Umberto-Eco

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Primeros capítulos

Umberto Eco: consejos para la vida

Lee aquí tres ejemplos de 'Cómo viajar con un salmón', una especie de manual ácido, irónico y certero para enfrentarnos con humor a las situaciones más banales de la vida

10 julio, 2020 10:45

Cómo organizar una biblioteca pública

  1. Los catálogos deben dividirse lo más posible: debe ponerse mucho cuidado en separar el catálogo de los libros del de las revistas, y estos del catálogo por materias, por no hablar del catálogo de los libros de adquisición reciente del de los libros de adquisición más antigua. Posiblemente, la ortografía, en los dos catálogos (adquisiciones recientes y antiguas), debe ser diferente; por ejemplo, en las adquisiciones recientes, armonía empieza por A, en las antiguas por H; Chaikovski, en las adquisiciones recientes por Ch, mientras en las adquisiciones antiguas por Tch, a la francesa.
  2. Las materias debe decidirlas el bibliotecario. Los libros no deben llevar en el colofón una indicación sobre las materias bajo las que deben listarse.
  3. Las signaturas deben ser intranscribibles, posiblemente muchas, de manera que quien rellene la ficha no tenga nunca sitio para poner la última porque la considere irrelevante y luego el empleado pueda devolverle la ficha para que la vuelva a rellenar.
  4. El tiempo entre solicitud y entrega debe ser muy largo.
  5. No hay que entregar más de un libro a la vez.
  6. Los libros entregados por el empleado, al solicitarse mediante una ficha, no pueden llevarse a la sala de consulta, es decir, hay que dividir la propia vida en dos aspectos fundamentales, una para la lectura y otra para la consulta. La biblioteca debe desalentar la lectura cruzada de los libros porque provoca estrabismo.
  7. Debe haber, preferiblemente, ausencia total de máquinas fotocopiadoras; de todas maneras, si existe una, el acceso debe ser muy largo y laborioso, el precio superior al de la papelería, los límites de copias permitidas reducidos a no más de dos o tres páginas.
  8. El bibliotecario debe considerar al lector como un enemigo, un haragán (si no, estaría trabajando), un ladrón potencial.
  9. La oficina de información debe ser inaccesible.
  10. El préstamo no debe fomentarse.
  11. El préstamo entre bibliotecas deber ser imposible; en cualquier caso, debe llevar meses. Lo mejor, de todas formas, es garantizar la imposibilidad de conocer qué hay en otras bibliotecas.
  12. A consecuencia de todo esto, los robos deben ser facilísimos.
  13. Los horarios deben coincidir absolutamente con los de trabajo, concertados previamente con los sindicatos: cierre total los sábados, los domingos, después de las seis y a la hora de la comida. El mayor enemigo de la biblioteca es el estudiante trabajador; el mejor amigo es el manzoniano don Ferrante, alguien que tiene una biblioteca propia, que, por lo tanto, no tiene necesidad de ir a la biblioteca y cuando muere la deja en herencia.
  14. No debe ser posible ingerir ningún tipo de comida o bebida en el interior de la biblioteca, de ninguna de las maneras, y en cualquier caso, no debe ser posible tampoco tomar nada fuera de la biblioteca sin haber depositado antes todos los libros que se tenían en custodia, de forma que haya que volver a pedirlos después de haber tomado el café.
  15. No debe ser posible encontrar el mismo libro al día siguiente.
  16. No debe ser posible saber quién tiene en préstamo el libro que falta.
  17. Preferiblemente, ausencia total de lavabos.
  18. Idealmente, el usuario no debería poder entrar en la biblioteca; si se diera el caso de que entrara, haciendo uso de manera quisquillosa y antipática de un derecho que le fue concedido según los principios del 89, pero que no ha sido asimilado todavía por la sensibilidad colectiva, no debe, y no deberá jamás, exceptuando rápidos cruces de la sala de consulta, tener acceso a los santuarios de las estanterías.

NOTA RESERVADA. Todo el personal debe estar aquejado de discapacidades físicas, porque es obligación de una institución pública ofrecer posibilidades de trabajo a los ciudadanos discapacitados (está en estudio la extensión de tal requisito también al Cuerpo de Bomberos). El bibliotecario ideal debe, en primer lugar, cojear, para que se retrase el tiempo que transcurre entre la aceptación de la ficha de petición, la bajada a los subterráneos y la vuelta. Para el personal destinado a alcanzar mediante escalera de mano los estantes que estén a más de ocho metros, se requiere que, por razones de seguridad, el brazo que falta sea sustituido por una prótesis de garfio. El personal totalmente privado de extremidades superiores entregará la obra llevándola entre los dientes (la disposición tiende a impedir que se entreguen volúmenes mayores al formato en octavo).

