Mathias-Enard-02-@-Pierre-Marques

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Primeros capítulos

El baile con la muerte de Mathias Enard

Lee aquí tres fragmentos de 'El banquete anual de la Cofradía de Sepultureros’ (Random House), la nueva novela del escritor francés

29 octubre, 2020 09:03

El pensamiento salvaje

11 de diciembre

He decidido llamar a este lugar El Pensamiento Salvaje, por supuesto.

Llegué hace dos horas. Todavía no sé qué voy a escribir en este diario, pero bueno, impresiones y notas que constituirán un material importante para mi tesis. Mi carné de etnógrafo. Mi diario de campo. He tomado un taxi desde la estación de Niort (dirección: norte-noroeste, quince kilómetros, una fortuna). Por la derecha de la comarcal paisajes de llanura, campos interminables, sin cercas, no demasiado alegres al caer la noche. Por la izquierda bordeábamos la sombra negra de las marismas, o al menos eso me ha parecido. Al taxista le ha costado encontrar la dirección, incluso con el GPS. (Coordenadas del Pensamiento Salvaje: 46º 25’ 25.4” norte 0º 31’ 29.3”oeste.) Al final se ha metido en el patio de una granja, un perro se ha puesto a ladrar, habíamos llegado. La propietaria (sesenta años, sonriente) se llama Mathilde. He tomado posesión de mis aposentos. En realidad mi casa (¿mi apartamento?) es la parte trasera del edificio principal, en la planta baja. Las ventanas dan al jardín y al huerto. A mano derecha tengo vistas a la iglesia, a mano izquierda a un campo (no sé qué es lo que crece en él, ¿alfalfa? A menudo he tenido la impresión de que todos los campos bajos y verdes eran campos de alfalfa), y enfrente a hileras de lo que sospecho son rábanos o coles. Un dormitorio, una sala de estar, un baño y eso es todo, pero ya es mucho. Mi primera impresión cuando la señora Mathilde me ha dicho Y bah, aquí tiene, esta es su casa, ha sido agridulce. Feliz de hallarme en el campo y, al mismo tiempo, un poquito angustiado. Con la excusa del artículo para Estudios y perspectivas, me he abalanzado sobre el ordenador para comprobar el wifi. Una forma como cualquier otra de engañarme a mí mismo, no había nada urgente. He enviado algunos mensajes y he chateado con Lara, ya está. Me he acostado temprano, he leído algunas páginas de Malinowski y, ya sumido en la oscuridad, he estado atento al entorno sonoro. Un leve ruido de motor a lo lejos (¿la caldera?), de vez en cuando un coche aún más lejano. Luego me he dormido con el estómago vacío.

Tengo que resolver lo antes posible el problema del transporte y comprar algo de comer.

12 de diciembre

Primer día de adaptación a mi nuevo terreno. La Pierre-Saint- Christophe está en medio de un triángulo cuyos vértices son Saint-Maxire, Villiers-en-Plaine y Faye-sur-Ardin. Nombres todos ellos miríficos que conforman mi Nuevo Mundo. Quince kilómetros de Niort, diez de Coulonges-sur-l’Autize.

