El afilado espejo de Pierre Lemaitre
Lee aquí el primer capítulo de 'El espejo de nuestras penas', el broche con el que el escritor francés cierra su aclamada trilogía de entreguerras
27 agosto, 2020 10:366 DE ABRIL DE 1940
Quienes creían que la guerra empezaría pronto se habían cansado de esperar hacía tiempo, y el señor Jules, antes que nadie. Más de seis meses después del reclutamiento general, el dueño de La Petite Bohème, descorazonado, había dejado de creerlo. Durante el servicio, Louise incluso lo había oído afirmar que, en realidad, nadie había creído en esa guerra. Según él, aquel conflicto no era más que una inmensa transacción diplomática a escala europea, con unos discursos patrióticos espectaculares y anuncios grandilocuentes, una partida de ajedrez gigantesca en la que el reclutamiento general sólo había sido un aspaviento más. Sí, habían provocado unos cuantos muertos aquí y allá —«¡más de los que dicen, seguro!»—, como en la revuelta en el Sarre, en septiembre, que les había costado la vida a doscientos o trescientos hombres, pero, vaya, «¡eso no es una guerra!», exclamaba asomando la cabeza por la puerta de la cocina. Las máscaras de gas que habían recibido en otoño, olvidadas ya en un rincón del mostrador, se habían convertido en motivo de burla en las viñetas humorísticas. La gente bajaba a los refugios con resignación, como si cumpliera un ritual bastante inútil, ante las alertas sin aviones, en una guerra sin combates que se hacía eterna. Lo único tangible era el enemigo, el de siempre, el mismo al que se quería destripar por tercera vez en medio siglo, aunque éste tampoco parecía dispuesto a lanzarse de cabeza a la batalla. De hecho, en primavera, el Estado Mayor había permitido a los soldados del frente... (y aquí, el señor Jules se cambiaba el trapo de mano y apuntaba al cielo con el índice para recalcar lo disparatado de la situación) ¡cultivar huertos! «Maldita sea...», suspiraba.
Así que el inicio de las hostilidades, aunque se produjera en el norte de Europa, demasiado lejos para su gusto, le devolvió la confianza. «Con la tunda que les están dando los Aliados a Hitler en la zona de Narvik, esto no va a durar mucho», aseguraba a quien quisiera escucharlo. Y como, en su opinión, aquello era asunto concluido, pudo volver a concentrarse en sus motivos de descontento favoritos: la inflación, la censura de los periódicos, los días sin aperitivo, el escondite de los exentos especiales, el autoritarismo de los jefes de manzana (y sobre todo del carcamal de Froberville), los horarios del toque de queda, el precio del carbón... Nada le parecía bien, salvo la estrategia del general Gamelin, que consideraba imparable.
—Si vienen, será por Bélgica, eso ya se sabe. ¡Y ya os digo yo que allí los están esperando!
Louise, que llevaba unos platos de puerros a la vinagreta y de pies de cerdo, se percató de la mueca dubitativa de un parroquiano, que murmuró:
—Eso de que se sabe...
—¡Hombre, a ver! —ladró el señor Jules, acercándose de nuevo a la barra—. ¿Por dónde van a venir, si no? —Y con una mano hizo una barrera con las hueveras individuales en las que servían los huevos duros—. Aquí están las Ardenas. ¡Infranqueables!
—Con el trapo húmedo, trazó un arco grande—. Aquí, la línea Maginot. ¡Infranqueable! Así que ¿por dónde quieres que vengan? ¡No queda más que Bélgica! —Acabada su demostración, se replegó una vez más hacia la cocina, refunfuñando—: ¡Para saber eso no hace falta ser general, joder!
Louise no oyó el resto de la conversación, porque lo que la tenía preocupada no eran los aspavientos estratégicos del señor Jules, sino el doctor.
Lo llamaban así, «el doctor», desde hacía veinte años, el tiempo que llevaba sentándose cada sábado a la misma mesa, cerca del ventanal. Nunca había intercambiado con Louise más que unas palabras, siempre muy educadas, buenos días, buenas tardes. Llegaba hacia las doce del mediodía y se sentaba allí con su periódico. Aunque sólo pedía el postre del día, Louise se empeñaba en tomar nota de su pedido, que él le confirmaba con una voz suave y tranquila, «el pastel de cerezas, sí, perfecto».