(1981)

Cómo no hablar de fútbol

Yo no tengo nada contra el fútbol. No voy a los estadios por la misma razón por la que no iría a dormir de noche a los subterráneos de la Estación Central de Milán (o a pasear por Central Park, en Nueva York, después de las seis de la tarde), pero, si se tercia, veo un buen partido con interés y gusto en la televisión, porque reconozco y aprecio todos los méritos de este noble juego. Yo no odio el fútbol, yo odio a los apasionados del fútbol. Pero no quisiera ser malinterpretado. Yo albergo por los hinchas los mismos sentimientos que un partido ultranacionalista o la Liga Lombarda albergan por los inmigrantes: «No soy racista, con tal de que se queden en su casa». Y por su casa entiendo los lugares donde les gusta reunirse durante la semana (bar, familia, club) y los estadios, donde no me interesa lo que sucede, y mucho mejor si llegan los de Liverpool, y luego me divierto leyendo los sucesos, porque si circenses deben ser, que al menos corra la sangre.

No amo al hincha porque tiene una extraña característica:  no entiende por qué tú no lo eres, e insiste en hablar contigo como si tú lo fueras. Para entender bien lo que quiero decir, pongo un ejemplo. Yo toco la flauta dulce (cada vez peor, según una declaración pública de Luciano Berio, y que te sigan tan atentamente los grandes maestros es una satisfacción). Supongamos ahora que estoy en un tren y le pregunto al señor sentado delante de mí, así, para entablar conversación: «¿Ha oído el úl- timo CD de Frans Brüggen?».

«¿Cómo, cómo?»

«Me refiero a la Pavane Lachryme. A mí me parece que ataca demasiado lento.»

«Perdone, no le entiendo.»

«Hombre, le estoy hablando de Van Eyck, ¿no? (silabeando) El Blockflöte.»

«Mire usted es que yo... ¿Se toca con arco?»

«Ah, ya entiendo, usted no...»

«Yo, no.»

«Curioso. Pero ¿usted no sabe que para tener una Coolsma hecha a mano hay que esperar tres años? Entonces es mejor una Moeck de ébano. Es la mejor, al menos de las que pueden encontrarse en las tiendas. Me  lo  ha dicho incluso Rampal... Y oiga, ¿llega usted hasta la quinta variación de Derdre Doen Daphne D’Over

«La verdad, yo voy a Parma...»

«Ah, ya entiendo, usted toca en fa y no en do. Es más agradecido. ¿Sabe que he descubierto una sonata de Loeillet que...»

«¿Leyeyé, qué?»

«Pero ya me gustaría verle a usted con las fantasías de Telemann. ¿Puede con ellas? ¿No irá a decirme usted que usa la digitación alemana?»

«Yo mire, los alemanes, el BMW será un gran coche y los respeto, pero...»

«Ya entiendo. Usa la digitación barroca. Justo. Mire usted, los de Saint Martin in the Fields...»

Bueno, no sé si he dado la idea. Y estaríais de acuerdo si mi desafortunado compañero de viaje se colgara del timbre de alarma. Pues lo mismo sucede con el hincha. La situación es particularmente difícil con el taxista:

«¿Vio a Vialli?».

«No, debe haber venido mientras no estaba.»

«Pero esta noche, ¿verá el partido?»

«No, tengo que ocuparme del libro Z de la Metafísica, ¿sabe?, el Estagirita.»

«Bien, véalo y ya me contará. Para mí Van Basten puede ser el Maradona de los noventa, ¿usted qué cree? Pero yo no perdería de vista a Hagi.»

Y así sucesivamente, como hablar con la pared. No es que a él no le importe nada que a mí no me importe nada. Es que no consigue concebir que a alguien no le importe nada. No lo entendería ni siquiera si yo tuviera tres ojos y dos antenas sobre las escamas verdes del occipucio. No tiene noción de la diferencia, variedad e incomparabilidad de los mundos posibles.

Yo he puesto el ejemplo del taxista, pero lo mismo sucede si el interlocutor pertenece a las clases hegemónicas. Es como una úlcera, ataca tanto al rico como al pobre. Aun así, es curioso que criaturas tan firmemente convencidas de que todos los hombres son iguales, luego estén dispuestas a abrirle la cabeza al hincha que viene de la provincia limítrofe. Este chovinismo ecuménico me arranca rugidos de admiración. Es como si los ultranacionalistas dijeran: «Dejad que los africanos vengan a nosotros, así luego los zurramos».