He salido del Pensamiento Salvaje a eso de las diez, tras advertir que no estaba solo en mis aposentos de etnógrafo: la fauna es abundante. Sin duda, el sapo se ve atraído por los numerosos insectos y los gatos por el sapo. En el baño, precisamente entre la ducha y el sanitario, he descubierto una colonia de gusanos rojos, o mejor dicho de filamentos vivientes de color rojo que parecen gusanos. Si no los pisas son muy bonitos. Se desplazan tranquilamente hacia la puerta, así que antes de lavarse hay que apartarlos hacia el desagüe con un chorro de agua. He sabido manejar mi asco sin problemas, y eso, de cara a mi capacidad para afrontar las dificultades del trabajo de campo, me tranquiliza. A fin de cuentas, hasta Malinowski señala que los principales obstáculos de la etnología son los insectos y los reptiles. (Puesto que nadie va a leer este diario, puedo admitir que tener gusanos en el cuarto de baño me ha parecido bastante inmundo y que he tardado un cuarto de hora en atreverme a meterme en la ducha.) También hay un buen montón de caracoles enanos, pero son bastante inofensivos. Supongo que el hecho de estar a pie de campo tiene mucho que ver, eso y la humedad. En fin, a lo que iba, hacia las diez he salido del Pensamiento Salvaje para ir a ver a mi casera la señora Mathilde y preguntarle si había alguna forma de llegar a la ciudad para llenar la despensa, ella ha puesto cara de sorpresa, Eh, bah, no sé nada; no tenía ni idea de si había algún autobús que parase en el pueblo. (Hoy he descubierto que de buena mañana podría coger el autobús del colegio y el instituto, pero me van a tomar por un sátiro y además, como sale tan pronto, me iba a tocar esperarme dos horas a que abrieran el supermercado, a tener en cuenta para el capítulo Transporte.) Lo que ella me ha aconsejado, así directamente, es que me compre un coche. Que en La Pierre-Saint-Christophe no hay más que un café con productos de primera necesidad, es decir, anzuelos, cigarrillos y permisos de pesca. Pero vaya, al final no voy a tener que pescar el almuerzo yo mismo: la señora Mathilde (más bien su marido, Gary, ansioso por entrevistarlo) ha tenido la amabilidad de prestarme un viejo ciclomotor, propiedad de uno de sus hijos (a tener en cuenta para el capítulo Transporte) y un viejo casco negro sin visera con la espuma hecha trizas y unas cuantas pegatinas vintage (una rana sacando la lengua, el logo de AC/DC). Así que ya dispongo de un medio de locomoción, bastante precario pero eficaz. Hacia el mediodía he ido al supermercado en la capital de cantón, Coulonges-sur-l’Autize (bonito nombre), he comprado un montón de cosas sin darme cuenta de que llevarlo todo en el ciclomotor no iba a ser tarea fácil: latas de atún, sardinas, pizzas congeladas, café y algo dulce (chocolate). Para llegar a la ciudad hay que serpentear un buen rato por la carretera comarcal y cruzar un río bastante ancho. (¿El Autize?) Un mercado, una oficina de correos, una iglesia, un pequeño castillo, dos panaderías, varias farmacias, una tienda de ropa, tres cafés, el recorrido completo es bastante rápido. He comprado el periódico, para dar el pego en el Bar Deportivo, y me he tomado un té mientras escuchaba las conversaciones, una forma como cualquier otra de establecer contacto con el lugar. El jerga local (el poitevin-santongés, según la denominación lingüística oficial, no sea que alguien se ofenda) está en franco retroceso (pero no saquemos conclusiones precipitadas: capítulo Idiomas, bonito título). En el mercado espero tener más suerte. Después del té he regresado al Pensamiento Salvaje; en una curva he estado a punto de tener un accidente con la moto por culpa de un perro y de acabar contra un murete (he aquí una frase que nunca pensé que escribiría), pero afortunadamente, casi de milagro, la he logrado enderezar a tiempo. Luego he retomado mi plan de trabajo. Seiscientos cuarenta y nueve habitantes en La Pierre- Saint-Christophe según el último censo y el Ayuntamiento. Doscientos ochenta y cuatro hogares, como dirían los antiguos. Según la Wikipedia y la web del Ayuntamiento, el gentilicio es petrochristoforiano. Queridas petrochristoforianas, queridos petrochristoforianos, he decidido (capítulo Pregun­ tas) llevar a cabo un centenar de entrevistas entre vosotros, eligiendo a mis fuentes con vistas a que, al final, haya el mismo número de personas de cada género y grupo de edad. Empíricamente me parece una buena idea. Un año de trabajo, dividido en dos campañas de seis meses. Genial. Me siento lleno de energía. He echado un vistazo al borrador de mi artículo para Ruralidades vivientes y de golpe y porrazo me ha venido una primera intuición. Está claro, en el campo trabajo bien.