Leía las noticias, miraba a la calle, comía, se terminaba la jarra de agua y, hacia las dos, en el momento en que Louise hacía caja, se levantaba, doblaba el Paris-Soir, lo colocaba en una esquina de la mesa, dejaba la propina en el platillo, se despedía y salía del restaurante. El doctor nunca había variado aquel pequeño ritual, ni siquiera en septiembre, cuando el café-restaurante se convirtió en un caos tras el reclutamiento general (ese día, el señor Jules se había mostrado tan en forma que daban ganas de confiarle la dirección del Estado Mayor).
Y de repente, cuatro semanas atrás, cuando Louise le llevó la crema quemada con anís, el doctor le sonrió, se inclinó hacia ella y le hizo aquella petición.
Si se hubiera tratado de una proposición deshonesta, Louise habría dejado el plato en la mesa, hubiera abofeteado al doctor y habría seguido trabajando tan tranquila, y el señor Jules habría perdido a su cliente más antiguo. Pero no fue eso. Le pidió algo sexual, sí, desde luego, pero fue... Cómo explicarlo...
—Me gustaría verla desnuda —había dicho él con calma—.
Sólo una vez. Únicamente para mirarla, nada más.
Louise, que se había quedado sin respiración, no supo qué responder. Se puso roja como si hubiera hecho algo malo y abrió la boca para decir algo, pero no fue capaz de pronunciar una sola palabra. El doctor ya había vuelto a enfrascarse en el periódico, y Louise se preguntó si lo había soñado.
Durante el resto del servicio no hizo más que pensar en aquella propuesta extraña, pasando de la perplejidad a la indignación, pero sintiendo que, de algún modo, ya era un poco tarde, que debería haberse plantado inmediatamente ante la mesa y, con los brazos en jarras y alzando la voz, haberlo puesto en evidencia ante los clientes. La furia crecía en su interior, y el plato que se le escapó de las manos y se hizo añicos en el embaldosado fue el detonante. Entró en la sala como una exhalación.
El doctor se había ido.
Su periódico estaba doblado en el borde de la mesa. Louise lo cogió con rabia y lo tiró a la basura.
—Pero bueno, Louise, ¿qué mosca te ha picado? —le preguntó el señor Jules, que consideraba el Paris-Soir del doctor y los paraguas olvidados como botín de guerra.
Luego recuperó el diario y lo alisó con la palma de la mano, mirando a su empleada con perplejidad.
Louise era una adolescente cuando había empezado a atender mesas los sábados en el café La Petite Bohème, cuyo propietario y cocinero era el señor Jules. Su jefe era un hombre grueso y de movimientos lentos, con la nariz grande, una jungla de pelos en las orejas, la barbilla un poco retraída y un bigote entrecano estilo morsa. Llevaba a todas horas unas zapatillas de paño de edad indefinida, y nadie podía jactarse de haberle visto nunca la cabeza desnuda, pues la llevaba permanentemente cubierta con una boina negra y redonda. Cocinaba para una treintena de clientes.
«¡Cocina parisina!», decía alzando el índice, porque eso quería dejarlo claro. Y menú único, «como en casa; si quieren elegir, no tienen más que cruzar la calle». Su actividad estaba rodeada de cierto misterio. Nadie comprendía cómo era posible que aquel hombre pesado y lento, que parecía estar detrás de la barra constantemente, consiguiera hacer tantas comidas de tal calidad. El restaurante siempre se llenaba. El señor Jules habría podido abrir por las noches y los domingos, e incluso ampliar el negocio, pero siempre se había negado: «Cuando abres la puerta demasiado, nunca sabes quién puede entrar —decía, para añadir acto seguido—: Sé de lo que hablo», frase enigmática que quedaba suspendida en el aire como una profecía.
Había sido él quien, en su día, el mismo año en que su mujer, de la que ya nadie se acordaba, se había fugado con el hijo del carbonero de la rue Marcadet, le había pedido a Louise que lo ayudara con el comedor. Lo que había empezado como un favor entre vecinos se había ido prolongando durante los años que ella estudiaba en la Escuela de Magisterio. Luego, como la destinaron muy cerca de allí, en la escuela municipal de la rue Damrémont, Louise decidió no cambiar ninguna de sus costumbres. El señor Jules le pagaba en mano, generalmente redondeando la cantidad hasta la decena superior, lo que hacía refunfuñando, como si ella se lo hubiera reclamado y él lo hiciera contra su voluntad.
