial con una expresión ávida y triste, como si el simple hecho de hablar con un futuro médico tuviera alguna virtud curativa de la que, sin embargo, él no podía beneficiarse.
—Lástima que aún no tenga el título en el bolsillo, mi querido amigo —repitió varias veces, llevándose la mano mecánicamente al lugar del cuerpo donde punzaba el dolor, justo debajo del enjuto pecho—. Lástima. Le habría consultado. Lástima. —Y se sumió en una amarga cavilación.
—Dentro de dos años —respondió Martial tímidamente.
Acribillado a preguntas, confesó que tenía en perspectiva una consulta en la rue Monge. Conocía a un médico que quería jubilarse y se la cedería. Mientras hablaba, veía pasar ante él una sucesión de días apacibles...
—Tendrás que casarte, Martial —dijo la anciana señora Pain con una sonrisa pícara.
Nervioso, hizo una bolita de miga con los dedos, la estiró, le dio la forma de un monigote y luego la atravesó sañudamente con el tenedor de postre.
—Pienso en ello —reconoció, alzando hacia Thérèse sus ojos de cervatillo—. No crea que no pienso en ello.
En ese instante, a Thérèse se le ocurrió que aquello iba por ella y le entraron ganas de reír, aunque al mismo tiempo se sentía tan avergonzada como si la hubieran desnudado en público. Entonces, ¿era verdad lo que le decían su padre, su abuela y sus compañeras del internado, que desde que se recogía el pelo parecía una mujer hecha y derecha? Pero casarse con el bueno de Martial... Lo observó con curiosidad con los párpados entornados. Lo conocía desde la niñez y le tenía cariño; con él viviría como debían de haber vivido sus propios padres hasta la temprana muerte de su madre.
«Pobre chico... —se dijo de pronto—, es huérfano... —Su corazón tenía ya una ternura, una solicitud casi maternales. Pero acto seguido pensó—: No es guapo. Se parece a la llama del Jardín Botánico. Tiene el mismo aire tierno y ofendido.»
El esfuerzo que le costó contener una risa burlona hizo aparecer dos hoyuelos en sus mejillas, un poco pálidas, de chica de París. Era esbelta, graciosa, de rostro serio y dulce, ojos grises y cabellos vaporosos como el humo.
«¿Cómo iba a querer que fuera mi marido?», se preguntó.
Sus dulces y vagas fantasías se llenaron de jóvenes atractivos parecidos al húsar del ejército napoleónico del grabado que tenía enfrente. Un guapo y dorado húsar, un soldado cubierto de polvo y sangre, arrastrando el sable por las hojas secas... Se levantó de un salto para ayudar a su abuela a recoger la mesa. En su interior se produjo una especie de ajuste entre el sueño y la realidad. Era un fenómeno extraño y un poco doloroso, como si alguien le abriese los ojos a la fuerza e hiciera pasar ante ellos una luz demasiado intensa.
«Hacerse mayor es un fastidio —pensó—. Si pudiera seguir siempre así...» Suspiró con un poco de hipocresía. Gustarle a un chico, aunque fuera el pobre Martial, era halagador.
Bernard Jacquelain había salido al balcón, y Thérèse se reunió con él entre la jaula de los canarios y la de las tórtolas. El puente metálico vibró: acababa de pasar el metro. Al cabo de unos instantes, Adolphe Brun se unió a los dos chicos.
—Han venido las Humbert —dijo. Eran una viuda y su hija de quince años, Renée, amigas de la familia Brun.
La señora Humbert había perdido muy pronto a su brillante y encantador marido. Era una historia triste, pero una buena enseñanza para la juventud, decían. El pobre señor Humbert, abogado de talento, había muerto a los veintinueve años por exceso de amor al trabajo y al placer, una mala combinación, como remarcaba Adolphe Brun.
—Era un don juan —decía, moviendo la cabeza con una mezcla de admiración y rechazo, sazonada con una minúscula pizca de lujuria—. Se había vuelto presumido —añadía, atusándose el bigote con una mirada pensativa—. Tenía treinta y seis corbatas. —Empleaba el número treinta y seis como equivalente de una cantidad exagerada—. Había adquirido costumbres caras: se bañaba todas las semanas. Fue precisamente al salir de una casa de baños cuando cogió el resfriado que acabó con él.