12 de diciembre, continuación

Son las dos de la mañana, el silencio y la soledad me angustian, imposible dormir. Oigo bichos y tengo la sensación de que se me van a echar encima en plena noche. Demasiado tarde para volver a llamar a Lara (cuando le he dicho que en adelante mis aposentos se iban a llamar El Pensamiento Salvaje se ha reído), en el chat no hay nadie en línea. Además, para leer no dispongo más que de Los argonautas del Pacífico Occidental, el Diario de Malinowski y Noventa y tres de Victor Hugo, para pasar el rato no es precisamente lo más adecuado. (¿Por qué me he traído Noventa y tres? Sin duda porque tenía la vaga impresión de que pasaba por aquí.) Tengo un poco de frío, mañana me va a tocar ir a hablar con Mathilde para que me preste una estufa. ¿Y ahora? A jugar al Tetris, eso me relajará.

14 de diciembre, continuación

Ya está, conseguido, me han introducido en el lugar de socialización por excelencia de este burgo, el centro real del pueblo, el café-pesca casa Thomas. Y así es, venden cigarrillos, artículos diversos para la pesca, latas de conserva, leche y otras bebidas, algunos periódicos y revistas. Thomas el dueño tiene unos sesenta años y un sobrepeso considerable. Mesas de formica rojo pálido, vieja barra del mismo material, sillas con patas metálicas. Tele. Fuerte olor a vino, anís y tabaco frío, lo que me lleva a postular que el respeto de la legislación sobre el tabaco en lugares públicos aquí no es una prioridad. (El campo es rebelde, primer indicio.) Cuatro hombres jugando a las cartas, dos en la barra, ni una mujer. Vinos blancos con cassis, cañas, RicardTM. Me ha costado horrores rechazar la ronda, he acabado tomándome una Orangina® que tenía toda la pulpa pegada al fondo de la botella y los bordes de la chapa oxidados, lo que me lleva a pensar que aquí, aparte de las cañas, no beben mucha bebida gaseosa. Quizá debería haber aceptado un kir o algo así, pero tenía que mantener mis facultades para trabajar un poco.

Le estoy empezando a encontrar el gusto a este diario, es divertido, un poco como hablar con alguien. Se me hace que con la gente de aquí no soy yo mismo, tengo la sensación de estar interpretando un papel. El observador tratando de domesticar un ambiente hostil. Camino sobre huevos. Quizá soy demasiado cauteloso. (¿Capítulo Preguntas?) A pesar de su profesión tan poco jovial, el alcalde es un cachondo. Thomas el del bar me ha dicho: Bastaría con que te quedaras aquí una semana sin moverte y te irías encontrando con todo el pueblo. Una semana bebiendo Orangina® caducada y me sale una úlcera, he pensado yo. Justo entonces, como para darle la razón al dueño, ha entrado en el bar una joven. Un poco mayor que yo, alrededor de treinta y cinco años diría, pinta de jipi-campestre (yo ya me entiendo), no precisamente sonriente, ni siquiera me ha dirigido una mirada, se ha plantado frente a la barra y se ha puesto a gritar, una historia de verduras y de pagos que no he entendido. Thomas el dueño le ha respondido con el mismo tono, Nada de eso, no te debo nada, han empezado a insultarse, el alcalde ha intervenido diciendo Calma, calma, luego la fiera se ha largado dando un portazo, lo cual ha provocado un suspiro de alivio en el alcalde y el dueño, un suspiro seguido de una serie de comentarios despectivos pero aparentemente  justificados.

–Cada vez está más loca.

Yo he preguntado de quién se trataba, pero como si lloviera.

–Una pirada –ha dicho el dueño.

–Una horticultora –ha dicho el alcalde–. Cultiva verduras.

–¿Es de aquí? –Mi pregunta me ha parecido bien pertinente.

–Más o menos –me han respondido, y no me he enterado de nada más. Única certeza: en la categoría treinta-cuarenta años hay por lo menos un autóctono femenino.