En cuanto al doctor, Louise tenía la sensación de conocerlo de toda la vida. Así que, si encontraba tan inmoral que quisiera verla desnuda, era sobre todo porque la había visto crecer. En cierto modo, su petición le parecía incestuosa. A lo que se añadía que acababa de perder a su madre. ¿Se le propone algo así a una huérfana? En realidad, ya habían pasado siete meses desde la muerte de la señora Belmont, y seis desde que su hija había abandonado el luto. Ante la debilidad del argumento, Louise se limitó a hacer una mueca.
Preguntándose qué podía imaginarse un hombre de su edad para querer verla desnuda, Louise se quitó la ropa y se colocó delante del espejo de cuerpo entero de su habitación. Tenía treinta años, el vientre plano y un triángulo de suave vello castaño claro. Se puso de perfil. Nunca le habían gustado sus pechos, que le parecían demasiado pequeños, pero estaba orgullosa de su culo. Tenía el rostro triangular de su madre, los pómulos altos, los ojos, de un azul luminoso, y unos labios bonitos, un poco abultados. Paradójicamente, esos labios carnosos eran lo primero que veía la gente, pese a que Louise nunca había sido una chica sonriente, ni tampoco charlatana, ni siquiera de niña. En el barrio, siempre habían achacado su seriedad a las desgracias que había sufrido: la muerte de su padre en 1916, la de su tío un año después y las depresiones de su madre, que se pasaba la mayor parte del tiempo detrás de la ventana, mirando el patio. El primer hombre que se había fijado en Louise había sido un excombatiente de la Gran Guerra al que un trozo de obús le había arrancado la mitad de la cara. Una infancia preciosa, vaya.
Louise era una chica bonita que nunca se lo había creído. «Las hay a montones más guapas que yo», se repetía. Había tenido éxito con los chicos, pero «todas las chicas lo tienen, eso no significa nada». Como maestra, no paraba de rechazar las insinuaciones de compañeros y directores, incluso de padres de alumnos, que intentaban tocarle el culo en los pasillos, lo que no tenía nada de extraordinario, pasaba en todas partes. Nunca le habían faltado pretendientes. Y entre ellos estaba Armand. Cinco años. Cuidado, que eran novios formales. Louise no era de las que dan que hablar a los vecinos. Su fiesta de compromiso había sido todo un acontecimiento. Muy sensatamente, la señora Belmont había dejado en manos de la madre de Armand la organización del convite, el vino de honor, la bendición... Más de sesenta invitados, entre ellos el señor Jules, que apareció enfundado en un frac que le quedaba demasiado justo, salvo el pantalón, que tenía que subirse constantemente, como cuando salía de su cocina (más tarde, Louise se enteró de que lo había alquilado en una tienda de vestuario y decorados de teatro); iba calzado con unos zapatos de charol que le hacían piececillos de mujer china y presumía de su generosidad, porque ese día había cerrado para cederles el comedor. A Louise todo aquello le traía sin cuidado, lo único que quería era irse a la cama con Armand para que le diera un hijo. Que nunca llegó.
La cosa se eternizaba. En el barrio nadie lo entendía, y muchos vecinos miraban a los novios con ojos suspicaces, torvos: tres años juntos, sin casarse... ¿Dónde se había visto eso? Armand le había pedido matrimonio y seguía insistiendo, pero Louise esperaba a que le desapareciera la regla para dar el sí, y la respuesta se fue posponiendo un mes tras otro. La mayoría de las chicas rezaban para no quedarse preñadas antes de casarse; con Louise era al revés: sin niño, no había boda. Pero el niño no llegaba.
Louise hizo un último intento a la desesperada. Si no podían tener hijos, irían al orfanato, porque si algo no faltaba eran niños abandonados. Armand se lo tomó como un insulto a su virilidad.
«¿Y por qué no recogemos al perro que husmea en la basura? ¡Él también es un necesitado!», le soltó. La discusión se envenenó, como de costumbre: se peleaban como un matrimonio. Pero el día que ella sacó el tema de la adopción, Armand, furioso, se fue a su casa y ya no volvió.
Louise se sintió aliviada, porque pensaba que la culpa era de él. Y en el barrio, ¡menudo revuelo se armó con la ruptura! «Pero ¡bueno! ¡¿Y si la chica no quiere?! —gritaba el señor Jules—.
¡¿Qué pretenden, casarla a la fuerza?!» Aunque luego se la llevaba aparte: «A ver, ¿cuántos años tienes, Louise? Armand no está mal, ¿qué más quieres? —Pero lo decía con voz suave, casi titubeante, y añadía—: ¡Un niño, un niño! ¡Pues ya llegará! ¡Esas cosas necesitan su tiempo! —Y se volvía a la cocina—. Sólo falta que se me corte la bechamel...»