Para vivir, su viuda, carente de recursos, había tenido que abrir un taller de modista, una tienda pintada de azul celeste en la avenue des Gobelins, con el rótulo modas germaine en letras doradas a la entrada. La señora Humbert lucía sus propias creaciones sobre su cabeza y la de su hija. Era una atractiva morena y avanzaba majestuosamente, ofreciendo a los rayos de sol uno de los primeros sombreros de paja puestos a la venta esa primavera, en el que abrían sus pétalos una profusión de amapolas artificiales. Su hija llevaba un virginal modelo de tul y cintas: un sombrero rígido y liviano como la pantalla de una lámpara.
Los Brun esperaban a esas señoras para salir y acabar la jornada dominical al aire libre. Así pues, en cuanto ellas llegaron, se pusieron en camino hacia el metro de la Gare de Lyon. Los niños iban delante. Entre las dos chicas, Bernard, dolorosamente consciente de sus pantalones cortos, miraba con inquietud y vergüenza el dorado vello que relucía en sus vigorosas piernas, pero se consolaba pensando: «Es el último año.» Además, su madre, que siempre lo mimaba, le había comprado un junco, un bastoncillo con pomo dorado, con el que jugaba descuidadamente. Por desgracia, Adolphe se dio cuenta y canturreó: «Como un currutaco, bastón en mano...», lo que le aguó la fiesta. Vivo, delgado y alegre, era, con sus bonitos ojos, la personificación de la belleza masculina para su madre, que, con una punzada de celos en el corazón, pensaba: «La de conquistas que hará a los veinte años...», pues hasta entonces contaba con tenerlo para ella sola.
Las chicas llevaban trajes chaqueta que les cubrían púdicamente las rodillas y medias negras de algodón. La señora Humbert le había hecho a Thérèse un sombrero parecido al de Renée, una imponente creación adornada con muselina y lacitos, y decía: «Parecéis hermanas», pero pensaba: «Mi hija, mi Renée, es más guapa. Es una muñeca, una gata, con su pelo rubio y sus ojos verdes. Los hombres mayores ya la miran», se decía a continuación, porque era una madre ambiciosa y que pensaba en el futuro.
Emergiendo de las profundidades de la tierra, el grupito salió de la parada de metro de Concorde y bajó la avenue des ChampsElysées. Las señoras se levantaban con delicadeza el bajo de la falda, de donde asomaba un discreto volante de popelina gris del vestido de la señora Jacquelain, y de rasete pardo del de la anciana señora Pain, mientras que la señora Humbert, de opulentos pechos, moviendo los negros ojos «a la italiana», dejaba ver como al descuido un tafetán atornasolado que producía un suave frufrú. Las señoras hablaban del amor. La señora Humbert daba a entender que, con sus rigores, había llevado a un hombre a la desesperación; para olvidarla, había tenido que irse a las colonias, desde donde le escribía que había adiestrado a un negrito para que fuera todas las noches a su tienda a la hora de acostarse y le dijera: «Germaine te ama y piensa en ti.»
—A veces —dijo la señora Humbert tras soltar un suspiro—, los hombres tienen un corazón más sensible que nosotras.
—¡Oh! ¿Usted cree? —exclamó Blanche Jacquelain, que la había escuchado con la actitud agria y remilgada con la que una gata acecha la leche que hierve en un cazo: acercando la pata y apartándola con un breve maullido ofendido—. Las únicas que sabemos querer desinteresadamente somos nosotras.
—¿Qué entiende usted por interés? —replicó la señora Humbert, alzando la cabeza y ensanchando las ventanas de la nariz, como una yegua a punto de relinchar.
—Lo sabe usted perfectamente, querida —respon dió la señora Jacquelain con repugnancia.
—Pero, querida, es la naturaleza...
—Sí, sí —decía entretanto la anciana señora Pain, agitando su gorrito de azabache recubierto de violetas artificiales.
Pero en realidad no escuchaba. Pensaba en el trozo de ternera que había sobrado del ragú; lo serviría esa noche. ¿Tal cual o con salsa de tomate?
Detrás iban los hombres, perorando con grandes aspavientos.