Basta de charla. Lo que sí se me va a hacer largo son las noches, a menos que me ponga jumera en el café-pesca. Afortunadamente están el Tetris, internet y Malinowski, fuentes de placer y conocimiento. Una vez terminada la cena (como ahora: tortilla entre dos rebanadas de pan de molde delante de la pantalla) me aburro un poco. Sin ganas de ponerme con Victor Hugo. No es que mi Pensamiento Salvaje sea un lugar triste, solo un pelín austero. Tengo que traer algunas cosas de París, un par de fotos para las paredes, libros, algo de decoración. Después de todo, voy a pasarme un año aquí. Cuando lo pienso, resulta desalentador: mi tercera noche en el pueblo y ya me aburro como una rata muerta. Por suerte, he quedado con Lara en diez minutos.

And we shall play a game of cards

El primer sonido que se graba en la memoria de Patarin es el chillido del cerdo a punto de ser sacrificado y el primer olor, el de sus cerdas quemadas a soplete. Patarin el charcutero era el hijo de Patarin el charcutero, hijo a su vez de Patarin el porquero, matarifes y desolladores de padre a hijo hasta que una puntillosa legislación vino a establecer que uno no podía desangrar a los gorrinos en el patio trasero, suspendidos por las patas de la horca del tractor; el oficio había cambiado; Patarin seguía cocinando salchichas y patés, rillettes y rellenos, pero con cerdos de la vecina Gâtine, que ya le llegaban muertos y en cuartos, vía camioneta refrigerada; recorría la campiña con su camioneta de venta ambulante, un día en su casa en La Pierre-Saint-Christophe, un día en Coulonges, un día en Parthenay, un día en Coulon, un día en Champdeniers o en Cherveux. Patarin se había hecho pintar el puesto rodante con su escudo de armas, como él decía, que blasonaba así: de plata dos verracos enfrentados sobre faja combada de sinople y el nombre de Patarin Hijos, conocido en todo el Bas-Poitou por la calidad de sus productos, su morcilla o sus pollos asados cuyo jugo ambarino f luía sobre unas patatas untadas en grasa y en goce. Patarin estaba feliz de haber invertido en ese asador de leña, sus ef luvios atraían a la clientela tanto o más que el brillo rutilante de su contenedor: el impresionante camión nuevo. Patarin jugaba a la belote desde que era adolescente, a menudo con los mismos compañeros; participaba gustoso en los campeonatos, de los que se enteraba en sus continuos viajes arriba y abajo por la campiña deux-sevriana. Cuánto no lo hubiera sorprendido descubrir que, tras su muerte, iba a reencarnarse en un ganso común que todos los años llegado el otoño habría de recorrer miles de kilómetros desde su Polonia natal para volver al invierno de las marismas y a los prados salados de la bahía del Aiguillon. Patarin también ignoraba, de eso no hay duda, que a lo largo de sus vidas anteriores había sido un montón de trabajadoras y trabajadores del campo, de pobres monjes, un amolador, una posadera y hasta un caballo, sí, un caballo bárbaro, de amplio pecho y bayo pelaje, hace mucho tiempo, cuando las llanuras, surcadas por los santos, murmuraban milagros, alrededor del año 507, entre Tours y Niort; el caballo en que se convertiría Patarin transportaba a un guerrero, su espada y su francisca, un guerrero rey de los francos, llegado de Tournai para conquistar el territorio de los godos de Alarico rey de Aquitania y de Hispania. No ha mucho que el guerrero ha renunciado a los ídolos y a los demonios, respeta a san Martín y a san Hilario, aunque no tanto, eso es cierto, como a su francisca, a su sachsum y a su montura, otra forma de Trinidad; porque mira que es complicado este Dios en tres personas que se ha lanzado a la conquista del mundo convirtiendo a paganos como él, haciéndoles hincar la rodilla para mejor ungir con crisma sus frentes poderosas. Adora lo que quemaste, quema lo que adoraste, Chlodowig adoraba los árboles y las fuentes, las fugas, los lobos y el sonido que al quebrarse hace el escudo; amaba el oro y la plata, los bosques y los monasterios; temía a Rémi de Reims como a un santo, como a un dios, y más que a cualquier otra cosa veneraba la batalla, los gritos, la valentía y el peligro. Al llegar a Tours, el que habrá de llamarse Clovis ordena a sus hombres que, en las tierras de san Martín, no tomen nada más que agua y hierba; a un soldado que se atreve a contradecir esta orden lo mata con sus propias manos; el caballo rezonga; el hombre cae al suelo, el casco y el cráneo abiertos por el hacha. Alarico tenía el sur; sus hordas aguardaban en algún lugar cerca de Poitiers, en compañía de sus aliados, los arvernos mandados por Apollinaire hijo de Sidonio desde Clermont la Oscura. Clovis no tiene miedo; sabe que si no ofende a los santos, la victoria es segura. Él es la lanza contra la carga enemiga. A veces todavía siente a los dioses antiguos insuf lándole en el rostro su aliento de masacre; y en lo más fogoso de la batalla ya no es el amor de Cristo lo que da fuerzas a su brazo, sino la furia de Wuodan o el poder de Yngvi, y de rodillas ante el altar, después de cada batalla, se arrepiente de ello. ¿Qué ha dejado Chlodowig tras de sí al dar un paso hacia Dios? ¿Qué espíritus de los bosques, qué collares mágicos, qué amuletos, qué cánticos?