De Armand, lo que más echaba de menos era el hijo que no le había dado. Lo que hasta entonces sólo había sido un deseo insatisfecho se convirtió en una obsesión. Louise empezó a desear un hijo a cualquier precio, fuera el que fuese, aunque la hiciera infeliz. La imagen de un bebé en un cochecito le encogía el corazón. Se maldecía, se odiaba, se despertaba sobresaltada en plena noche convencida de haber oído el llanto de un niño, se levantaba de la cama a toda prisa, corría hasta el pasillo chocando con los muebles y abría la puerta. «Sólo es un sueño, Louise», le decía su madre, que la abrazaba y la acompañaba de vuelta a la cama, como si aún fuera una niña pequeña.
En la casa se respiraba tanta tristeza como en un cementerio. Louise, que al principio había cerrado con llave la puerta de la habitación que pensaba arreglar para el niño, acabó durmiendo en ella, tendida en el suelo con una simple manta y a escondidas de su madre, que aun así se daba cuenta de todo.
La señora Belmont, afligida por la obsesión de su hija, la estrechaba a menudo contra el pecho y le acariciaba el pelo, diciéndole que lo comprendía, pero que en la vida había otras cosas aparte de los hijos. Para ella, que había sido madre, era fácil decirlo...
—Es muy injusto —admitía Jeanne Belmont—, pero... puede que la naturaleza quiera que antes le encuentres un padre a ese niño.
Era una visión ingenua, todo ese rollo de la Madre Naturaleza y las monsergas con que le habían dado la lata en el colegio...
—Sí, ya sé que todo eso te saca de quicio. Lo que quiero decir es que... Bueno, que a veces es mejor hacer las cosas en el orden debido, eso es todo. Encontrar al hombre y después...
—Pero ¡si ya tenía uno!
—Seguramente no era el ideal.
Así que Louise empezó a buscarse amantes. A escondidas. Se acostó aquí y allá con hombres que no eran de su barrio ni su escuela. Si un chico le guiñaba el ojo en el autobús, ella respondía tan discretamente como lo permitía la moral. A los dos días, estaba tumbada boca arriba, concentrada en las grietas del techo, soltando grititos. Y al siguiente, empezaba a esperar la próxima regla. «Dejaré que me haga lo que quiera», se repetía pensando en aquel niño, como si el sacrificio de su cuerpo fuera a facilitar la llegada de la criatura. Había contraído una enfermedad crónica, Louise se daba perfecta cuenta: estaba obsesionada.
Había vuelto a ir a la iglesia para encender velas, se había confesado de pecados inexistentes para merecer la redención, soñaba que daba el pecho. Cuando uno de sus amantes le atrapaba un pezón con los labios, se echaba a llorar. Los habría abofeteado a todos. Recogió un gatito de la calle y se alegró de tener que limpiar por su culpa; se pasaba el tiempo fregando, frotando, ventilando. Era un animal egoísta que engordó rápidamente, un ser exigente, justo lo que necesitaba Louise para expiar el pecado imaginario que creía haber cometido por ser estéril. Jeanne Belmont decía que aquel gato era una maldición, pero no hizo nada para echarlo.
Agotada por aquella huida hacia delante, Louise se decidió a ir al médico. El veredicto llegó: imposible, un problema en las trompas a consecuencia de repetidas salpingitis, no había nada que hacer. Casualmente, el gato murió atropellado esa misma tarde delante de La Petite Bohème. «¡Ya era hora!», dijo el señor Jules.
Louise dejó de frecuentar al otro sexo y se volvió irascible. Por la noche se golpeaba la cabeza contra la pared. Empezó a odiarse. Se miraba al espejo y veía aparecer en su rostro tics imperceptibles, descubría en sí misma el semblante amargo, nervioso, irritable y tenso de las mujeres en las que late la frustración de no haber tenido hijos. A su alrededor veía a otras, como su compañera Edmonde, o la señora Croizet, la estanquera, a las que les traía sin cuidado no haber tenido hijos. Ella, en cambio, se sentía humillada.