Por los Campos Elíseos deambulaba el tranquilo gentío de los domingos. Caminaba con lentitud, entorpecido seguramente por la pesada digestión, el prematuro calor y la sensación de asueto. Era una pacífica, alegre y discreta muchedumbre de pequeños burgueses. El pueblo llano no aparecía por allí, mientras que los grandes de este mundo no enviaban a los Campos Elíseos más que a los miembros más jóvenes de la familia, custodiados por niñeras ataviadas con vistosas cintas. En la avenida se veían cadetes de SaintCyr dando el brazo a sus queridas abuelas, alumnos de la Politécnica, pálidos y con gafas, vigilados por la mirada inquieta de la familia, colegiales con chaquetón cruzado y gorra de uniforme, señores bigotudos, niñas con vestido blanco que bajaban hacia el Arco de Triunfo entre una doble hilera de sillas ocupadas por más alumnos de SaintCyr y la Politécnica, señores, señoras y niños idénticos a los primeros en la ropa, la mirada, la sonrisa y la actitud, cordial, curiosa y benévola a un tiempo, de tal suerte que cada viandante parecía ver a su lado a su propio hermano. Todas aquellas caras se parecían: tez pálida, ojos sin brillo, boca abierta.
Bajaban hasta la explanada del Arco de Triunfo, hasta la avenue du Bois de Boulogne, hasta la mansión de Boni de Castellane, en cuyos balcones unos visillos de seda lila ondeaban con la suave brisa. Y por fin... Envueltos en una gloriosa polvareda, aparecían los carruajes, de regreso de las carreras.
Sentadas en sus sillitas de hierro, las familias veían pasar a los príncipes, los millonarios y las grandes cortesanas. La señora Humbert esbozaba sombreros febrilmente en un cuaderno que había sacado del bolso. Los niños miraban, admiraban. Los adultos se sentían plácidos, satisfechos, sin envidia, pero llenos de orgullo:
«Por las cuatro perras de las sillas y el billete del metro —se decían los parisinos—, podemos ver todo esto, disfrutarlo. No somos meros espectadores de la obra, sino también actores (figurantes de lo más humilde), con nuestras hijas bien arregladas, con sus sombreros nuevos, nuestra labia y nuestra alegría proverbial. Después de todo, habríamos podido nacer en otro sitio —pensaban—, en uno de esos países donde sólo con ver los Campos Elíseos en postal todos los corazones bien nacidos laten más deprisa.»
—¿Han visto esa sombrilla rosa con medallones de chantillí? —decía la gente, arrellanándose en las sillas con un airecillo crítico de propietario—. No me gusta, es de ricachona.
Reconocían a las celebridades que pasaban:
—Mira, es Monna Delza. ¿Con quién va?
Los padres rememoraban hechos históricos para sus hijos.
—Allí, hace cinco años, vi a la Cavalieri desayunando con Caruso —decía alguien, señalando los ventanales de un restaurante—. La gente hacía corro a su alrededor y los miraba como si fueran animales exóticos, pero ellos no perdieron el apetito.
—¿Quién es la Cavalieri, papá?
—Una actriz.
Con la caída de la tarde, los pequeños empezaron a arrastrar los pies. El fino azúcar de los gofres volaba por el aire, mientras que el polvo, un polvo dorado que crujía entre los dientes, ascendía lentamente al cielo, ocultaba el Obelisco hasta media altura y corroía las rosáceas flores de los castaños. El viento lo llevaba hacia el Sena, donde descendía poco a poco, a medida que se alejaban los últimos carruajes y los parisinos volvían a casa.
Los Brun, los Jacquelain, las Humbert y Raymond Détang se sentaron en la terraza de un café para merendar.
—Dos granadinas y nueve vasos —pidieron.
Bebieron en silencio, un poco cansados, un poco aturdidos, pero satisfechos de la jornada. Raymond Détang se rizaba la barba rala entre dos dedos y sacaba pecho para su vecina. Hacía calor. Se encendían los primeros faroles y el aire se volvía malva, se diría que azucarado, como un caramelo de violeta. Daban ganas de lamerlo.
—¡Oh, qué bien se está! —suspiraban las mujeres. O bien decían—: No volvería uno a casa, ¿eh, Eugène? Pero Eugène, o Émile (el marido), asentía, consultaba el reloj y se limitaba a responder:
—¡A por la sopa!
Pronto serían las siete y en todos los pequeños hogares parisinos se sentarían a la mesa. El aroma del caldo y el pan recién cocido batallaría unos instantes con el olor del perfumado aroma que las mujeres caras habían dejado a su paso, lucharía con él y, al final, lo cubriría.
Los Brun se despidieron de sus amigos en el metro de L’Étoile. Echaron las últimas cuentas.
—Y también le debo diez céntimos por la propina al camarero...
—Eso, eso, que quien paga descansa. Después, cada cual se fue a su casa.