El caballo bayo que será un monje y luego un amolador mastica suavemente la hierba brumosa del valle de la Vienne; se hallan mucho antes de Poitiers y avanzan ya hacia un primer milagro. En vano buscan un vado para atravesar el curso de agua, profundo y desconocido, crecido por una inundación. A lo largo de la ribera ribeteada de bosques oscuros, los miles de hombres del ejército se desesperan, pues no pueden pasar: habrá que esperar a la decrecida y al final de las lluvias de primavera. De pronto el caballo bayo hace un extraño, Chlodowig levanta la cabeza; una cierva grande y hermosa acaba de salir del bosque; huye bordeando el río, el caballo bayo siente los brutales talones de Chlodowig en sus costillas, el bocado libre en sus fauces, se lanza a perseguir al animal que percibe —movimiento borroso y negro— unos pocos metros delante de él, al gran galope. La cierva, unos pocos pasos más allá, se adentra en la Vienne, y la atraviesa, y el agua le llega al pecho: he aquí el vado que en vano buscaba el ejército. Chlodowig contempla al animal huyendo a la orilla sur mientras que, tras de sí, sus lugartenientes claman al milagro. Clovis ha reconocido a una diosa, Freya; Freya o la mano de un santo; ese presagio lo encanta y ya lo acompañará hasta la batalla, hasta la conquista de esas ciudades de Aquitania que habrán de ampliar el territorio de los francos.

El banquete anual de la Cofradía de Sepultureros

«Mis buenos sepultureros y tristes operarios, gran maestre Secaverga, tesorero Grangargajo, chambelán Pollaúd, camaradas y cofrades, henos aquí reunidos un año más para festejar, a lo largo de dos jornadas, la tregua de nuestra fea tarea, la pausa que el Destino nos concede desde el alba de los tiempos, dos días en los que no daremos los cuerpos a la tierra, en los que la mismísima Muerte nos permite vivificarnos para olvidar lo que todos sabemos: que en sus brazos acabaremos; la última amante, la misma para todos. He aquí, como todos los años desde que el mundo es mundo, el Banquete anual de nuestra Cofradía, en que nos daremos una buena tragantona y llenaremos la panza y la garganta. ¡Alegrémonos, hermanos en la tristeza, y dejemos nuestras largas figuras para entregarnos a ciclópeas carcajadas! Pero ante todo, y como nuestros antepasados, pongámonos a beber, que no sea dicho que los sepultureros rueden bajo la mesa antes de lo que es menester; ya veo cómo acariciáis las frascas con la mirada. Así que tragaremos todos a una, según la gran tradición de la Cofradía, como en una comuna, y departiremos antes y después de haber bebido, al menos el primer día; luego nos encomendaremos a la divina botella, la santa ampolla que nos ilumina con su sabiduría, y beberemos hasta caer al suelo, tratando en nuestra embriaguez, con todas las ganas del mundo, de hacer inteligibles nuestros borborigmos hasta que el día segundo ya casi ni hablaremos, nos concentraremos en el néctar calladitos hasta el milagro del sueño, y cuando por ventura todos estemos somnolientos, la Muerte retomará sus derechos sobre la vida y nosotros nuestro triste trabajo, como queda dicho en las Escrituras. ¡Es la Tregua! ¡Oh, Muerte, encubre tu guadaña! ¡Ten piedad de nuestra pena! ¡Que la Rueda deje de girar!»