Su cólera contenida asustaba a los hombres. Los clientes del restaurante, que antes no se reprimían, ya no se atrevían a rozarse con ella entre las mesas. Se mostraba fría, distante. En la escuela, la llamaban «la Gioconda» a sus espaldas, y no precisamente con cariño. Para castigar su feminidad y hacerse más inaccesible, se cortó el pelo muy corto. Pero la paradoja se acentuó aún más, porque con aquel corte estaba más guapa que nunca. A veces temía coger tirria a los niños, acabar como la señora Guénot, la loca que sacaba a la pizarra a los chicos rebeldes y les bajaba los pantalones, y que dejaba a las chicas desobedientes de cara a la pared durante los recreos, hasta que se orinaban encima.
Desnuda frente al espejo, Louise no paraba de dar vueltas a todas esas ideas. Quizá porque ahora sus relaciones con los hombres eran inexistentes, comprendió de pronto que, por muy inmoral que fuera, la petición del doctor la había halagado.
Aun así, el sábado siguiente se sintió aliviada. Probablemente también él había comprendido que la situación era absurda, y no repitió su petición. Le sonrió con amabilidad, le dio las gracias por el postre y la jarra de agua y se enfrascó en el Paris-Soir, como siempre. Louise, que en realidad nunca se había fijado mucho en él, aprovechó para observarlo. Si la semana anterior no había reaccionado al instante, era porque en el doctor no había nada sospechoso ni inquietante. Un rostro marcado por las arrugas, alargado y cansado. Le echaba unos setenta, pero nunca había sido muy buena calculando la edad de la gente, se equivocaba a menudo. Mucho tiempo después, recordaría que había visto en él algo etrusco. El adjetivo la había desconcertado, no lo usaba con frecuencia. Quería decir «romano», por la nariz, grande y un poco aguileña.
El señor Jules, exaltado por el rumor de que la propaganda comunista podría ser castigada en breve con la pena de muerte, proponía ampliar el debate («Yo mandaría a la guillotina también a sus abogados... ¡Hombre, es verdad!»). Louise estaba atendiendo una mesa cercana cuando el doctor se levantó para marcharse.
—Por supuesto, le pagaré, ya me dirá cuánto quiere. E insisto: lo único que deseo es mirar, nada más, no tema.
Se abrochó el último botón del gabán, se puso el sombrero, sonrió y se marchó tranquilamente, tras hacerle un leve gesto con la mano al señor Jules, que en ese momento la había tomado con la huida de Maurice Thorez («¡Ese animal estará en Moscú! ¡Al paredón lo mandaba yo!»). Sorprendida por aquel nuevo envite, que ya no esperaba, a Louise no se le cayó la bandeja de milagro. El señor Jules alzó la vista.
—¿Pasa algo, Louise?
Durante la semana siguiente, su indignación se reavivó. ¡Se iba a enterar aquel carcamal! Esperó a que llegara el sábado con una impaciencia enrabietada, pero, cuando el doctor entró en el restaurante, lo vio tan mayor, tan frágil... Mientras atendía las mesas, buscó una explicación, el motivo por el que su furia se hubiera desvanecido de esa manera. Y era simplemente que el doctor se mostraba seguro de sí mismo. A ella la petición la había turbado, pero él parecía no haber dudado un solo instante. Sonrió, pidió el postre del día, leyó el periódico, pagó y, en el momento de marcharse...
—¿Lo ha pensado? —le preguntó con voz suave—. ¿Cuánto quiere?
Louise miró al señor Jules y se avergonzó por cuchichear de aquel modo con el viejo doctor junto a la puerta del café.
—Diez mil francos —le soltó, como si lo insultara, y se puso roja.
Era una barbaridad, una cifra inaceptable.
El doctor asintió con una expresión que parecía decir: «Comprendo», se abotonó el gabán y se puso el sombrero.
—De acuerdo. Y se marchó.
—¿Pasa algo con el doctor? —le preguntó el señor Jules.
—No. ¿Por qué?
Un gesto vago. No, por nada.
Lo elevado de la suma la asustó. Cuando acabó el servicio, se imaginó haciendo una lista de las cosas que podría comprarse con diez mil francos. Comprendió que iba a aceptar que un hombre le pagara por desnudarse. Era una puta. Aquella constatación le sentó bien. Estaba en consonancia con la idea que tenía de sí misma. En otros momentos, para tranquilizarse, se decía que mostrarse desnuda de aquel modo no era mucho peor que hacerlo en la consulta del médico. Una compañera de la escuela posaba en una academia de pintura; al parecer, sólo era aburrido, lo que más temía era coger frío.