(1990)

Cómo salir en los medios aunque no seamos nadie

Durante uno de los encuentros organizados en Bolonia por el periódico La Repubblica, el viernes pasado, mientras dialogaba con Stefano Bartezzaghi, me entretuve casualmente con el concepto de reputación. Antaño la reputación era únicamente o buena o mala, y cuando corríamos el riesgo de tener mala reputación (porque íbamos a la quiebra, o porque nos llamaban cornudos), lográbamos recuperarla mediante el suicidio o con el delito de honor. Por supuesto, todos aspiraban a tener una buena reputación.

Pero desde hace tiempo el concepto de reputación ha cedido su lugar al de notoriedad. El valor predominante consiste en «aparecer» y, naturalmente, la manera más segura de aparecer es salir en la televisión. Y no es necesario ser Rita Levi Montalcini o Mario Monti, basta con confesar en una transmisión lacrimógena que tu cónyuge te ha traicionado.

El primer héroe de la aparición fue el imbécil que se colocaba detrás de los entrevistados y agitaba la manita. Eso le permitía que a la tarde siguiente lo reconocieran en el bar («¿Sabes que te he visto en la tele?»), pero sin duda estas apariciones duraban a lo sumo una mañana. Y así, fue aceptándose gradualmente la idea de que para salir en los medios de comunicación de forma constante y evidente era preciso hacer cosas que algún día pudiesen acarrear mala reputación. No es que no se aspire también a tener buena reputación, pero resulta arduo conquistarla, uno tendría que protagonizar un acto heroico, ganar, si no el Nobel, al menos un premio literario importante, pasarse la vida curando leprosos, y estas no son cosas al alcance de un don nadie cualquiera. Resulta más fácil convertirse en alguien que suscite interés, a poder ser con morbo, acostándose por dinero con una persona famosa, o siendo acusado de malversación. No bromeo, basta con mirar la expresión orgullosa del malversador o del granuja del barrio cuando sale en el telediario, incluso el día de su detención: esos minutos de notoriedad valen la cárcel, aunque lo ideal sería que el delito prescribiera, y por eso el acusado sonríe. Han pasado décadas desde que alguien vio su vida destrozada por salir esposado en la tele.

En definitiva, el principio es: «Si la Virgen se aparece, ¿por qué yo no?». Y se pasa por alto el hecho de que uno no es una virgen.

Eso estábamos diciendo el pasado viernes 15, y precisamente al día siguiente aparecía publicado en La Repubblica un largo artículo de Roberto Esposito (La vergogna perduta [‘La vergüenza perdida’]), donde se reflexionaba entre otras cosas sobre los libros de Gabriella Turnaturi (Vergogna. Metamorfosi di un’emozione  [‘La vergüenza. Metamorfosis de una emoción’], Feltrinelli, 2012) y de Marco Belpoliti (Senza vergogna [‘Sin vergüenza’], Guanda, 2010). En fin, que la cuestión de la pérdida de la vergüenza está presente en diversas reflexiones sobre los hábitos contemporáneos.

Pues bien, este frenesí por aparecer (y por la notoriedad a toda costa, incluso al precio de lo que antaño se conocía como el estigma de la vergüenza) ¿nace de la pérdida de la vergüenza? ¿O se pierde la sensación de vergüenza porque el valor dominante es aparecer, aun a costa del bochorno? Me inclino por la segunda tesis. Ser visto, ser el objeto de discurso es un valor tan dominante que estamos dispuestos a renunciar a lo que antaño se llamaba pudor (o el impulso de preservar con celo la propia privacidad). Esposito observaba que es señal de falta de vergüenza incluso hablar en voz alta por el móvil en el tren, haciendo saber a todo quisque nuestros asuntos privados, esos que antes se susurraban al oído. No es que uno no se dé cuenta de que los demás lo están oyendo (entonces no sería más que un maleducado), es que inconscientemente quiere que lo oigan, aunque sus asuntos privados sean irrelevantes; pero, claro, no todos pueden tener asuntos privados relevantes como los de Hamlet o Ana Karénina, así que bastará con que se les reconozca como prostitutas de lujo o como deudores morosos.

Leo que no sé qué movimiento eclesiástico quiere volver a la confesión pública. Ya, claro; pero, entonces, ¿qué gracia tendría depositar las propias vergüenzas solo en el oído del confesor?

(2012)