Una vez pronunciadas las palabras rituales, Martial Mojagua se pimpló el contenido de un gran cáliz, se bañó los bigotes, se manchó la camisa; había que ver a los presentes, esas caras sifilíticas, esos ojos bien abiertos y temblorosos que aguardaban su turno para precipitarse sobre la garrafa sin par, sobre los patés que los mozos iban trayendo, sobre los pepinillos, sobre los animales que daban vueltas en el hogar.

«Ah, mis buenos sepultureros, ¡a vuestra salud! ¡Larga vida a la Muerte!»

Se oyó entonces gluglutear el líquido en el paladar, y ruidos de lenguas contra labios; eructos los menos finos, suspiros de alivio los más sedientos: el Banquete acababa de comenzar.

«¡Larga vida a la Muerte, puta generosa!»

Y todos retomaron en coro «¡Larga vida a la Muerte, puta generosa!», en una horrible gritería de presidiarios, una algazara de galeotes enfurecidos.

«Y ahora, mis buenos sepultureros, mis adorados cavadores de tumbas, atajo de sangoneras, ¡ahora vivamos, malasombras lamecharcos de los cojones!, ¡quitémonos la pena a bocas llenas! ¡Comamos y charlemos! ¡Llevemos estas carnes muertas a nuestras tragaderas!»

Daba gusto ver a los noventa y nueve comensales proyectando sus manazas hacia las terrinas y el pan, cortarse rebanadas, superponerlas; uno o dos se atragantaron, escupieron, tosieron al punto que si sus vecinos no les hubieran dado una buena palmada en la espalda, habrían hecho que la tradición mintiera, pues quiere que nada fenezca durante el Banquete de la Cofradía de Sepultureros; nada excepto aves de corral, conejos, cerdos, corderos en general y bueyes a porrillo, muertos ad hoc para los preparativos del festín; y este año, también ranas y anguilas en abundancia; pero antes de que las mandíbulas engulleran, que los gañotes embucharan, el gran maestre Secaverga tomó la palabra para dar respuesta a la invitación y proponer la primera pregunta ritual:

«Gracias, maese Mojagua. ¡Larga vida! ¡Gracias por la bienvenida a esta encantadora abadía! Nosotros a quienes la crisis no afecta, disfrutemos con alegría, pues nos es dado hacerlo una vez al año, y no más. Reflexionemos, amigos, sobre nuestro triste destino, y bendigamos a los médicos, que nos proveen el pan nuestro de cada día. –Todos se echaron a reír, escupiendo pepinillos–. ¡Que nuestras mujeres alumbren Inmortales!

¡También a nosotros nos van a enterrar! ¡Es la Rueda! ¡Bebamos, amigos míos, ya que se nos permite olvidarlo y durante tres días disfrutar! ¡Bebamos que sobran razones, malasombras lamecharcos de los cojones!

»La primera pregunta que quisiera haceros, mis buenos sepultureros, tiene que ver con las mujeres. Hasta la fecha, están excluidas de nuestra Cofradía, incluso en el nombre. Ahora bien, el siglo xxi nos exige admitirlas. ¿O acaso no son en todo iguales al hombre?»

El silencio que provoca tan arriesgado aserto es para verlo y no creerlo. Todos dejan de masticar, algunos, en señal de asco, y para gran pesar de su vecino, escupen el vino a su lado izquierdo; otros abren los pabellones de par en par, llenos de curiosidad.