Y diez mil francos... No, imposible, no podía ser sólo por desnudarse. Querría algo más. Por ese precio, podía conseguir... Pero Louise no tenía ni la menor idea de lo que un hombre podía exigir por semejante cantidad.
Tal vez el doctor había llegado a esa misma conclusión, porque no volvió a sacar el tema. Pasó un sábado. Otro. El tercero.
¿Habría pedido demasiado dinero?, se preguntó Louise. ¿Se habría buscado el doctor una chica más complaciente? Se sintió ofendida. Se sorprendió dejándole el plato en la mesa con cierta brusquedad, emitiendo un ruidito gutural cuando se dirigía a ella y, en definitiva, comportándose como el tipo de camarera a la que habría odiado si la clienta hubiera sido ella.
Estaba acabando el servicio y pasándole el trapo a una mesa. Desde allí, veía la fachada de su casa en el Pers, el pequeño callejón sin salida. En la esquina, descubrió al doctor, que estaba fumando con la actitud de alguien que espera sin impacientarse.
Louise se entretuvo todo lo que pudo, pero, por mucho que uno la alargue, toda tarea tiene su final. Se puso el abrigo y salió. En parte esperaba que el doctor se hubiera cansado, aunque sabía que no sería así.
Llegó a su altura. Él le sonrió amablemente. A Louise le pareció más pequeño que en el restaurante.
—¿Dónde preferiría hacerlo, Louise? ¿En su casa? ¿En la mía?
En casa de él desde luego que no. Demasiado arriesgado.
Y en la suya, tampoco: ¿Qué pensarían los vecinos? Casi no tenía, pero era una cuestión de principios. Así que ni hablar.
Él propuso un hotel. Sonaba a casa de citas. Louise aceptó.
El doctor debía de haberlo imaginado, porque le tendió una hoja de cuaderno.
—¿Le parece bien este viernes? ¿Hacia las seis? Reservaré a nombre de Thirion. Lo he escrito en el papel —dijo, y volvió a meterse las manos en los bolsillos—. Gracias por aceptar —añadió.
Louise se quedó unos instantes con la hoja en la mano. Luego se la guardó en el bolso y se dirigió a su casa.
• • •
Aquella semana fue un calvario.
¿Iría, no iría? Cambiaba de opinión diez veces al día, veinte por la noche. ¿Y si, a pesar de todo, la cosa acababa mal? La dirección era de un establecimiento del decimocuarto distrito, el Hôtel d’Aragon. El jueves se acercó a verlo. Estaba justo delante cuando sonaron las sirenas. Una alerta. Buscó con la mirada un lugar en el que refugiarse.
—Venga...
Los clientes salían del hotel en fila india, andando con paso cansino e irritado. Una anciana la cogió del brazo: «Es ahí, la puerta de al lado.» Una escalera bajaba al sótano. Encendieron velas. A nadie le extrañó que Louise no llevara una máscara antigás colgada en bandolera, la mitad de los presentes no la tenía. Debía de ser un hotel a media pensión, porque todos se conocían. Al principio la miraban, pero luego un hombre con una barriga que le sobresalía del pantalón sacó una baraja, y una pareja joven, un damero, y todos se olvidaron de ella... Excepto la dueña del hotel, una mujer de edad indefinida con cara de pájaro y un pelo sospechosamente negro que invitaba a pensar en una peluca. Tenía los ojos duros, de un gris acerado, y el cuerpo, flaco y endeble, envuelto en una mantilla —cuando se había sentado, Louise había adivinado sus puntiagudas rodillas bajo la tela de la bata—, y era la única que seguía mirándola con insistencia: estaba claro que allí no se veían caras nuevas con frecuencia. La alerta no duró mucho. Volvieron a subir.
—Las señoras primero —dijo el hombre grueso.
Probablemente lo decía siempre, sin duda porque eso hacía que se sintiera un caballero.
Nadie había hablado con ella, así que Louise le dio las gracias a la dueña y salió. La mujer se la quedó mirando mientras se alejaba. Louise sintió su mirada, pero, cuando se volvió, la calle estaba vacía.
Al día siguiente, las horas pasaron a una velocidad increíble. Había decidido no ir, pero, cuando llegó a casa después de la escuela, se arregló. Y a las cinco y media, con el miedo en el cuerpo, salió de nuevo.
Cuando ya estaba fuera, volvió sobre sus pasos, abrió un cajón de la cocina, cogió un cuchillo para la carne y se lo metió en el bolso. En la recepción del hotel, la dueña la reconoció y mostró sorpresa.
—Thirion —se limitó a decir Louise.
La anciana le tendió una llave y le señaló la escalera.
—La trescientos once. En el tercero. Louise tenía ganas de vomitar.
Todo estaba tranquilo, en silencio. Nunca había estado en un hotel, no era el tipo de lugar al que iban los Belmont, era un sitio para ricos, vaya, para los otros, para los que tenían vacaciones o vivían del aire. «Hotel» era una palabra exótica para ella, sinónima de «palacio» o, según como la pronunciaras, de «burdel», dos lugares que ningún Belmont habría visitado. Pero allí estaba Louise, subiendo las escaleras. La alfombra del pasillo estaba raída pero limpia. Jadeando por el esfuerzo, permaneció un buen rato delante de la puerta, reuniendo el valor para llamar. Oyó ruido en algún sitio, se asustó, asió el pomo, lo hizo girar y entró.
El doctor estaba sentado en la cama con el gabán puesto, como en una sala de espera. Se lo veía tranquilo. A Louise le pareció terriblemente viejo, y supo que no tendría necesidad de usar el cuchillo.
—Buenas tardes, Louise.
Su voz era suave. Louise no supo qué decir. Se le había formado un nudo en la garganta.
En la habitación sólo había una cama, una mesita, una silla y una cómoda, en la que vio un sobre abultado. El doctor se limitó a dejar flotar sobre sus labios una sonrisa afectuosa y a inclinar ligeramente la cabeza, como para tranquilizarla. Pero Louise ya no estaba asustada.
Por el camino, había tomado varias decisiones. Primero, le diría que sólo iba a hacer lo que habían acordado; nada de tocarla, si era para eso, se marcharía al instante. Luego contaría el dinero; no estaba dispuesta a que la engañaran... Pero ahora, en aquella habitación tan pequeña, comprendió que el guión que había elaborado era innecesario, que todo iba a desarrollarse de un modo sencillo, pausado.
25
Louise se balanceaba de un pie a otro y, como no pasaba nada, lanzó una mirada al sobre en busca de un incentivo; dio un paso atrás, colgó el abrigo en el perchero de la puerta, se descalzó y, tras una breve vacilación, se quitó el vestido cruzando los brazos por encima de la cabeza.
Le habría gustado que él la ayudara, que le dijera qué hacer. En la habitación reinaba un silencio denso, opresivo. Por un instante, temió desfallecer. Si se desmayaba, ¿se aprovecharía de su indefensión?
Ella estaba de pie, y él, sentado, pero esa posición no le otorgaba a Louise ninguna ventaja. La verdadera fuerza del anciano era la pasividad.
Se limitaba a mirarla, a esperar.
Permanecía con las manos metidas en los bolsillos del gabán, como si tuviera frío, cuando era ella quien estaba en paños menores.
Para tranquilizarse, Louise buscó los rasgos familiares del cliente al que conocía, pero no los encontró.
Después de un par de minutos de incomodidad que se le hicieron largos, como aún había algo que hacer, se llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador.
La mirada del anciano ascendió hasta su pecho como atraída por una luz, y, aunque sus facciones no se movieron, Louise creyó descubrir en su rostro una especie de emoción. Ella misma se miró los pechos y los rosados pezones, con una vaga sensación de dolor.
Tenía ganas de que aquello acabara de una vez. Con decisión, se quitó las bragas y las dejó caer al suelo. Como no sabía qué hacer con las manos, las entrelazó en la espalda.
Los ojos del anciano descendieron lentamente en una caricia muy suave y se detuvieron en su bajo vientre. Pasaron unos segundos muy largos. Era imposible adivinar lo que sentía. Sobre su rostro, y sobre toda su persona, flotaba algo indefinible e infinitamente triste.
Louise intuyó que debía volverse. Aunque quizá lo hizo empujada por la necesidad de escapar de una situación que tenía algo de desgarrador.
Giró sobre el pie izquierdo y, durante unos instantes, clavó los ojos en el grabado de una marina levemente torcida que adornaba la pared encima de la cómoda. Creyó sentir la mirada del doctor en las nalgas.
Un último escrúpulo le hizo temer que extendiera la mano e intentara tocarla. Se volvió.
El doctor acababa de sacarse una pistola del bolsillo, y se disparó en la cabeza.