«¿Mujeres? ¿Que quieres mujeres? Supongo que estás pensando con el nabo, Secaverga, que tienes blanquito y pequeñito. Supongo que es él el que habla, el que ansía un poco de juerga. –Risas bajo capa–. ¡Quieres mujeres! ¡Convertir este Banquete en una orgía! ¿Por qué inf ligirles a las damas un oficio de infortunio? ¿Por qué asociarlas a nuestro triste destino, si ahora les es ajeno? ¿Quieres, so pretexto de igualdad, imponerles nuestra penalidad? Vives demasiado bien, Secaverga. Olvidas nuestra condición. Deja los senos en el mundo de la belleza.»

Todos gritan: «Mojagua ha hablado bien, ¡ha hablado bien!». Y aprovechan la pausa para mamar de nuevo de los frascos, melancólicos, soñando con esos senos. Hay que ver la cara de Secaverga, pálida por la afrenta.

«¡Mojagua! ¡Pesimista! ¡Echas la soga tras el caldero, sofista! He aquí mi argumento: la razón por la que no hay mujeres en la Cofradía de Sepultureros, por la que ni siquiera nuestras esposas forman parte, no es algo que se te escape. Yo digo que el asunto viene de lejos. Que hay ahí una leyenda. Una sinrazón. Una superstición. ¿Cómo es posible, si no, que nuestras mujeres puedan llevar las cuentas y recibir a los clientes, pero enterrarlos ellas mismas no? ¿Acaso no las vemos en las ceremonias, de negro vestidas? ¿No son más capaces de confortar a las desconsoladas? ¿De encarnar el deseo reencontrado por el viudo mortificado? ¿De llegar a los corazones, de aliviar su llanto? Y tú, Mojagua, cuando llegue el día de tu último paseo, Dios no lo quiera, ¿no sería tu deseo una mano fina y dulce para el aseo postrero, en lugar de la paleta peluda de un caballero? ¿Acaso las mujeres pueden maquillar a los vivos y peinarlos, pero a los muertos no? ¿Pueden hacer cualquier cosa, excepto unirse a esta Cofradía? Yo digo: repensemos su rol en el formol.»

Y bebió. Los silbidos de admiración no se hicieron esperar.

Los murmullos de descontento tampoco. Mojagua sonreía con aire despectivo; esperó a que Secaverga descansara el vaso.

«Amigo Secaverga, esa no es la cuestión. ¿Quieres señoras verdugas, militares, torturadoras? Ya hemos visto adónde nos lleva, eso de la modernidad: la hembruna criatura no ha estado a la altura. ¿Siguen siendo hermosas las mujeres, en uniforme? ¿Y esa bella sesera, debajo de un casco, vale la pena siquiera? En mi opinión, larga vida a la picha fiera.»

Ante tan sonoro y sentido alegato, Mojagua vació su pote, un beaujolais un poco claro, prematuro, ligero, tan saltarín en las copas que hacía chispas, destellos de rubí al ser atravesado por la luz de las velas. Porque al recio granate del bordeaux, a las tinieblas del corbières, al violeta aterciopelado del languedoc, él en secreto prefería las oscuras gamays de los monts du lyonnais, los negros pinots, los nocturnos nuits, los beaunes, los chalonnais, que ingenuamente creía poder ingerir por hectolitros sin el menor problema, como bajando a la deriva por el Saona, entre Auxerre y Dijon, la panza al aire, lanzando hermosos chorros cual ballena por el espiráculo, meando hacia arriba el exceso de néctar. Puesto que este año el encuentro tenía lugar del lado oeste, al refectorio monacal de la abadía de Maillezais se mandaron traer toneles y toneles de Anjou y del Loira, maravillosos vinos de Chinon de suelo de grava y fáciles de beber, con notas de mora y regaliz, largos en boca, curtidos, cuyo tártaro se pegaba a los dientes y daba aún más sed, más y más sed, ganas de secar el Vienne, incluso el Loira, secarlo con una pajita desde la colina de la Devinière, después de vaciar uno detrás de otro la Vendée, el Lay, el Thouet y los dos Sèvres, después de secar el Marais para atrapar sus anguilas y sus ranas que, bien condimentadas con ajo y perejil, bien troceaditas y guisaditas a la fricasé, adornarían de forma imperial los platos que habrían de deleitar los paladares, pues así de bien armonizan con cualquier cosa la mantequilla, el ajo y el perejil; los pequeños huesos gomosos de los batracios también resultan muy útiles para cuidarse los piños frontales y librarlos de los verdes fragmentos que estorban al hablar en público, así como ayuda el morapio a raudales a disimular el aliento a ajo, el ajo de los burgados, el ajo de las ranas pero también el ajo de las terrinas y de los patés, ajo crudo o casi crudo: el más terrible, el más potente.