Encontraron a Louise desnuda, ovillada en el suelo y sacudida por unos temblores espasmódicos. El anciano seguía en la cama, tumbado sobre un costado con los pies a unos centímetros del suelo. Hubiera parecido que se había abandonado a un breve sueño de no ser porque, debido tal vez a la sorpresa de ver que Louise se volvía hacia él justo en el instante de apretar el gatillo, había bajado el arma y se había volado la mitad de la cara. Una mancha de sangre se extendía por la colcha.
Avisaron a la policía. Uno de los huéspedes apareció como una exhalación en la habitación en la que estaba Louise. Encontró a una chica en cueros. ¿Cómo la cogía? ¿De las axilas? ¿De las piernas? En la pequeña estancia flotaba un fuerte olor a pólvora quemada, pero lo que impresionaba era toda aquella sangre, que también cubría a la joven de los pies a la cabeza.
Procurando no mirar hacia la cama, se agachó junto a ella y le puso una mano en el hombro. Lo tenía tan helado que parecía que fuera de mármol, pero se agitaba convulsivamente, como una sábana restallando al viento.
La cogió por debajo de los brazos lo mejor que pudo y, utilizando toda su fuerza para que no se desplomara, consiguió ponerla de pie.
—Vamos —le decía—, ya está...
Louise desvió la mirada hacia el anciano tendido en la cama. Aún respiraba. Abría y cerraba los párpados, y miraba el techo como si hubiera oído un ruido y se preguntara de dónde procedía. En ese instante, Louise enloqueció. Soltó un alarido estremecedor y empezó a sacudirse como una bruja a la que hubieran metido en un saco con un gato rabioso. Salió corriendo de la habitación y se lanzó escaleras abajo.
En el vestíbulo reinaba el caos. Los clientes y los vecinos, alertados por el disparo, vieron aparecer a Louise, que iba desnuda, dando gritos y empujando a todo el mundo.
Se abalanzó hacia la puerta del hotel.
Y en dos zancadas, se plantó en el bulevar de Montparnasse y echó a correr.
Lo que vieron los transeúntes no fue una chica desnuda, sino una aparición con el cuerpo ensangrentado y los ojos extraviados que zigzagueaba y daba traspiés. Los conductores se preguntaban si no se precipitaría a la calzada en cualquier momento y se arrojaría bajo sus ruedas; los coches reducían la velocidad, los autobuses frenaban, un hombre silbó desde una plataforma, las bocinas atronaron... Pero Louise no oía nada, avanzaba a trompicones con los pies descalzos, y las personas que se cruzaban con ella se quedaban petrificadas. No paraba de agitar los brazos, como si ahuyentara unas nubes imaginarias de insectos, mientras seguía una trayectoria ondulante por la acera: pasaba rozando un escaparate, sorteaba una parada de autobús, tropezaba... A su alrededor, la gente se apartaba, nadie sabía qué hacer...
Todo el bulevar estaba sobrecogido. ¿Quién es?, preguntó alguien. Una chiflada, ha debido de escaparse de algún sitio, habría que detenerla... Sin embargo, Louise ya había pasado y se dirigía hacia la encrucijada de Montparnasse. Todavía hacía bastante frío, y su cuerpo empezó a cubrirse de círculos azulados. Tenía cara de loca, y parecía que sus ojos estaban de salirse de las órbitas.
En la acera, una anciana menuda que llevaba un turbante como los de las porteras la vio acercarse y pensó al instante en su nieta, que tendría la misma edad.
—Se detuvo de pronto, como si no supiera hacia dónde ir. Sin pensarlo dos veces, me quité el abrigo y se lo eché sobre los hombros. Me miró y se derrumbó allí mismo, delante de mí, como un pelele. Yo no sabía cómo sujetarla, menos mal que había gente cerca para ayudarme. La pobrecita estaba helada...
La aglomeración atrajo a las fuerzas del orden: un guardia dejó la bicicleta en la acera y se abrió paso a codazos entre la gente que se arremolinaba y cuchicheaba.
Vio a una joven sentada en el suelo que estaba limpiándose la cara con un brazo manchado de sangre y jadeando como si estuviera de parto; se adivinaba que iba desnuda bajo el abrigo.
Louise alzó los ojos y vio la gorra de plato y, luego, el uniforme.
Era una criminal, acudían a detenerla. Asustada, miró a su alrededor.
Como en un flashback, volvió a oír el disparo y a oler la pólvora. Una cortina de sangre cayó del cielo y la aisló del resto del mundo.
Alzando los brazos, soltó un alarido. Y se desmayó.