Así que este año, en el momento en que Martial Mojagua vaciaba su pote de un beaune rescatado del Banquete anterior (Mojagua era rico y por lo tanto un roñoso, según unos, o acaso juicioso, según otros) y traído en coche desde los dominios de Cîteaux que algunos comparan con el paraíso en la tierra (Mojagua, a quien los pepinillos por la salivación que provocan, los patés por la sal que llevan, y el tinto por puro hábito le habían abierto el apetito, no le quitaba el ojo a los lechones ni a los corderos que daban vueltas en las chimeneas), cuando la muchedumbre de sepultureros, cavadores, marmolistas, guardianes de cementerio, maquilladores de cadáveres, incineradores y cocheros de carrozas fúnebres (en Europa no quedaba más que uno, un viejo holandés tuerto como un caballo de matadero y muy beodo) se había arrojado sobre el bufé del aperitivo, no sin que antes Martial Mojagua (ese año, el anfitrión) y Gregorio Secaverga (el gran maestre) hubieran hecho bueno ese adagio de Montaigne según el cual el jefe debe guiar al pueblo en la batalla y ser el primero en ingerir vino, terrina y pepinillos; en mitad, por lo tanto, de tan magno aperitivo, pávido por el miedo a que no faltara de nada, pues el que más el que menos trataba de alcanzar, lo más rápido posible, algo parecido a un empiece de embriaguez, un esbozo de glotona saciedad, mientras le goteaba tintorro de los bigotes cual nariz de un boxeador, y sus barbas se constelaban de migajas, Secaverga dio unos golpecitos a dos frascos vacíos para hacer el silencio y tomar la palabra:

«¡Cofrades y amigos! ¡Enterradores y sepultureros! ¡Declaro abierto solemnemente el banquete anual de la Cofradía de Sepultureros! ¡Cantemos!».

Y todos se pusieron a cantar, escupiendo que si migajas, que si un huevo duro enterito, que si un hueso de rana, el himno de la Cofradía, una marcha en re menor, tonalidad que Mozart ofreciera a la Muerte grave y lenta y que un poetastro desconocido adornara con versos latinos hasta arriba de ablativos plurales en ibus, que son, in infidelium partibus, la enseña del auténtico lenguaje poético y letrado. Con la mano en el corazón, todos retomaron el estribillo, de poenis inferni et de profundo lacu, «de las penas del infierno y del abismo sin fondo», y el versículo hebreo, yèhè sh’meh rabba mevarakh, «Bendito sea su Nombre Ilustre», gentiles y judíos, católicos y musulmanes, protestantes y ateos, marxistas fervientes o miembros de la Pequeña Iglesia, todos entonaban el himno a voz en grito puesto que, ya fueran del lugar o llegados de muy lejos, la Fraternidad de Enterradores tenía por principio dejar las convicciones personales en el guardarropas de la generosidad común; todos, por ejemplo, fingían adorar el pescado gefilte, incluso los gentiles e incluso los que detestan la gelatina de pescado, ya fuera carpa, lucio o lucioperca, ninguno de ellos, llegado el momento, dejaría de abrir la boca para atiborrarse, pues ese era uno de los principios del Banquete, la equidad frente a la muerte, y así los más racistas de los enterradores olvidaban sus prejuicios durante dos días: todos ejercemos el oficio atroz, por el amor de Dios, y todos sabemos, ateos, cristianos, judíos y musulmanes, que acabaremos en el mismo sitio, en el fondo del agujero o en las llamas del incinerador, y de estas llamas, bueno o malo, nadie escapa: bienvenido a la ceniza o a la putrefacción.